La vida a veces nos da lecciones tan inesperadas como esa fantástica historia protagonizada por Pepa y Vicente, dos jubilados de Sant Antoni que acudieron a una cita a ciegas al programa First Dates y resulta que se conocían de toda la vida. Tuvieron que coger un avión, ir a un plató de televisión y compartir sus anhelos delante de media España para iniciar un romance que va camino de cumplir un año, pues aunque su encuentro se emitió hace una semana, se grabó en marzo del año pasado. Su idilio, además de ejemplarizar que los caminos del amor son inescrutables, encierra una moraleja aplicable a otras muchas facetas de la vida: en ocasiones hay que dar un rodeo muy grande para discernir lo realmente importante que tenemos delante.
El viejo Club Delfín, ahora llamado Seven Pines, ofrece una de las mejores panorámicas de la costa ebusitana: desde la Punta de s’Embarcador que precede Comte hasta es Vedrà i es Cap des Jueu en Cala d’Hort. Las vistas son las mismas que antaño, pero la sensación al contemplarlas es radicalmente distinta.
Llevamos un par de años escuchando a los portavoces del ocio decir que “el Ayuntamiento de Sant Josep es el que mejor está haciendo las cosas en cuestión de ocio” de toda la isla y que su alcalde “es un valiente”. Yo, si fuera él, me revolvería en el asiento cada vez que recibiese un piropo de tal procedencia. Sobre todo ahora que, después de tanta lisonja, hemos descubierto que la asociación que aúna a hoteles-discoteca y beach clubs denunció ante los tribunales la ordenanza de ruidos del consistorio josepí.
Un mastodóntico proyecto de ingeniería sostiene una parte de la costa más escarpada de Es Cubells, para evitar que unos chalets se vengan abajo. Cabe preguntarse si el mantenimiento de estas segundas residencias justifica el enorme impacto visual provocado.
Con qué ansia anhelábamos la llegada del año nuevo y lo mal que ha empezado. Había tantas ganas de dejar atrás el aciago 2020 que hasta los incrédulos anhelaban cruzar el umbral invisible del tiempo, como si, de forma milagrosa, por el simple hecho de cambiar de calendario, pudiésemos sortear el pesimismo y la desdicha.
El istmo que une sa Ferradura con la costa del Port de Sant Miquel tiene dos orillas. Las más rocosa constituye un espectacular mirador a los acantilados de Es Amunts, con s’Illla Murada en el horizonte.
No importa que sea el único parque natural que tenemos en Ibiza. Que sus estanques salineros sean un monumento excepcional que se explota desde tiempos fenicios. Que su retícula multicolor conforme un ecosistema único en el que conviven flamencos y otras muchas especies. O que sus playas vírgenes y monumentos gocen de la mayor protección administrativa que existe. A veces tenemos la sensación de que el Parque Natural de Ses Salines solo existe en los papeles, mientras las administraciones permiten que se especule con cada viejo almacén y cada palmo de costa.
En mitad de la orilla de arena oscura, aguarda esta pasarela pulida por la marea, que muere sobre los escollos. En los días apacibles de invierno, cuando la playa se encuentra desierta, no existe una plataforma más privilegiada para fundirse con la naturaleza.
Como suele ser habitual, a las primeras de cambio, los buenos deseos institucionales para el año nuevo acaban dándose de bruces con la realidad. En estos días han aflorado dos claras incongruencias en las que además llueve sobre mojado. Constituyen sendos ejemplos de la falta de eficacia de las administraciones a la hora de establecer prioridades en la solución de problemas y de la falta de transparencia que ellas mismas predican en un discurso recurrente no exento de contradicciones.
Uno de los últimos retoques de la fortaleza realizados en el siglo XVI fue la incorporación de una plataforma elevada sobre el baluarte de Sant Pere. Su misión, proteger el punto más débil del monumento.
Con mucha sorna, un provocador habitual de las redes sociales escribía la semana pasada que si se llega a organizar un concierto del grupo La Polla Records en un pabellón con 5.000 personas habría acabado todo el mundo en la cárcel. El comentario tiene su gracia pues, en los infaustos días que vivimos, nada parece más irreverente que un espectáculo de punk antisocial con un montón de tipos con cresta, pantalón pitillo y chupa de cuero.
Antaño, esta abrigada bahía de la costa de es Cubells pasaba inadvertida en las rutas turísticas de la isla. Hoy, por el contrario, constituye una de las áreas de costa abrupta más urbanizadas, con medio centenar de chalets coronando una modesta península.
La costa baja y encarnada de Sant Carles, a continuación de Pou des Lleó, ofrece uno de los parajes imprescindible de la Ibiza abrupta. En ella, rincones plácidos y marineros se alternan con una inquietante sucesión de dólmenes que desafían al mar y las tempestades.
El antiguo malecón de Sant Antoni, donde amarraban los llaüts, se situaba mucho más cerca de la fachada del Hotel Portmany. A su alrededor se concentraba toda la vida de Sant Antoni y los niños crecían aprendiendo a ser pescadores.
A continuación de la playa de ses Salines se halla la principal infraestructura de embarque de sal. Junto a almacenes, oficinas y el muelle de carga, se ubican las casitas encaladas de los salineros, que miran hacia Formentera.
Hablando de esto y aquello, un conocido de Ibiza me explicó que sentía una profunda admiración por el creador de un exitoso y pionero beach club de la isla; uno de esos establecimientos que han transformado la orilla de una playa antes semidesconocida en una discoteca perpetua, sin fronteras ni tabiques. Esta persona sostenía una curiosa teoría: hay gente muy rica a la que el dinero le quema en las manos. Como tampoco quieren prenderle fuego, arrojarlo al cubo de la basura o regalárselo a un pobre, son especialmente sensibles a toda nueva fórmula que les ayude a hacer que desaparezca.
Es probable que no exista en la península ibérica una comarca más enigmática y recóndita que la Ribeira Sacra ourensana. Este territorio abrupto, que sigue el curso del cañón del río Sil, se halla salpicado de iglesias y monasterios, cuyo origen se evapora en los entresijos de la historia. Tierra adentro, oculto bajo un manto de robles y castaños, aguarda un templo rústico y modesto llamado San Pedro de Rocas. Fue excavado en la piedra a modo de cueva, en el siglo VI. Se trata, por tanto, del cenobio más antiguo de Galicia.
Lo dejó bien claro el insigne empresario Abel Matutes ante esa jauría de diputados de colmillo afilado y lengua blasfema, que pretendían vincularle a las marrullerías que bajo su aviesa mirada ensombrecen la obra más histórica y monumental de cuantas se han acometido en Ibiza: las autovías, que tantas vidas humanas han salvado (y animales probablemente también). “Yo soy el último mono”, proclamó el laureado ex político ante esa traílla de perdedores, haciendo gala de una modestia que nada tiene de falso, sino que le humaniza y contribuye a engrandar su leyenda.
“En el legado cultural dejado a España por los moros nada hay más ingenioso y aparentemente menos conocido que el sistema de agricultura practicado en las tierras saneadas (feixes) que bordean la bahía de Ibiza… Permanecen como un testimonio del ingenio de la agricultura morisca, que hizo florecer al pantano lo mismo que al desierto” (‘The feixes of Ibiza’. George M. Foster. Revista de la Sociedad Geográfica Americana de Nueva York. 1952).
Así como los mejores mariscadores del mundo están en Galicia, los enólogos más reputados en Francia y los esquiladores de ovejas más habilidosos en Australia, Ibiza debería contar con los camareros más profesionales y eficaces. Difícilmente existe un territorio económicamente desarrollado donde la hostelería tenga un peso tan relevante como en las Pitiüses y, al mismo tiempo, experimente un crecimiento desaforado del sector del lujo, que es el más exigente en calidad y atenciones.
“Según aviso del torrero, una chispa eléctrica ha incendiado la pólvora de la torre de Campaniche y volado la mitad. No hay desgracias” (telegrama del gobernador militar de Ibiza al capitán general de Baleares. 29 de noviembre de 1864).
Mallorquinada. f. Dícese de la fría indiferencia, la callada por respuesta o la negativa irracional por parte de las instituciones palmesanas, ante urgencias impostergables o proyectos de gran relevancia reiteradamente demandados por las Pitiüses. La mallorquinada no requiere de intención aviesa, aunque no hay que descartarla, sino que a menudo se sustenta en la osadía del ignorante. Contra la mallorquinada no existe antídoto. Sólo cabe la regresión al clan ibicenco por encima de partidos e ideologías, cual aldea gala; la pataleta social, de la forma más tremebunda y mediática posible, y armarse de toneladas de paciencia. Aún así, la mallorquinada casi siempre se hace irreversible.
Uno de los mayores milagros de la naturaleza humana lo conforma el mecanismo que interconecta nuestras neuronas. Cómo las experiencias y recuerdos acaban tejiendo una maraña aleatoria e interminable de coincidencias, paralelismos y emociones radicalmente personales, que casi nunca se repiten en otros individuos aunque posean la misma información de partida.
Ya nos hemos aclimatado a los jet y los Ferrari, pero hasta no hace mucho los ibicencos únicamente contemplábamos escenas de despilfarro en la tele o en las revistas del corazón. Aquel suntuoso yate de Khashoggi con grifería de platino, la hacienda de Julio Iglesias en Punta Cana, las limusinas con jacuzzi que circulaban por Las Vegas…
Antiguamente, cuando los hombres de la península aún creían que el mundo era plano, establecieron el finis terrae –fin de la tierra– en el cabo más occidental de la costa gallega. Sostenían que mar adentro, súbitamente, el océano se precipitaba al vacío, formando una inmensa cascada que desembocaba en un infierno habitado por dragones y otras bestias.
En la isla, desde el instante en que el suelo adquirió más valor que el meramente agrícola, territorio y azar han ido siempre de la mano. No me refiero a esos ibicencos adictos a los naipes, que en las madrugadas etílicas se apostaban las fincas al giley y a menudo las perdían, sino a la calificación urbanística que iba tocando en suerte a las propiedades familiares. Las verdaderas timbas siempre se jugaron en los ayuntamientos y algunos, de la noche a la mañana, pasaron de tener un erial junto al mar que no servía ni para plantar patatas a ser propietarios de verdaderas fortunas en potencia.
Una de las mayores delicias cinematográficas de estos últimos años se llama ‘La gran belleza’ (Paolo Sorrentino, 2013). Compone un retrato descarnado de la burguesía romana y su superficial existencia, que transcurre entre fiestas en fastuosos palacios, rayas de coca y tertulias etílicas donde intercambian humillaciones. El mejor condimento de la película son sus frases lapidarias y, de entre una vasta colección, hay una especialmente hiriente: “Los mejores habitantes de Roma son los turistas”. La sentencia, obviamente, no apela a la excelencia del viajero sino a la apatía del ciudadano.
La comisión de investigación que estos días se ha celebrado en el Parlament balear ha servido al menos para abrirnos los ojos y revelar la lamentable realidad de las autovías de Ibiza: constituyen la mayor estafa a las cuentas públicas pitiusas de la democracia y un lastre que nos afectará durante generaciones. Ante las disparatadas cifras que se están barajando, resulta vergonzoso que aún haya quien siga defendiendo lo indefendible y no se le caiga la cara de vergüenza.
Aunque los historiadores no se ponen de acuerdo en la etimología del término ‘Pitiüses’ y la posibilidad de que éste se traduzca como “islas de pinos”, no cabe duda de que la abigarrada presencia de estos árboles constituye uno de nuestros mayores rasgos característicos. Lo primero que asombra al viajero que sobrevuela la isla por vez primera, más que las calas y los islotes, es la exuberancia de los bosques y el verdor fulgurante que irradian los montes, en contraste con la escasez de llanuras. Ibiza y Formentera, en este sentido, parecen islas antagónicas.
En las películas de James Bond, los villanos más siniestros y diabólicos pertenecían a una organización secreta llamada Spectra, acrónimo de “Sociedad Permanente Ejecutiva de Contraespionaje, Terrorismo, Rebelión y Aniquilamiento”. Su objetivo era dominar el mundo y el día que no trataban de provocar una guerra nuclear se dedicaban a arrojar acólitos a los tiburones. Su logotipo era un pulpo y su jefe un individuo de nombre rimbombante, Ernst Stavro Blofeld, también conocido como ‘Número 1’, que se pasaba las películas perpetrando planes maléficos y acariciando el lomo blanco de su gato persa. El día que por fin le vimos el rostro no defraudó a nadie: calvo como una bola de billar –entonces el cráneo rasurado no era tan popular como ahora–, mirada despiadada y una fea cicatriz que le cruzaba el rostro desde la frente hasta el mentón.
Aunque la sobrevuela un monumento impresionante –las murallas renacentistas–, Eivissa capital no es una ciudad para presumir de arquitectura ni de finura urbanística. Ciertamente, contamos con un puñado de edificios singulares, pero más allá de los barrios históricos, el puerto y el entorno de Vara de Rey, podría afirmarse que Vila se ha expandido como una pústula. Ha engullido los campos del Pla de Vila y los ha sustituido por una caótica paleta de construcciones adustas, erigidas sin orden ni concierto y sin tener en cuenta al de al lado.
La liebre la acabó de levantar el propietario y fundador del grupo Pachá, Ricardo Urgell, en una entrevista que publicaba hace dos domingos Diario de Ibiza: La venta de una de las mayores compañías de la isla, con negocios tan influyentes como la discoteca Pachá, el cabaret Lío y los hoteles Pachá y Destino, además de otras salas de fiestas y franquicias repartidas por el mundo, está a punto de cerrarse por 350 millones de euros. Cuando se rubrique, se convertirá en la mayor operación de compraventa que hayan visto las Pitiüses a lo largo de su historia.
Parece insólito que en mitad de la bahía de Sant Antoni, rodeado de hoteles, pubs y chiringuitos, aislado por el paseo marítimo y protegido por una valla anti hooligans y gamberros –única forma de garantizar su conservación–, aguarde el único paisaje etnológico que vincula el puerto a un pasado de marineros y payeses.
A la industria cinematográfica de Bombay, en la India, se le conoce popularmente como Bollywood. Es una de las más potentes del mundo y produce al año más de 1.500 largometrajes; el triple que Hollywood. Su especialidad son los musicales románticos, que casi siempre transcurren en fastuosos y barrocos escenarios palaciegos, repletos de flores y plantas exóticas, por los que deambulan apuestos actores espléndidamente vestidos con dhotis de seda salvaje y bellas actrices que se deslizan con vistosos saris resplandecientes de pedrería.
Escribir sobre el río de Santa Eulària y resignarse a emplear el pretérito produce congoja, pero la realidad es que aquellos tiempos en que anunciábamos con orgullo que Ibiza era la única isla balear con un cauce fluvial han quedado obsoletos. Nadie ha certificado oficialmente su defunción, pero constituye una realidad incontestable para todo aquel que ha paseado por su curso a lo largo de estos últimos años. La sequía y la proliferación de pozos han agotado por completo la ribera, dejando una huella en negativo de lo que fue. Ahora sólo queda un emboscado vacío con aspiraciones a torrente en épocas de lluvias abundantes, si es que regresen alguna vez.
Uno de los episodios más hilarantes, surrealistas y vergonzosos del verano ocurrió a mediados de septiembre, un rato antes de la medianoche. Alrededor de 30 ó 40 personas estaban disfrutando tranquilamente de un pequeño concierto en una tienda-bar de Sant Josep, cuando se presentaron cuatro efectivos de la Policía Local, exigiendo al propietario todo tipo de licencias y documentos. Hasta aquí todo correcto. Las fuerzas del orden están en su derecho de llamar a las puertas de los comercios y revisar el papeleo que se les antoje. De hecho, ojalá lo hicieran con mayor frecuencia.
Pocos rincones de la costa de Ibiza acumulan tanta epopeya y, al mismo tiempo, resultan tan anónimos como la cala de sa Sal Rossa o la Xanga, al pie de la torre des Carregador. Un topónimo dual sobre el que siempre ha oscilado el péndulo de la polémica, pues hay firmes defensores de cada término. Al final se ha asentado una indecisión salomónica, al menos de manera institucional. Ésta establece que sa Sal Rossa abarca el extremo norte de la ensenada, contigua a Platja d’en Bossa, mientras la Xanga se asienta al sur de la achatada bahía, más hacia el interior del Parque Natural de Ses Salines. Es probable que el desvencijado muelle que yace frente al promontorio de la torre ejerza de virtual frontera entre ambas.
Decía Bertolt Brecht que las revoluciones se producen en los callejones sin salida. A esta reflexión, que comparto al 100%, yo además añadiría que los grandes cambios de ciclo germinan de manera silenciosa, con pequeños chispazos que con el tiempo acaban prendiendo hogueras.
Los antiguos navegantes que surcaban el Mediterráneo en la oscuridad de la noche con rumbo a Ibiza, oteaban el horizonte en busca de una señal que les orientara hasta tierra. La encontraban en un islote abrupto, que cerraba la entrada al puerto por levante, frente a la ciudadela amurallada. Sobre su cima refulgían hogueras que los pitiusos mantenían encendidas desde el crepúsculo hasta el alba. Aunque el origen de esta costumbre se pierde en las entrañas de la historia, sirvió para bautizar el peñasco con un nombre que la marea del tiempo ha arrastrado hasta la orilla de nuestros días: “es Botafoc”.
La escena transcurre al principio de la película ‘El Jinete Pálido’ (Clint Eastwood, 1985). La mujer guisa en una cocina en penumbra y su hija lee en voz alta un pasaje del apocalipsis. “Oí la voz de la cuarta bestia decir: Ven a ver. Y yo miré. Y contemplé un caballo pálido; y el nombre del jinete era La Muerte…”. La muchacha desvía en ese instante la mirada hacia la ventana y ve aparecer a un pistolero de mirada implacable, a lomos de un corcel albino. Tras esa pausa dramática, concluye: “…y el infierno le seguía”.
En el mundo hay un puñado de genios, con una imaginación que alumbra ideas colosales y una fe inquebrantable que les permite llevarlas a término. Construyen universos virtuales, teléfonos inteligentes, nuevas energías, revolucionarios métodos de transporte y, en ocasiones, incluso arte. Su visión planea por encima del tiempo y el espacio; más allá de convencionalismos y limitaciones. Uno de ellos se llama Andrew Rogers, es australiano y siembra el planeta con esculturas inmensas, que en algunos casos se distinguen más allá de la estratosfera. Ya ha repartido 51 por los siete continentes y una de ellas ocupa un anónimo rincón de la costa pitiusa.
“En ocasiones veo muertos”, revelaba el sufrido niño de la película ‘El sexto sentido’. Los ibicencos padecemos idéntica desazón, aunque no por encontrarnos las calles atestadas de zombies –que a veces también–, sino por la posibilidad de toparnos con una fiesta improvisada a la vuelta de cualquier esquina o en la puerta de casa.
Cuenta la leyenda que sobre el escollo más alto de los cuatro que se yerguen frente a la orilla, un águila pescadora construyó su nido. Por eso, a este rincón escondido y apacible se le conoce como es Niu de s’Águila. Cuando la playa se contempla desde lo alto del acantilado que la contiene, más allá de la garita de vigilancia de la urbanización Parques d’es Cubells, lo primero que sorprende es el color del agua en la orilla: un turquesa eléctrico, como extraído de los mares polinesios. Sin apenas transición cromática, transmuta en azules sombríos que denotan agudas profundidades.
Cuentan que cuando el rey Fahd de Arabia Saudí iniciaba sus vacaciones marbellíes, que se prolongaban por espacio de dos meses, la economía de la ciudad experimentaba una auténtica revolución; especialmente en los años de la crisis de los noventa. Al jeque le acompañaba un enorme séquito formado por un par de centenares de personas que, como él, vivían a todo tren. Entre ellos había amigos, familiares, funcionarios, médicos y una cohorte de sirvientes de toda índole, dedicados a satisfacer los placeres que requería el monarca. Según publicaban los medios de comunicación de la época, el jeque se dejaba en Marbella alrededor de 90 millones de euros por temporada. El rey Fahd murió en el año 2005 y Marbella se quedó sin uno de sus mayores ‘benefactores’.
En 1976 el fotógrafo Toni Riera capturó una imagen que acabó convirtiéndose en un símbolo de la Ibiza desenfada y sin tabúes, donde convivían hippies, bohemios y bon vivants. No fue una captura improvisada, sino preparada a conciencia por encargo de la discoteca Pachá, que por entonces apostaba por una imagen tan personal y auténtica que ninguna otra discoteca del país le hacía sombra. Algunos de sus carteles, además de icónicos, eran auténticas obras de arte y objeto de deseo de coleccionistas.
La semana pasada tuvo que ser rescatado a medianoche un turista que fue nadando hasta es Vedrà. Quería imponer sus manos sobre el islote y recibir la energía que emana. A él la proeza le dejó tan exhausto que ya no tuvo fuerzas para volver. A mí me hizo recordar algo que, entre tanta polémica y bronca social, había olvidado: aún hay gente que cree que Ibiza tiene magia.
El taoísmo utiliza dos conceptos para representar la dualidad que entrelaza a todo lo que existe en el universo: el yin y el yang. Es la oscuridad frente a la luz, la pasividad frente a la actividad, lo femenino frente a lo masculino… Dos ideas que resumen toda una filosofía de vida creada en el siglo VI a.C. por el chino Lao Tsé y que se esquematizan en un único símbolo: el taijitu. Un nombre poco conocido, pero cuya iconografía resulta tan universal como el logotipo de Apple. El famoso círculo partido simétricamente por una ‘S’ invertida, blanco a un lado y negro al otro, y con dos puntos alineados en el diámetro vertical, ocupando el centro de las áreas cóncavas.
En esta escalada de noticias relacionadas con la privatización del territorio público, el viernes se produjo un hecho rocambolesco que constituye el cénit del atropello al ciudadano. Habíamos visto como varios dueños de chalets habían tratado de apropiarse de tramos abruptos de costa. Ahora, la propiedad de la urbanización Vista Alegre de Es Cubells ha tratado de quedarse con una playa entera: sa Caixota. El viernes, unos obreros comenzaron a instalar una sólida puerta metálica en lo alto de la escalera que lleva a la orilla; el único acceso existente.
Hará unos meses del último pescado con salmorra en es Canal d’en Martí. Mientras alargábamos la tertulia junto al ventanal del restaurante, frente a la costa baja y escarpada de este tramo de Sant Carles, apareció un abuelo paseando por la orilla y abrió las puertas del refugio marinero sobre cuyo inclinado varadero, ya en el exterior, se exhibe habitualmente un llaüt impecable.
Sábado, 20 de agosto. 19,30 horas. Es Jondal. Un bañista con pocas luces se coloca en mitad del canal para embarcaciones e inicia una tabla de posturas de boxeo, como si estuviese frente a un saco en el gimnasio. El socorrista se aproxima hasta el borde del agua para informarle que no puede estar ahí. Toca el silbato de manera reiterada, pero el individuo sigue de espaldas, con sus absurdas posturitas. El estruendo del beach club del otro extremo de la playa le impide escuchar las señales de advertencia.
La fortaleza amurallada de Dalt Vila constituye una imagen icónica del asombroso esfuerzo que históricamente desempeñaron los ibicencos para salvaguardarse de la piratería. No hay otro monumento en la isla cuya grandeza se le pueda comparar y sus dimensiones únicamente son consecuencia del origen foráneo de su financiación, a cargo de la Corona española. Un esfuerzo inversor que llegó tarde –en eso seguimos igual–, cuando los corsarios ya habían asediado la ciudad durante siglos y provocado tragedias y daños irreparables.
El más reciente capítulo de esta Ibiza desmadrada que nos toca vivir lo leímos el domingo en estas páginas. José Miguel L. Romero describía en un reportaje que el conseller ibicenco de Medio Ambiente, Miguel Vericad, ha denunciado dos casos flagrantes de amenazas a bañistas por parte de propietarios de chalets, que impiden el paso a determinados tramos de costa con fuertes amenazas e intimidaciones.
Aquellos hippies que en los años sesenta y setenta aterrizaron en Ibiza procedentes del primer mundo adolecían tan intensamente de misticismo y creencias alternativas que, ante la falta de mitos, los fabricaban ellos mismos. Así ocurrió en Sa Penya Escabarrada, el mirador de los acantilados de Corona que sobrevuela los islotes de Ses Margalides. El lugar pasó a ser bautizado como “Las puertas del cielo” porque consideraban que únicamente la canción de Dylan estaba a la altura de su ‘magia’. Sobre todo a la hora del crepúsculo, que era cuando se concentraban en mayor número. El único milagro que allí se producía, sin embargo, era que, entre tanto efluvio etílico e introspección lisérgica, ninguno acabara arrojándose por el precipicio, al estilo de los turistas de ‘balconing’ de hoy en día, con la diferencia de que estos últimos no requieren de escenarios bucólicos.
Que haya policías involucrados en los grupos de delincuentes que proliferan por Ibiza ya comienza a vislumbrarse como un patrón que nos pone los pelos como escarpias. Primero fue la investigación de Amnesia, que culminó con la imputación de sus gestores y donde también afloró la presencia de ex agentes de las fuerzas de seguridad. La operación la desarrollaron investigadores venidos de fuera, que no informaron a sus homónimos pitiusos y además custodiaron todas las pruebas y documentación en una habitación del cuartel de Can Sifre, a la que cambiaron la cerradura. Inenarrable.
Siempre he pensado que el de torrero no tuvo que ser un oficio fácil: largas y tediosas jornadas escrutando la monotonía del paisaje que de pronto transmutaban en estresantes picos de actividad, no exentos de riesgos. Me imagino, por ejemplo, al artillero de la Torre d’en Rovira, allá por el siglo XIX, sacar brillo y engrasar su pareja de cañones en lo alto, sin dejar de otear de reojo s’Espartar, s’Illa des Bosc o sa Conillera, por si de repente aparecía alguna goleta enemiga, o tal vez preparando pescado para secarlo al sol y así tener reservas los días de mala mar.
Al final de cada atardecer, Ibiza deja de pertenecer un poco más al colectivo de personas que residen, aman y tienen hundidas sus raíces en esta tierra. La isla va pasando paulatinamente a ser propiedad de multinacionales y megamillonarios, que plantan el yate donde les da la gana, montan los business que se les antojan –ya sea un beach club o una red de extorsión y tráfico de armas–, y erigen su palacio tirando una moneda al aire. Cuando un saliente rocoso les estropea la vista desde el acantilado, no hay problema: dinamita, mecha y a continuar con el dolce far niente. No hay normas ni ordenanzas que apenas contengan sus caprichos y el día insólito en que la autoridad se pone pelma, siempre pueden tirar de su abultado talonario y hacer frente a nuestras risibles multas y sanciones.
“Legendaria era Xanadú, donde Kublai Khan había edificado su palacio. Hoy casi tan fabuloso es el Xanadú de Florida, la propiedad privada más extensa del mundo. Aquí en medio de la desértica zona costera se levantó una montaña artificial; cien mil árboles y veinte mil toneladas de mármol han sido necesarios para edificar Xanadú…” (guión de ‘Ciudadano Kane’, de Joseph J. Mankiewicz y Orson Welles, 1941).
En Venecia, una ciudad que vive casi exclusivamente del turismo al igual que Ibiza, se han pasado treinta años debatiendo sobre qué medidas emprender para limitar la afluencia de visitantes. Su territorio, como el nuestro, está rodeado de mar y caminar por sus calles atestadas, donde cada día desembarcan una media de 75.000 foráneos, constituye, más que un privilegio, una verdadera penitencia. Al parecer, hay jornadas en que las aglomeraciones resultan tan asfixiantes que los viajeros sustituyen su ansia por admirar las maravillas del gótico y el renacimiento que acumula la ciudad, por la urgencia de encontrar un hueco fuera de la marabunta, donde respirar a salvo del agobio.
En las casas payesas de Ibiza el agua constituía el bien más preciado. Por eso, las mayores infraestructuras que se construían, junto con las majestuosas almazaras, estaban destinadas a garantizar el suministro. Los tejados escalonados recogían cada gota que caía del cielo y la derivaban a la cisterna, a la que habitualmente se accedía desde el porche. Los hogares que además tenían una era, disponían de aljibe aledaño. Pese a todo, cuando llegaban las sequías del estío, las reservas se consumían enseguida y la casa payesa se veía abocada a subsistir sin su recurso más importante.
No cabe duda de que las últimas operaciones contra las discotecas pitiusas han agitado el avispero. Tras las detenciones de la familia propietaria de Amnesia y sus directivos, y las sonadas intervenciones en Space y Privilege, en el marco de la ‘Operación Chopin’, en la isla no se habla de otra cosa. Por cierto, ¿quién le pondrá el nombre a las investigaciones policiales? ¿No habría sido mejor ‘Operación Travolta’, ‘Operación Guetta’ o algo por el estilo? ¿El apodo ‘Operación Chopin’ es una metáfora sobre la venganza de la música clásica frente a la vulgaridad del ‘chunda chunda’ electrónico?
La mar pitiusa, que en la quietud del verano refulge e hipnotiza con esa gama de turquesas y esmeraldas, en los temporales del invierno se torna plúmbea y violenta, y arrasa todo lo que encuentra a su paso. Los pescadores de antaño construyeron los primeros refugios marineros para que el oleaje embravecido no arrastrara sus frágiles embarcaciones de madera y las reventara contra los escollos. Pero, cada pocos años, Poseidón desataba los infiernos con una tempestad de proporciones épicas, que también devastaba aquellos rústicos varaderos y a todo lo que daban cobijo.
Hace años que muchos ibicencos rumiábamos que era algo inevitable, mera cuestión de tiempo. Un buen día una brigada de policías o guardias civiles desembarcaría por sorpresa, se pondría a remover papeles en despachos e iniciaría el desfile de presuntos esposados camino de los juzgados. Desconocíamos si el escenario sería una institución pública, la sede de una cadena hotelera, una empresa constructora o una sala de fiestas, pero, más pronto o más tarde, en esta isla de los excesos y el desparrame, donde el dinero fluye como la horchata en una heladería, algún escándalo acabaría saltando a la palestra.
En esa Ibiza rural en la que, salvo cuando nos encaramábamos a los algarrobos, se vivía a ras de suelo, subir a Dalt Vila era como atravesar las puertas de la dimensión desconocida. Los niños de entonces sólo visitábamos la ciudad áulica cuando íbamos de excursión a contemplar los tesoros del Museo Arqueológico, con aquellas ánforas gigantescas y esos pasadizos enterrados bajo el baluarte de Santa Tecla, en los que siempre estábamos a punto de cruzarnos con algún muerto.
Siempre que se viaja a esos pueblos idílicos del sur de Francia o del norte de la Península, lo primero que llama la atención es la limpieza escrupulosa, las radiantes macetas de geranios y hortensias en los balcones, el orden impecable y, sobre todo, la ausencia de elementos que alteren el equilibrio del paisaje, ya sea urbano o natural. Podemos decir lo mismo de Ciudades Patrimonio de la Humanidad como Santiago de Compostela, Toledo o Cuenca, así como de determinados entornos de Mallorca y, sobre todo, de Menorca.
En Ibiza no existe catarsis más intensa que descender en solitario hasta Ses Balandres, zigzagueando a través de los acantilados escarpados de Corona. Esta cala recóndita y subyugante obsequia al caminante con el contundente espectáculo de la verticalidad de su naturaleza, atravesada por bruscos pliegues horizontales. En paralelo, la bajada transmuta en un involuntario viaje interior hacia la forma de vida de las generaciones de antaño, al experimentar las duras condiciones de vida que imponía el medio natural y los esfuerzos que los payeses ibicencos afrontaban a diario para domarlo a su manera y adecuarlo a su subsistencia.
En cuanto en Ibiza y Formentera se detecta un problema grave cuya resolución depende de Mallorca, la reacción automática es la indiferencia. Se quita hierro al asunto, se amaga con trasladar la pelota a Madrid al menor resquicio y, finalmente, cuando nuestras instituciones ya se han tenido que rebajar a la pataleta y los residentes a la bronca o a amenazar con los tribunales, nos ofrecen unas migajas. Lo hemos sufrido con el emisario de Talamanca, cuyos constantes vertidos de fecales han convertido una importante zona turística en un estercolero, al que ya sólo van aquellos que viven en la ignorancia.
Para los niños que crecimos en Sant Josep, ir a Cala Salada era como viajar al fin del mundo. Nuestras familias nos llevaban a playas cercanas –Cala Tarida, Cala Vedella, Porroig, Cala Comte, Ses Salines…–, así que descubrir rincones como aquel únicamente sucedía cuando salíamos de excursión con el colegio o el grupo de catequesis. Nos hacía tanta ilusión que, un montón de días antes, ya nos acostábamos rumiando en cómo lo íbamos a pasar.
La noticia pitiusa más viral de la última semana la publicaba este periódico elpasado jueves, bajo el título “El aire y el mar de Ibiza se venden”. En ella, el periodista Joan Lluís Ferrer subrayaba que “la capacidad de Ibiza para venderlo todo no tiene límites” y ponía como ejemploa un italiano espabilado que ofrecea los turistas latas con “aire de Ibiza” y una familia isleña que comercializa agua de mar.
Uno de los paisajes más sobrecogedores de la península ibérica se llama Las Médulas y aguarda en la comarca leonesa del Bierzo. Desde la lejanía, el verdor de los robles y castaños y las suaves ondulaciones de las colinas que envuelven el escenario contrastan con una brusca concatenación de crestas y farallones de tierra roja, de un tono tan vivo como el que adquieren los campos recién roturados de Corona y Albarca. Una vez te aproximas a estos monolitos desde abajo, atravesando senderos por los que campan jabalíes y corzos, te envuelve una maraña de galerías, barrancos y desgarros tan colosales que cortan el aliento. La montaña entera aparenta ser un terroso y gigantesco queso Gruyère.
Sobre Ibiza y Formentera hemos visto y escuchado auténticas barbaridades, pero la crónica del delirio pitiuso rara vez ha alcanzado cimas tan humillantes como las que pudimos contemplar la semana pasada en el ‘Teleobjetivo’ de La 1 de TVE. Este programa dedicó un documental de veinte minutos a la inflación descabellada que registra el sector de la vivienda de alquiler y a los grupúsculos mafiosos que se aprovechan, sangrando a trabajadores y familias.La emisión dinamitó por completo el poco crédito que pudiera quedarnos como territorio idílico.
Los ibicencos vivimos nuestro momento perfecto –la cresta de la ola colectiva–, justo a medio camino entre la miseria de los tiempos pre-turísticos y el desasosiego de la saturación actual. Me refiero a aquel limbo mágico de los años 70 y 80, en los que la economía de la isla se desarrolló lo suficiente como para que las familias pitiusas no tuvieran que deslomarse en el campo de sol a sol, pero sin padecer aún los efectos secundarios de la presión demográfica y urbanística. Fue entonces cuando, pese a seguir firmemente enraizados en nuestras costumbres, comenzamos a disfrutar sin remordimientos del ocio y el entorno paradisíaco en el que habíamos tenido el privilegio de nacer.
Ahora que se ha producido otra escalada de robos en casas aisladas –20 denuncias en cuatro días–, volvemos a acordarnos de aquella señora venida de Mallorca llamada Teresa Palmer, que minimizó el problema como si fuera una china incómoda en el zapato, pese a que era la delegada del Gobierno.
En Ibiza, bajo los cimientos de los edificios y el asfalto de las carreteras, yacen mosaicos romanos, alfarerías púnicas, tumbas árabes y una sucesión de infraestructuras arcaicas que atestiguan el peso de las civilizaciones antiguas en nuestro pasado. A consecuencia del furor urbanístico del siglo XX, buena parte de este legado fue destruido o enterrado en silencio, dejando a los arqueólogos sin piezas fundamentales con las que reconstruir el intrincado puzzle de nuestra historia.
Me atrevería a asegurar que a Vicent Torres Font, Don Vicent, fallecido el pasado martes en Can Misses, le habría disgustado enormemente abrir el periódico y encontrar una semblanza sobre su persona. Lo refrenda la anécdota ocurrida cuando el Ayuntamiento de Sant Josep –su parroquia durante 23 años–, le concedió la Medalla al Mérito en 2010. En lugar de acudir a recogerla, le pidió el favor a su hermano Antoni y le entregó un mensaje de agradecimiento. Su ausencia no incomodó a nadie, pues todo el pueblo reconoció en el gesto su sencillez, humildad e incapacidad para alimentar el ego.
En cuanto alcanza el rellano de Sa Drassaneta, Gwendoline acostumbra a detenerse para recuperar el aliento. De paso, farfulla consigo misma sobre las empinadas cuestas, cuánto le duelen las rodillas y lo vieja que se siente. A sus 85 años, remontar el Carrer Alt y Vista Alegre, sin acabar con taquicardia, constituye una pequeña proeza. Allí, en la cúspide del viejo arrabal, al pie del vértice afilado de Santa Llúcia, aguarda su morada. Es modesta, luminosa y blanca, y sobre todo suya. Tiene una cocina estrecha, una chimenea rinconera, una ducha a la que hay que entrar de lado y un estrecho balconcillo, desde el que contempla el trasiego de los barcos.
Tras una eternidad acumulando polvo en los cajones, parece que por fin alguien se ha decidido a rescatar expedientes y poner en marcha el rodillo de la burocracia punitiva frente a discotecas y demás locales de ocio que incumplen sistemáticamente horarios de cierre, ordenanzas de ruido, aforos máximos y demás fruslerías. El tiempo nos dirá si estamos ante un espejismo momentáneo o, por el contrario, existe una férrea voluntad política para evitar que en la isla sigamos padeciendo en bucle este comportamiento incívico y avasallador.
Mi abuelo, Pep Marí, de Can Botja d’en Serra (Sant Josep), adquirió uno de los primeros camiones de carga que llegaron a Ibiza. Un vehículo pequeño, que se encendía a manivela y que él cargaba hasta los topes, con sacos de almendras y otros productos del campo. De aquellos tiempos, el abuelo solía contar una anécdota que, por el mero hecho de rememorarla, le provocaba unas carcajadas tan intensas que irremediablemente contagiaba a quien tuviese alrededor.
Desconocemos qué se ha fumado la Autoridad Portuaria de Baleares que le ha provocado semejante brote esquizofrénico, pero con cada ocurrencia que nos regala queda más claro su empecinamiento en convertir el puerto de Ibiza en un parque temático del lujo y la extravagancia. A tenor de los planes disparatados que concibe para el recinto y que va dando a conocer en pequeñas dosis, alguien podría deducir que la APB es una multinacional fundada por un jeque árabe, un magnate ruso o un fondo buitre. Que nadie se confunda. Estamos ante una institución pública, propiedad de todos los españoles e integrada en la estructura del Ministerio de Fomento.
“De igual manera ha sido gran lástima el abandono de una almadraba que había en la punta de Puertas, para cuya defensa había una torre mandada reedificar por Fernando VI, así como otra en la isla de Espalmador, junto a Formentera, con que cruzándose sus fuegos, quedaban seguros almadraba y faro. Nada mejor dispuesto para semejante pesquería que nuestra isla, donde más de una vez se ha desperdiciado la sal por falta de empleo” (Fernando Fulgosio. Crónica de las Islas Baleares. 1870).
Hace unos días, en una tertulia de sobremesa, un amigo me preguntó cuál era la polémica más surrealista sobre la que había escrito en esta columna. Fui incapaz de contestarle de sopetón, ya que Ibiza, de un tiempo a esta parte, experimenta una época tan convulsa y extravagante, que acaba proporcionándonos a los articulistas una cantidad ingente de munición intelectual. Hoy, precisamente, se cumplen 100 martes desde que arrancara esta tribuna; la excusa perfecta para hacer memoria, rebuscar entre la propia hemeroteca del disparate y tratar de ofrecer una respuesta meditada.
La casa payesa ibicenca refleja el carácter indómito de su morador. Es práctica, racional, sólida, austera y, sobre todo, aislada. Reluce encalada en el centro de su propio territorio, parapetada tras una frontera invisible. Antaño no requería de vallas ni muros, pues cada labriego conocía al dedillo el trazado que delimitaba sus posesiones, a través de bosques, torrentes, alcarrias y cultivos.
No sucede a menudo que una administración resuelva un problema de alto riesgo conjugando contundencia, efectividad y mano izquierda. Muy al contrario, más habituales resultan las medias tintas, el mareo de la perdiz, el estéril vaivén de marrones entre instituciones o la adopción de soluciones inverosímiles. Desde estas últimas tenemos ejemplos recientes y sonados, como el sacrificio masivo de a las cabras de Es Vedrà o el establecimiento de la ley de la selva en el mercado de las concesiones de playas, que sigue trayendo cola. Así que cuando se produce una excepción, toca dar las gracias y felicitar a quien lo merece.
En el mundo existen tres arquetipos de individuos. El primero es el “hombre esencial”: autosuficiente, aferrado a la tierra y constructor del refugio en el que mora. En el extremo opuesto encontramos al “hombre insaciable”: se nutre de la voracidad de su propia ambición, delimita nuevas fronteras y levanta imperios con un ejército de individuos a sus órdenes. Y en un punto equidistante del abismo que los separa, el “hombre introspectivo”: poliédrico, cómodo en el territorio de la metáfora y la abstracción, y capaz de navegar entre dos aguas. Atrapa la autenticidad del “hombre esencial” y la transforma en producto de consumo para deleite del “hombre insaciable”.
En la Ibiza rural de antaño, poseer una parcela de regadío constituía el mayor privilegio imaginable. Las familias que podían cultivar un huerto junto a un manantial eran escasas y aprovechaban hasta el último palmo de terreno. El área más rica de la isla, desde el punto de vista hídrico, era y sigue siendo Es Broll de Buscastell. Alrededor de sesenta familias continúan aprovechando el agua que fluye a través de la acequia que construyeron los árabes en la Edad Media y la distribuyen según un calendario de rotaciones que existe desde tiempos inmemoriales.
En cuanto los estertores de la motocicleta del pescador interrumpen los graznidos de las gaviotas desde la lejanía, los niños saltan raudos fuera de la piscina. Ni siquiera cogen las toallas que aguardan encima de las tumbonas de teca recién barnizada. Se apostan tras la verja del jardín, sobre el impecable césped, con las melenas rubias empapadas, y esperan tiritando el interminable minuto que tarda en aparecer el abuelo por el fondo del callejón. Mientras se les aproxima, le escrutan con tanta concentración y recelo como si hubiese descendido del cielo en un platillo volante.
Cristo es uno de los vecinos del municipio de Sant Josep que hace una semana perdieron su concesión en la disparatada subasta celebrada en el Ayuntamiento. Llevaba la friolera de 42 años explotando un modesto quiosco de madera y una treintena de hamacas, en una calita fuera de las rutas turísticas habituales, con la ayuda de su hijo y sus empleados.
Las actuales murallas de Ibiza, abaluartadas, angulosas y de inclinados lienzos, fueron erigidas en el renacimiento (siglo XVI). Circunvalaban la antigua fortaleza medieval, que a su vez construyeron los árabes en los albores del segundo milenio. Si hoy pudiésemos otear los perfiles de aquella alcazaba, nos asombraríamos de cuán diferente era.
El primer gran estigma que ensució la prístina imagen que hasta entonces irradiaba Ibiza fue el de las borracheras y las drogas. De exótico paraíso pasamos a territorio sin ley donde imperaban los pub crawl y la anarquía pastillera. En paralelo al desparrame narcótico-etílico de los hooligans, la prensa internacional nos adjudicó el segundo estigma: la isla del sexo desenfrenado. A menudo se nos definía como una suerte de Sodoma y Gomorra y quien aterrizaba por primera vez se esperaba una orgía en cada esquina.
Mi primera maestra –en el colegio l’Urgell de Sant Josep– se llamaba Montse Garcia Nanot y era catalana. Una mujer vital y risueña que se inventaba mil entretenimientos para que aprendiéramos sin darnos cuenta; que soportaba estoicamente y sin perder el humor a aquella cuadrilla de niños asilvestrados que éramos entonces. Mi familia pronto trabó amistad con la suya. Una Navidad nos invitaron a cenar a la casa payesa donde vivían, en Cala Vedella. Allí probé por primera vez el carbón de azúcar, que me pareció un invento tan revolucionario como la rueda, y descubrí la tradición mágica del Tió de Nadal que caga regalos.
En la Edad Media, los señores feudales gozaban del llamado “derecho de pernada” o de la “primera noche”, que les confería el poder de mantener relaciones sexuales con toda doncella casadera antes de contraer nupcias. Los franceses lo llamaban “droit de cuissage”, que suena mejor pero constituye idéntica ignominia. Esta norma representa el mayor atropello de los nobles hacia sus vasallos y el culmen de la avaricia del hombre. La anécdota histórica viene al caso porque en Ibiza aún se mantiene una suerte de derecho de pernada.
Charlton Heston cabalga sin destino por una playa solitaria, hasta que una sombra oscura se proyecta en el horizonte. Al aproximarse a ella, desmonta, se arrodilla atónito y, con lágrimas en los ojos, golpea furioso la arena mientras grita: “He vuelto. Estoy en mi casa otra vez. Durante todo este tiempo no me he dado cuenta de que estaba en ella… Maníacos. La habéis destruido. Yo os maldigo a todos. Maldigo a las guerras. Os maldigo”. El plano se abre y la pantalla exhibe un inmenso busto tendido sobre la orilla: los restos de la estatua de la libertad.
En cuanto un producto experimenta una demanda desaforada, inmediatamente surgen los mercados paralelos, los intermediarios y los conseguidores. Un frenesí que se expande, en gran medida, al margen de la legalidad, que genera un volumen extraordinario de economía sumergida y que transforma a la sociedad. Hay ejemplos recurrentes, como las drogas, la prostitución o las armas, pero las consecuencias son igualmente dramáticas si el fenómeno se cierne sobre bienes de primera necesidad, como la energía, el transporte o el agua.
La fuente octogonal del Patio de los Leones, en la Alhambra, exhibe un poema grabado en la piedra, cuyo más bello fragmento se pregunta: “¿Cuál es el mármol y cuál es el agua? No sabemos cuál de los dos es el que se desliza. El agua se desborda por los lados y luego desaparece por los sumideros. Es como un amante cuyos párpados están henchidos de lágrimas, pero las oculta para que no le delaten”.
En la misma isla que abatimos a tiros a docenas de cabras para proteger el medio ambiente, permitimos pantallas de televisión de 400 metros cuadrados y una altura de diez pisos junto al mar. Sa roqueta se abre hueco en el libro Guinness de los récords por este infumable mamotreto, ahora ya estrenado, que desde tierra y aire será tan visible como las murallas renacentistas.
A esa guerra cruenta y desequilibrada que en Ibiza se dirime entre el pasado y el presente, apenas le queda un puñado de batallas. Una de ellas se libra, desde tiempos inmemoriales, en el puerto de la ciudad. Lo que hoy son andenes y muelles en tierra hurtada al mar, antaño fueron playa y astillero que, desde el medievo musulmán, se apostaba más allá de la iglesia de Sant Elm.
El emisario de Talamanca ha vuelto a reventar, se reproduce el lío con los concesionarios de hamacas, no nos garantizan el servicio de agua en verano… En Ibiza, en cuanto atisbamos la temporada, la historia se repite. Seguro que también volveremos a soportar salvajes party boat, rave ilegales en casas de campo, urgencias colapsadas por turistas desatados, discotecas que incumplen clamorosamente los horarios en las fiestas de apertura, carreteras colapsadas y toda esa sarta de abusos y molestias que conlleva ser una potencia turística mundial.
En el mapa invisible de las conexiones sentimentales de Ibiza, Argelia ocupa un lugar preponderante. La Historia imparte lecciones magistrales y una de las fundamentales versa sobre la mutabilidad de los flujos migratorios. Hoy desembarcan en la isla gentes procedentes de los más recónditos enclaves del planeta, atraídas por promesas de diversión o de trabajo. Sin embargo, para los pitiusos de principios y mediados del siglo XX, El Dorado no se encontraba bajo sus pies, sino en desérticas provincias norteafricanas colonizadas por los franceses.
El alcalde de Santa Eulària, Vicent Marí, y su concejal de Urbanismo, Mariano Juan, vertieron la semana pasada toda clase de exabruptos contra el Consell Insular. La razón es que la Ciothupa, un palabro con el que uno nunca quisiera cruzarse –como con Hacienda–, y que significa Comisión Insular de Urbanismo y Patrimonio, les ha obligado a reiniciar la tramitación de un proyecto que incluía la peatonalización del centro histórico de Sant Carles.
“Mientras permaneces en esta tierra te sientes en el centro del mundo, te parece que nunca cambia nada. Luego te vas, un año, dos, y cuando vuelves todo ha cambiado. Se rompe el hilo conductor. No encuentras a quien querías encontrar, tus cosas ya no están. Has de ausentarte mucho tiempo, muchos años, para encontrar, a tu vuelta, a tu gente; la tierra donde naciste”.
Junto a la orilla del supuesto paraíso, los niños construyen castillos con arena y colillas. En Sant Antoni ya se han hartado y los chavales de segundo de primaria del colegio Can Coix, que hace unos días escenificaron un pleno municipal en el Ayuntamiento de la localidad, incluyeron la prohibición de fumar en las playas entre sus principales reivindicaciones. Los escolares casi nunca intervienen en política, así que conviene hacerles caso y trasladar, como mínimo, sus propuestas al verdadero debate.
“Ante él erguíase el Vedrá, peñasco aislado, mojón soberbio de trescientos metros de altura, que en su aislamiento aún parecía más enorme. A sus pies la sombra del coloso daba a las aguas un color denso y transparente a la vez. Más allá de su sombra azulada hervía el Mediterráneo con burbujeo de oro bajo la luz del sol, y las costas de Ibiza, rojas y escuetas, parecían irradiar fuego”.
La matanza a tiros de las cabras de Es Vedrà –nuestro particular Perejil–, perpetrada por efectivos del Govern venidos de Mallorca, ha generado un debate incendiario que aún colea y que, sin embargo, se ha reducido a una única cuestión: ¿se tendrían que haber sacado vivos los rumiantes o mejor exterminarlos ‘in situ’ como ocurrió? A este respecto, dejé clara mi postura hace dos artículos. Prefiero, por tanto, no arriesgarme a ser tildado de palurdo por defender una solución más benigna para las criaturas y enfrentarme a la supremacía científica, intelectual y academicista esgrimida por buena parte de los suscriptores de la vía gubernamental.
De entre el laberinto de parapetos, túneles, casamatas y revellines que conforman las murallas renacentistas de Ibiza, hay dos rincones que, por mucho que se transiten, estremecen sin excepción. En ellos, la grandiosidad de la arquitectura resulta tan fascinante como la manera caprichosa en que interactúan con el paisaje.
Con la bronca suscitada en torno a la consulta ciudadana sobre la carretera de Santa Eulària y el exterminio de las cabras de Es Vedrà, pasó desapercibida una noticia tremenda que este periódico publicaba hace unos días. A mi juicio, debería haber encendido la espita de un debate fundamental que ya no puede posponerse más: cómo mejorar la gestión del agua pública en Ibiza.
Siempre que los pliegues diagonales de Tagomago se asoman entre almendros, algarrobos y esos campos roturados de color almagre, camino de Pou des Lléo, inevitablemente me viene a la memoria la última estrofa del romance Ses germanes captives (Las hermanas cautivas): “Adiós terres alegres, que soliem caminar, i no ploreu més, ma mare, no mos faceu tormentar” (Adiós tierras alegres, que solíamos caminar, y no llores más, madre, no nos atormentes). Llanto de despedida por la tierra amada, desde cubierta, de dos doncellas pitiusas raptadas por corsarios “moros” en un desembarco fugaz en ese preciso lugar.
La extraordinaria chapuza, la falta de humanidad y el grado de bestialismo alcanzado en la operación de aniquilación de las cabras de Es Vedrà es más propia de cazadores furtivos de algún país bananero que de nuestro supuesto ‘primer mundo’.
La controversia oscila estos días en torno a un lujoso hotel de Platja d’en Bossa que, para no perder comba en el tortuoso camino de la innovación turística mundial, ha iniciado la instalación de la mayor pantalla exterior cóncava del planeta. La empresa promotora, henchida de orgullo, como no podía ser menos, hizo públicas hace unas semanas las extraordinarias dimensiones de este coloso electrónico: 30 metros de alto por 13,2 de ancho; o sea, 400 metros cuadrados de superficie. Prácticamente la misma que una cancha de baloncesto y suficiente como para cubrir una fachada entera del establecimiento.
Raro es el gobernante que no acaba encontrando su talón de Aquiles. El del alcalde de Santa Eulària, Vicent Marí, se llama cantera de Ses Planes. Esta polémica, que huele a podrido desde el principio y ya ha retratado a un buen número de personajes de la política y a los empresarios promotores, por fin ha estallado tras el paréntesis electoral. Al menos en términos de credibilidad, Ses Planes acabará pasando factura a más de uno y aún queda mucho por oír.
El pasado miércoles, el gerente de la Asociación Ocio de Ibiza, José Luis Benítez, firmaba un artículo donde, en esencia, tomaba por imbéciles a los ibicencos críticos con el actual modelo turístico. En dicha soflama, aludía a la capacidad de acogida de la isla, a la excelencia hotelera y al “puntal” que suponen las discotecas y beach clubs, al tiempo que defendía la horterada de las camas balinesas, tan en boga estos días. Su particular auscultación a la sociedad pitiusa concluía que los ibicencos “no sabemos lo que queremos”.
En ciertas ocasiones, las investigaciones avaladas por universidades resultan muy útiles porque, con sus cifras y conclusiones asépticas, aportan una pátina de oficialidad y realismo a cuestiones que son de perogrullo para todo el mundo, salvo para las instituciones. Aunque sea por un instante, obligan a poner el foco en un asunto y buscar soluciones. Esperemos que así ocurra con ese reciente estudio de la Universitat de les Illes Balears sobre el estado de los bienes Patrimonio de la Humanidad en la isla, que sentencia algo que ya llevamos tiempo alertando: Ibiza, comparada con el resto de entornos con la misma distinción, está a la cola en oferta cultural.
Hubo un tiempo en que a los grafiteros se les consideraba rebeldes y artistas revolucionarios a partes iguales. Eran perseguidos y vilipendiados por las autoridades y al mismo tiempo elogiados por los circuitos alternativos del arte urbano. Su movimiento surgió en lossuburbios de medio mundo en los años 80 y muchos de esos pioneros aún siguen ‘ensuciando’ las calles con trazosimpactantes que, en algunos casos, han acabado protegidos por las mismasinstituciones queantaño leshacían salir corriendo. Con la perspectiva que aporta el paso del tiempo,mucha gente coincide en que, lejos de envilecer las ciudades, algunos de estos artistas han contribuido a enriquecerlas con su arte.
En el año 2005, cuando Zapatero presidía España, el Partido Popular popularizó el término “efecto llamada”. Con esta expresión quiso alertar de una posible avalancha de inmigrantes y el supuesto peligro de que arrasaran las vallas de Ceuta y Melilla, a consecuencia del proceso de regularización de ‘sin papeles’ anunciado por el Gobierno socialista. Como era previsible, la sangre no llegó al río pero nos quedó como herencia esta locución, que hoy nos viene como anillo al dedo para exponer uno de los fenómenos que azotan la isla.
Por fin ha concluido la campaña electoral, hemos ido a votar y en los telediarios tendrán cabida nuevas noticias, más allá de mítines, promesas electorales y rifirrafes dialécticos. Ahora toca aplicar antiséptico allá donde se clavaron los puñales para que las heridas cicatricen rápido, dejar que la diplomacia se abra camino y tomen cuerpo los imprescindibles pactos post electorales –término tabú antes de las urnas–.
En un primer momento alguien pudo pensar que ese cuerpo de élite de la Guardia Civil procedente de Mallorca, que se dejó caer por Ibiza para resolver el problema de los robos en casas aisladas, debe de estar compuesto por una cuadrilla de madelmans, con una inteligencia deductiva y un olfato que ni Colombo. En tan sólo cuatro días desembarcaron, supuestamente resolvieron y regresaron a casa tan ricamente, a la chita callando y a tiempo de celebrar el puente.
Hace una semana hablábamos de esa Ibiza mítica que se extingue, del tránsito actual por la superficialidad, la banalización de los valores pitiusos y las funestas consecuencias que conlleva este proceso de desnaturalización. Se trataba de una visión hacia fuera, relacionada con el cambio drástico de imagen que Ibiza proyecta como destino turístico al resto del mundo.
A grandes rasgos, podemos afirmar que a Ibiza llegan dos perfiles de turistas claramente diferenciados. Tenemos, por un lado, a ese viajero que oscila al vaivén de la moda, atraído por el petardeo internacional, las macrodiscotecas, el fenómeno ‘dj’, la juerga diurna en la playa y todo este pupurrí de lujo e irreverencia. En un análisis superficial, podríamos concluir que este grupo está conformado por una élite social perfectamente definida y acotada, capaz de abarrotar cuantos hoteles de cinco estrellas abran en la isla. Nada más lejos de la realidad. Los nuevos ricos que trasiegan champán y agua mineral a precio de oro comparten segmento con una horda de juerguistas europeos de toda ralea, capaces de ahorrar once meses y medio para pulírselo todo en una semana de desenfreno en la isla.
La semana pasada la Federación Hotelera de Ibiza y Formentera anunció la «desconexión» con la conselleria de Turismo del Govern, a consecuencia de la nueva ecotasa que el ejecutivo pretende implantar la temporada que viene. A mí esta idea de ´desconectar´ me parece que desborda originalidad. Deberíamos aplicarla todos juntos y proclamar a los cuatro vientos que desconectamos de todo aquello que nos disgusta.
De ser ciertas esas estadísticas policiales en perpetuo descenso que nos venden cada año como si fuéramos tontos, en Ibiza no es que hubiera poca delincuencia, es que los índices de criminalidad serían negativos. La población en conjunto habría alcanzado tal nirvana de bondad, que levitaríamos por la calle e iluminaríamos nuestro paso con un aura fosforescente. Podrían otorgarnos una beatificación colectiva o concedernos la declaración de ‘Ibiza Patrimonio Moral de la Humanidad’.
Siempre que viajo por el norte de España, o por Francia o Italia, no dejan de asombrarme esas villas inmaculadas donde cada cosa está en su sitio. Son lugares en los que existe una tradición estética que se ha ido transmitiendo durante generaciones y donde nadie se sale por la tangente. En esos pueblos y ciudades, si el acervo impone piedra, madera y teja, no encontraremos fachadas de colores. Y los balcones, en lugar de trastos y ropa tendida, exhiben macetas rebosantes de hortensias y geranios. Incluso comercios y sucursales se abstienen de instalar rótulos luminosos sobre los dinteles, para no agredir la armonía visual del conjunto. Aquel que se atreve a conculcar esa norma no solo es rechazado por la comunidad, sino que las instituciones le obligan a rectificar con contundencia y severidad. Cuentan, a su favor, con un marco normativo que garantiza la continuidad de este equilibrio estético.
En un mundo ideal, el Govern balear y las instituciones pitiusas desembolsarían 24 millones de euros sin pestañear y adquirirían S’Espalmador a sus actuales propietarios. Sortearíamos así el riesgo de padecer, en cuanto el islote cambiara de manos, un nuevo Tagomago con el correspondiente caudillo que erigiera, acotara y restringiera a su libre albedrío.
Buena parte de aquellos ibicencos que nacieron antes del ‘boom’ turístico y se criaron en el campo, aún son capaces de tejer, entre la niebla de la memoria, una vasta colección de recuerdos ligados a una vida que transitaba al ritmo de cosechas y estaciones. Días felices de vendimia, cuando se trajinaban del viñedo a la cuba aquellas cestas colmadas de racimos aromáticos y pegajosos, para ser estrujados y despalillados con una danza de pies descalzos. Los niños corrían felices y se atiborraban de mosto hasta que les dolía el estómago.
Un par de meses antes de las elecciones autonómicas, propuse que el entonces presidente del Govern balear, el popular José Ramón Bauzá, se deslizara sobre las aguas mansas de Talamanca, cual grácil sirena, para demostrar que la orilla de esta playa antaño paradisíaca se encontraba libre de deyecciones. Un gesto para la posteridad al estilo del chapuzón de Fraga Iribarne en Palomares, con la bermuda sobaquera, en los sesenta.
La playa de Trou Basseux, en Isla Tortuga, ha acogido estos días el ‘II Congreso Internacional de Piratas, Corsarios y Saqueadores del Caribe’. El evento ha contado con la presencia de algunos de los más destacados truhanes del vigente panorama filibustero y también ha atraído a gacetilleros, curiosos y colectivos indígenas locales. Entre todos han abogado por tender puentes que garanticen la convivencia entre bucaneros y nativos, que en los últimos tiempos ha sufrido un severo desgaste.
En Ibiza, en cuanto despunta el otoño y se convocan las closingparty, la historia siempre se repite. Vivimos nuestros particulares días de la marmota y contemplamos, impávidos tras tantos lustros de indolencia política, cómo los promotores de las grandes juergas pitiusas programan un desbocado final de temporada. Es el irónico broche a un verano en el que los incumplimientos han vuelto a ser sistemáticos. Actúan como si el dinero de los turistas del mundo se fuera a esfumar y hubiera que ordeñar la ubre ibicenca hasta la última gota, o como si dejarnos en paz unos meses les concediese el derecho a una última semana de anarquía.
En diciembre de 1987, 4.000 franceses en un extremo y 4.000 británicos al otro, emprendieron la titánica labor de excavar un túnel de 34 kilómetros de longitud que enlazara sus países bajo el Canal de La Mancha. Se iniciaba la obra submarina más ambiciosa de la historia de la humanidad, con una inversión de 15.000 millones de euros. Para hacerla realidad fue necesario establecer una colaboración estrecha y continuada entre las administraciones de dos países antagónicos, así como superar inundaciones imprevistas y toda clase de retos inesperados. Pese a todo, el Eurotúnel se inauguró el 6 de mayo de 1994, un año antes de que expirara el plazo previsto.
Cuesta mucho escribir sobre la “pesadilla” –como él mismo la define– vivida por Francisco Ribas, el policía local de Sant Josep recién liberado después de pasar casi tres años y medio en la cárcel. Xico de Can Curt, como se le conoce en el pueblo, fue acusado en 2012 del homicidio de la venezolana Karina Rosales, con la que convivía, y acaba de ser declarado no culpable por un jurado popular, donde ocho de sus nueve miembros han dictaminado a su favor.
La mejor metáfora de la situación que padecemos en Ibiza en relación a las infraestructuras sanitarias es el emisario de Talamanca, cuya sustitución, tras un incomprensible vaivén, ha vuelto a ser declarada de emergencia por el Consistorio de Vila. Esta tubería achacosa, carcomida como un queso gruyère, esparce aguas fecales sin depurar con inquebrantable regularidad, por muchas boyas y señalizaciones que se instalen. Los bañistas, al descubrir el origen de la materia flotante que el agua arrastra hasta la orilla, huyen espantados y el Ayuntamiento se ve obligado a cerrar la playa a cal y canto. El consecuente cabreo de vecinos y empresarios no puede ser más lógico, al igual que la deprimente sensación de contemplar cómo el apetecible rincón de antaño queda reducido a la condición de estercolero.
De entre la prensa pitiusa, el trabajo periodístico que más me ha impactado este verano lo leí aquí mismo, el 14 de agosto, bajo el título “Las hamacas toman las playas”. La periodista Marta Torres, con paciencia infinita, se dedicó a contar una a una las hamacas desplegadas en distintos arenales ibicencos –sólo en Platja d’en Bossa contó más de 3.000– y las comparó con las cifras oficiales de cada concesión.
Hace unos días, The New York Times, una de las cabeceras más prestigiosas del mundo, publicó un amplio artículo titulado “Menorca, el antídoto de Ibiza”. En sus párrafos, la pitiusa mayor era descrita como una isla desquiciada en comparación con su némesis, Menorca, “donde el aire está perfumado por el mar y los higos maduros, y donde no encontrará folletos de las discotecas atrapados en el limpiaparabrisas”.
Una de las noticias insólitas del verano pitiuso aconteció la semana pasada, al presentar su renuncia el jefe de la Policía Local de Sant Josep tras liberar a un vendedor ambulante detenido por agresión, decisión que casi le cuesta el puesto. Ocurrió a consecuencia del tumulto provocado por los compatriotas del infractor, a las puertas del cuartelillo. A partir de ahora, cuando nos pongan una multa de aparcamiento, podemos llamar al clan familiar para que amedrente al guardia de turno o directamente montamos el tenderete de mojitos en la playa que se nos antoje y mandamos a freír gárgaras a la autoridad que se persone, bajo amenaza de montar otro numerito frente a sus dependencias.
La semana pasada las redes sociales echaron humo en España a raíz de un tuit que lanzó un turista indignado tras pagar la cuenta en un conocido restaurante de la playa de lletes. Le endosaron 337,35 euros por un gallo de San Pedro al horno para dos, una ensalada y una botella de verdejo corriente. Al poco de difundir una foto del ticket de caja, junto con un escueto comentario que decía “Tourist trap (trampa para turistas). Sin palabras”, miles de personas ya estaban viralizando el mensaje con un rosario de comentarios descalificativos. El miércoles, la historia ocupó un lugar destacado en la portada de la edición digital de El País y también fue objeto de broma por parte del seminario satírico El Jueves.
Mientras la isla de Ibiza –y con mayor virulencia el municipio de Sant Josep–, atraviesa la peor crisis del agua que se recuerda, cientos de chalets de la costa y del interior continúan con un consumo desenfrenado que ninguna institución ha hecho amago de atajar en serio.
Muerte el perro de las prospecciones petrolíferas, se acabó la rabia. Dejamos de tener argumentos para inundar de protestas las redes sociales y salir a las calles a manifestarnos. La coyuntura no era para menos y lograr que se frenara semejante disparate, constituyó un éxito colectivo sin precedentes. Sin embargo, tengo la sensación de que muchos residentes aún seguimos con la vena reivindicativa palpitante.
De entre las iniciativas disparatadas e impúdicas que hemos escuchado en estos tiempos convulsos, la de la Asociación de Ocio de Ibiza se lleva la palma. Este colectivo de empresarios exige, nada más y nada menos, que las instituciones insulares impongan una moratoria que elimine de la faz pitiusa toda posibilidad de competencia foránea.
La semana pasada leí en este periódico una noticia que, parafraseando al humorista Joaquín Reyes, me dejó con el culo torcido. Ocupaba un espacio breve, acompañada de una fotografía, en la parte inferior de una página par; es decir, el rincón más irrelevante al que se puede condenar una noticia. Iba encabezada por el siguiente titular: ´Operación policial en Punta Galera´.
Tengo un amigo mecánico que se ocupa del mantenimiento de varias embarcaciones turísticas que operan en las Pitiusas. Aunque se pasa la mayor parte del tiempo en el mar, nunca habíamos detectado que tuviera una especial conciencia medioambiental. Sin embargo, de un tiempo a esta parte sólo habla de que el litoral de Ibiza y Formentera se está pudriendo y que además ocurre a una velocidad incontrolable.
Hace una semana, Ibiza volvió a protagonizar un programa televisivo en horario de máxima audiencia, tras la doble pesadilla pitiusa de Alberto Chicote y el especial del equipo de investigación de La Sexta sobre los party boats. El marco fue la final del concurso de cocina ´Masterchef´ (La 1), ya que un tercio del programa se rodó, casi a modo de publirreportaje, en un establecimiento de Platja d´en Bossa que se autodefine como «el más caro del mundo».
Uno de los grandes hitos artísticos y de la comunicación del siglo XXI es un producto televisivo de culto llamado The Wire. Esta serie de ficción, producida entre 2002 y 2008, transcurría en los barrios más degradados de Baltimore, una ciudad industrial próxima a Washington. No existe documental o relato que describa de una forma tan realista, minuciosa y sórdida la sombra de degradación que la droga proyecta sobre la sociedad de su entorno, a todos los niveles: sanitario, educativo, familiar, económico, estructural…
Entre la negociación de los pactos, el intercambio de pullas y las cuestiones espinosas que comienzan a dirimir los cargos electos, la política pitiusa anda más tensa que un cocinero churretoso durante una inspección de Chicote. Mientras el inefable chef vivía en la isla su pesadilla más hippie, las fuerzas pitiusas de izquierdas seguían tirándose los trastos a cuenta de los salarios de los consellers, aunque con mayor discreción. El tira y afloja ya comienza a adquirir proporciones bíblicas. Al margen de esta cuestión tan cansina, la semana nos deja un triunvirato de controversias de obligado análisis.
Una de las tareas urgentes que deberán afrontar los nuevos gobiernos municipales y el Consell será poner, de una vez por todas, orden en las playas. Visto el descaro de determinados organizadores de eventos y ciertos empresarios, que las consideran un coto privado, no queda otra que exigir el cumplimiento escrupuloso de la normativa y, si es necesario, su endurecimiento. Lo que haga falta para evitar abusos y tomaduras de pelo como la fiesta de Heineken en s’Estanyol de hace una semana o la boda privada que clausuró Cala Gracioneta hace quince días.
Estimados concejales y consellers electos:Esta negociación que se traen entre manos para ver quién gobierna las instituciones aún pendientes comienza a ser indigesta y un claro síntoma del atasco y la falta de diplomacia que tanto han recriminado al bando contrario durante el pim pam pum electoral. La gente, cuya voluntad muchos de ustedes pretenden representar en exclusiva, quiere dejar de escuchar tanta proclama ideológica –esto no es la ONU–, y ver cómo se ponen a trabajar ya mismo en los problemas reales que les afectan.
“En vez de maldecir el lugar en el que caíste, deberías buscar aquello que te hizo resbalar”. La cita es del escritor Paulo Coelho y me parece especialmente adecuada para ilustrar la debacle electoral y posterior rabieta de dos grandes perdedores en estas últimas elecciones: José Ramón Bauzá y Vicent Serra.
En cuanto arranca la temporada, el presidente de la Asociación de Empresarios de Salas de Fiestas y Discotecas de Balears suele desplazarse a Ibiza para ofrecernos su ya tradicional diatriba corporativista. Jesús Sánchez –así se llama el personaje–, prácticamente describe a este colectivo empresarial como una congregación de inocentes y desamparadas hermanitas de la caridad, que desempeñan una labor encomiable de la que se beneficia toda la sociedad pitiusa, mientras viven acosadas por una pandilla de gángsters llamados “beach club”.
Al atardecer de la última jornada, la concejala se asomó al mirador de la Catedral. Bajó la vista y contempló a los últimos ciudadanos arremolinados en torno a los puestos de especias y jabones, y junto a los cochinos desollados que aún se asaban enteros en el baluarte. Se llevó la punta del dedo índice a la boca, lo alzó para sentir el viento y esperó un instante a que de su interior, mágicamente, brotara la cifra: “120.000 personas”, se dijo.
Puestos a emprender proyectos faraónicos, mejor construir instalaciones sanitarias que aeropuertos sin aviones o estaciones del AVE donde no se apea un pasajero. Aún así, las cosas como son: el puente de Calatrava de la obra pública pitiusa es el nuevo Hospital de Can Misses, proyectado en tiempos de abundancia pero inaugurado con las vacas flacas, sin una plantilla adecuada a su espacio sobredimensionado.
Hace ya un par de semanas que los partidos políticos pitiusos se han lanzado sin frenos por la pendiente de las propuestas electorales. En función de si se dedican a emponzoñar lo ajeno o vanagloriar lo propio, nos venden una Ibiza apocalíptica o la tierra prometida. La contradicción radica en que, pese al constante chirimiri de imaginería populachera que nos va calando, hay asuntos de extrema trascendencia por los que se pasa de puntillas o directamente se ignoran. Una coyuntura que denota falta de estrategia y corta visión de conjunto. Que no duden los aspirantes que nos damos perfecta cuenta.
El programa Pesadilla en la Cocina, que emite La Sexta, dedicó su capítulo del pasado miércoles a tratar de enderezar un restaurante ibicenco llamado Le Terrazze. Allí, un italiano con poca sangre trataba de dirigir a una cuadrilla de elementos, que lo mismo se acusaban de envenenarse unos a otros que dirimían sus cuitas a mamporros, mientras los atónitos comensales contemplaban la escena desde la mesa.
Ocho periodistas gastronómicos de relevancia nacional, cuyos comentarios y recomendaciones siguen millones de personas, han pasado el fin de semana recorriendo los restaurantes de la isla y conociendo el producto local. Este encuentro, en el que he tenido la oportunidad de colaborar, ha surgido con motivo de las Gastro Jornadas de Ibiza, que impulsan el Consell Insular y la Pimeef, bajo la marca Sabors. Arrancaron ayer y, hasta el próximo 3 de mayo, permitirán disfrutar de menús especiales elaborados con materia prima de la isla en más de 50 establecimientos.
Algunos ya llevamos tiempo advirtiendo de las consecuencias de esta Ibiza de reservados y zonas VIP, donde millonarios desatados, meretrices de cinco dígitos y blanqueadores de capital pululan a sus anchas. Desde hace unas pocas temporadas, aterrizan hordas de turistas dispuestos a derrochar cantidades astronómicas en comer, beber, pernoctar, narcotizarse y acostarse con gente. El mundo padece una inagotable sed de Ibiza, lo que redunda en unos beneficios económicos impresionantes para la isla. En paralelo, provoca graves desajustes sociales que nuestras instituciones –las únicas capacitadas para regular y equilibrar la situación–, parecen ignorar por completo.
El 26 de marzo de 2014 –acaba de hacer un año–, el Consell Insular presentó uno de los proyectos más ambiciosos e impactantes de la legislatura: el Plan Especial de Protección de Ses Feixes, que afectaba a una extensión de terreno de 80 hectáreas e incorporaba la zona próxima a Jesús. Su objetivo, devolver a la vida a esta red única de canales, acequias y compuertas, de origen musulmán, que antaño configuraba un paisaje inédito, con pequeñas parcelas de cultivo que ejercieron como despensa de la ciudad hasta mediados del siglo pasado.
Muchos de ustedes se acordarán del incidente de Palomares, en 1966, y del famoso baño de Manuel Fraga, entonces ministro de Información y Turismo, con las bermudas sobaqueras. Cuatro bombas termonucleares se precipitaron sobre la costa de Almería, tras la colisión aérea de un bombardero y un avión cisterna del ejército norteamericano. Aquel chapuzón surrealista sirvió para demostrar la inexistencia de radioactividad en la zona –que luego se demostró falsa–, y la ausencia de peligro para los bañistas. Aunque aún no había nacido, recuerdo la escena porque constituye una de las imágenes icónicas de la España yé-yé y nos la han proyectado hasta la saciedad.
La ecotasa vuelve a estar de actualidad y los partidos andan barruntando si la incluyen en sus programas electorales. Ante esta posibilidad, algunos empresarios del sector han decidido ponerse la venda antes de tener la herida y han iniciado una campaña en contra de su posible aplicación. Su principal argumento es que un impuesto de estas características supondría un lastre insalvable para nuestra competitividad como destino turístico. En las Pitiüses, el más beligerante es el exministro Abel Matutes, que asegura que aplicar una ecotasa sería como pegarnos tiros en los pies, al tiempo que rememora los precedentes de la experiencia de 2002, que, a su juicio, provocó una crisis que duró casi un lustro.
Entiendo que existan promotores carentes de escrúpulos, dispuestos a sacrificar los últimos tramos de costa virgen, a cambio de obtener pingües beneficios. Tampoco me sorprende que les traiga al pairo la voluntad común de los ibicencos que –de forma mayoritaria, estoy convencido–, no es otra que preservar los paisajes auténticos que nos quedan porque, entre otras razones, vivimos de ello. No hablamos de que un residente construya una casa para su hijo en un terreno familiar, sino de especulación pura y dura: grandes urbanizaciones promovidas por potentados locales o foráneos, a quienes el dinero les sale por las orejas. Comprendo la codicia porque es intrínseca a la naturaleza humana.
El candidato popular a la alcaldía de Sant Antoni, José Sala, debe de andar tocando las castañuelas. Las elecciones se le han puesto más cuesta arriba tras la última metedura de pata consistorial, que en esta ocasión afecta al entorno rural del municipio: el principal y más estable caladero de votos del PP. A dos meses de los comicios, la alcaldesa, Pepita Gutiérrez, y el concejal de Urbanismo, José Torres, han puesto en pie de guerra a los vecinos de Santa Agnès y su monumental cabreo se ha ido extendiendo a otras localidades, como Sant Mateu, Sant Rafel y Buscastell. El patinazo coincide con la publicación del nuevo catálogo de patrimonio histórico, una chapuza que pasará a los anales de la burocracia pitiusa por dejar al descubierto la intimidad de los vecinos, exponer datos privados e incluir comentarios ofensivos.
En ocasiones parece que los ibicencos experimentamos el mismo asedio que la aldea de Astérix, aunque sin poción mágica con la que arrasar de vez en cuando a unas cuantas legiones romanas. Desde hace un lustro, la isla irradia idéntico magnetismo que la California de mediados del siglo XIX –la de la fiebre del oro–. Somos la tierra prometida, un lunar incandescente en el mapamundi que escrutan multinacionales, fondos de inversión,especuladores y tiburones de toda ralea.
Hasta hace unos días no había tenido ocasión de verlo. Tampoco lo esperaba. Conducía con la mente en blanco y, de pronto, me lo encontré ahí plantado, en mitad de una cuesta, colosal, aún más grande que una iglesia, un auditorio o un polideportivo. Verlo me provocó asombro, indignación y tristeza; todo a la vez.
La crónica del tira y afloja que han mantenido estos días las partes involucradas en la remodelación del puerto de Eivissa parece puro esperpento. A tenor de lo que se publica, podríamos deducir que la Autoridad Portuaria Balear (APB) es un ente extraterrestre que hace y deshace a su antojo, sin tener que rendir cuentas ante una jerarquía superior. Me parece pertinente subrayar que estamos ante una institución pública que depende del Ministerio de Fomento y, por tanto, subordinada a la autoridad política. El presidente de la APB, Alberto Pons, anda echando un pulso permanente a las autoridades pitiusas, a cuenta de la dichosa remodelación. Se trata de una obra tremendamente sensible, que afecta a la fachada marítima de la ciudad y, por extensión, a los barrios marineros y las murallas, Patrimonio de la Humanidad.
No conozco a Catalina Guasch Ferrer, la hostelera ibicenca a la que el pasado 29 de enero le fue concedida en Madrid la Medalla de Plata al Mérito del Trabajo. Lleva la friolera de 63 años cotizando a la Seguridad Social y es la mujer con la vida laboral más larga de España. Aunque no la conozco, es como si fuera de la familia. Catalina, que tiene 78 años y sigue ocupándose a diario de su casa de huéspedes de la calle Historiador José Clapés de Vila, viajó a recoger el galardón a regañadientes. La acompañó buena parte de su descendencia, incluidas dos hijas, una nieta y una bisnieta. En el momento de recibir la medalla de manos de la ministra de Empleo y Seguridad Social, Fátima Báñez, cuatro generaciones de féminas de la familia Guasch estaban representadas.
Formentera, una vez más, ha tomado la delantera. Mientras que en la pitiusa mayor cada uno arrima el ascua a su sardina y la planificación a futuro es mínima, por no decir imperceptible, en la menor se alcanzan acuerdos estratégicos con un amplio consenso social, pese a que afecten a materias tan sensibles como el modelo turístico o el de convivencia. Tanto políticos de diferentes colores –PP incluido– como el sector empresarial de la isla declaran, sin ambages, que Formentera ha tocado techo en temporada alta y que hay que implementar medidas para reducir la presión y limitar el crecimiento a otras épocas del año.
Que uno de los canales en abierto y de mayor audiencia de Gran Bretaña emita un documental sobre orgías multitudinarias de alto standing en pleno campo de Ibiza no constituye ninguna sorpresa. Sabemos que un porcentaje creciente de nuestra troupe turística –el mismo que derrocha cantidades embarazosas de dinero en beach clubs y privados de discotecas–, exige pasatiempos originales, refinados y clandestinos, en las antípodas de la socorrida demanda de ocio que reclama el turismo familiar.
Que la exalcaldesa de Ibiza Marienna Sánchez Jáuregui, declare que siempre actuó «de buena fe y pensando en el interés general de los ciudadanos y ciudadanas de Vila», en relación al sobreseimiento del caso de la publicidad institucional en el que estaba imputada, constituye un insulto a la inteligencia. Toma por imbéciles a las personas que depositaron su confianza y su voto en las siglas que ella representaba, y a los ibicencos en general.
En el transcurso de una sobremesa navideña, un familiar en paro, con cuenta corriente en una de las cajas de ahorros rescatadas por el Gobierno, nos relataba la última desfachatez perpetrada por su sucursal. Mientras disponía de nómina, el banco cubría sin coste los pequeños y ocasionales descubiertos de su cuenta. El mes pasado, sin embargo, se quedó en números rojos y la entidad, sin previo aviso, cargó una elevada comisión en cuanto hubo saldo. Al pedir explicaciones al director de la oficina, éste argumentó que los desempleados pierden la cobertura habitual y, en consecuencia, se les aplica un cobro fijo en cuanto se produce esta circunstancia. En su caso, 35 euros por un desfase de 80 durante una semana.
En estas fechas de bonhomía, deseos positivos y mensajes de esperanza, lo acorde al protocolo sería escribir a los Reyes Magos y encargarles un cofre rebosante de inspiración y coherencia para nuestros representantes políticos. Es posible que así no tuviésemos que verlos tan a menudo empeñando en vano su palabra o contradiciéndose sin rubor.
Salvo aquella disparatada guerra de precios iniciada en la década de los 90 por Flebasa y Trasmapi –las navieras que entonces enlazaban Ibiza y Formentera–, y las periódicas pullas entre los propietarios de discotecas, la batalla empresarial más encarnizada de la historia pitiusa reciente ha tenido como protagonistas a la empresa de transporte H.F. Vilás y la sociedad gestora de la estación Cetis, controlada por la compañía catalana Sagalés.
Múltiples voces pitiusas vienen reclamando con insistencia una solución urgente para el desastre de Talamanca. Hace justo una semana, desde esta columna, defendíamos que este tramo de costa, cerrado a los bañistas, requería la proclamación de «zona catastrófica» para así sortear el laberinto burocrático que normalmente implicaría la sustitución del emisario. Esta canalización, según se deduce de los informes técnicos más recientes, tiene el aspecto de un queso gruyere pese a los parches que se le van aplicando. Dos días después, los grupos del Consistorio de Ibiza acordaron unánimemente exigir al Govern la declaración de «emergencia», para renovar la instalación de forma inmediata y así evitar bochornos y pestilencias de cara a la próxima temporada.
En Ibiza, en tiempos de mis abuelos, la palabra era ley. Bastaba un apretón de manos para traspasar propiedades sin la intervención de notarios ni escrituras, y cuando surgía un conflicto, se acudía al home bo, ese ciudadano honesto y ejemplar que dirimía las cuitas vecinales con templanza y equidad. La siguiente generación, la de nuestros padres, ha tenido que navegar entre la candidez costumbrista de sus antepasados y la desconfianza impuesta por la realidad de los nuevos tiempos y el fenómeno de la globalización, que en Ibiza catamos más temprano que en otras latitudes.
Cuando las riadas anegan cosechas, las tormentas hunden puentes y los petroleros naufragan, lo primero que hacen las administraciones afectadas es presentar la declaración de “zona catastrófica”. Una vez se alcanza este estadio, la maquinaria se pone en marcha para devolver el territorio a su estado original en el menor tiempo posible. Como por arte de magia, las actuaciones necesarias sobrevuelan el tedioso lastre de la burocracia, aparecen recursos de debajo de las piedras y, en un tiempo récord, se desescombra, limpia y reconstruye.
Sería poco más tarde de medianoche cuando, a finales del pasado verano, al abandonar las fiestas de Sant Agustí, me encontré con un control de de la Guardia Civil de Tráfico a la salida del pueblo. Desconozco si los agentes ponían a los conductores a soplar por el alcoholímetro, se limitaban a revisar los papeles del coche o ambas cosas, porque cuando ya me disponía estacionar me ordenaron que siguiera mi camino.
Instituciones y gobernantes llevan quince años presumiendo de nuestra condición de archipiélago Patrimonio de la Humanidad. El catálogo de bienes protegidos –las murallas renacentistas, la necrópolis de Puig des Molins, la posidonia oceánica y el poblado fenicio de Sa Caleta–, constituyen motivo de orgullo y también un reclamo turístico que, bien gestionado, debería permitirnos diversificar la oferta y aspirar a nuevos nichos de mercado que redujeran la estacionalidad. Este objetivo, lógicamente, debería ir acompañado de otras medidas imprescindibles, como un incremento sustancial de vuelos de bajo coste y el establecimiento de una oferta complementaria suficiente para la temporada baja; aunque esa es otra guerra.
Cada cuatro años sucede lo mismo. En cuanto se atisban comicios en el horizonte, las instituciones se transforman en factorías de humo y sus gobernantes se ponen a comerciar con la futilidad como única moneda de cambio. Un ejército de mentes enfocadas a este fin estéril rema sin descanso. Engrosan sus filas cargos de confianza, asesores técnicos, consultores externos, estrategas de partido y funcionarios a las órdenes de todos ellos. Leer más →
En la policía y la Guardia Civil de Ibiza, como en cualquier otro gremio, hay unas cuantas manzanas podridas. Agentes que, en lugar de velar por la seguridad y el bienestar de los ciudadanos, se dedican a robar, traficar con drogas, ofrecer servicios privados de seguridad a delincuentes, amedrentar a sus competidores, pluriemplearse en negocios nocturnos y sobornar a ciertos empresarios que actúan al margen de la ley o en la frontera difusa de sus límites.
Los empresarios de Magaluf, esa localidad mallorquina de turismo de borrachera que compite con Sant Antoni por la corona del cutrerío, andan agobiados porque dos importantes touroperadores han decido extirpar de sus catálogos, como un tumor maligno, a los hoteles del lugar. La decisión, según aclaran los mayoristas, obedece a la mala prensa que últimamente envuelve esta zona de Calvià, al hilo de esas reprobables actividades acabadas en “ing”, como el ‘balconing’ o el ‘mamading’. El portavoz de la Asociación Hotelera de Palmanova y Magaluf, visiblemente preocupado, ha manifestado además que varios agentes de viajes españoles meditan seguir el mismo camino.
De entre los 86 consejeros y ejecutivos que tuvieron en sus manos una tarjeta ‘black’ de Caja de Madrid, hay tres héroes que han pasado desapercibidos y que realmente son dignos de admiración. La inmensa mayoría utilizaron esta suerte de lámpara de Aladino para derrochar cantidades astronómicas de dinero en juergas, lencería fina, masajes con final feliz y vacaciones de lujo –también en Ibiza–. Así, dilapidaron más de 15 millones de euros, que nunca incluyeron en sus declaraciones de la renta. El término “casta”, popularizado por la gente de Podemos y que en cierta medida chirría, sí parece concebido para definir a esta ristra de sinvergüenzas. Leer más →
Desde que tengo uso de razón, y ya he sobrepasado los cuarenta, oigo hablar de combatir la estacionalidad turística y encontrar recetas para alargar la temporada. Los sucesivos programas electorales, de todos los colores, han dedicado abundante literatura al fenómeno y han aportado un amplio repertorio de soluciones, que hasta el momento no han cristalizado en resultados significativos. Hemos inventado slow breaks, logrado la declaración de Patrimonio de la Humanidad, erigido un infrautilizado Palacio de Congresos y organizado toda suerte de actividades deportivas, jornadas gastronómicas y eventos culturales. Sin embargo, ninguna de estas iniciativas ha contribuido a insuflar verdadera alegría a las pobres estadísticas de la temporada baja.
Ahora que descubrimos que el inefable Matthias Kühn ha perpetrado una estrategia más ambiciosa en su cruzada colonizadora del islote de Tagomago, me viene a la memoria aquella idea extravagante del ex ministro Abel Matutes de hacer una encuesta ciudadana para que los pitiusos apoyen o rechacen sus proyectos empresariales. Al igual que Matutes en Sa Conillera, Kühn tiene la intención de sumar un hotelito de lujo al chiringuito vip y a la mansión que ya tiene en el islote. Se ubicaría en el faro, que es de titularidad pública.
Resulta especialmente grotesco enterarnos de que los anhelados y prometidos 74 millones de euros de los Presupuestos Generales del Estado –esos mismos que iban a solucionar el grave déficit de infraestructuras hídricas de Ibiza–, vuelan otro lugar, en el preciso instante en que ese montón de chatarra llamado “depuradora de Vila” anda vertiendo torrentes de mierda a la playa de Talamanca.
La semana pasada, el Ayuntamiento de Santa Eulària abrió expediente sancionador a una empresa que, sin autorización ni vergüenza, cerró el pasado día 20 la playa de S’Estanyol para que el cantante James Blunt celebrara su boda. Los bañistas presentes se vieron obligados a abandonar la cala en el instante en que una cuadrilla de operarios, a su vera y sin contemplaciones, inició el montaje del banquete. Éste incluía la instalación de mesas y sillas para 150 comensales y una tienda de campaña que ejercía funciones de almacén, todo distribuido a lo largo y ancho de la orilla.
A escala internacional, resulta fácil ponerle rostro al narcotráfico. En febrero pasado, por ejemplo, la DEA y la policía mexicana dieron caza a Joaquín ‘El Chapo’ Guzmán, líder del cartel de Sinaloa. Había amasado una fortuna de 1.000 millones de dólares, la mayor vinculada al contrabando de drogas, y la revista Forbes le situaba entre los hombres más poderosos del mundo. Y quién puede olvidar al más famoso de todos los narcos, el colombiano Pablo Escobar, o a los clanes españoles con mayor repercusión mediática, como los gallegos Oubiña, Charlín y Miñanco, o el de ‘La Paca’, en Mallorca.
Cada temporada, en Ibiza desembarcan y pasan de mano cantidades industriales de éxtasis, cocaína y otras sustancias ilegales. Algunas de ellas incluso son experimentales e irrumpen en el mercado pitiuso con exclusividad, para luego exportarse a otras latitudes. Desconocemos cifras exactas, pero sabemos que la droga que en verano circula por Ibiza no se mide en kilos sino en toneladas. Llevamos prácticamente medio siglo conviviendo con el narcotráfico y, proporcionalmente, somos uno de los destinos de mayor consumo en el mundo. Sin embargo, aquí seguimos sin poner cara a nuestros grandes traficantes de drogas.
Mientras nuestros políticos andan enfrascados en solucionar conflictos que ellos mismos han creado –el disparate del Cetis o el derribo de mansiones en parajes protegidos que nunca deberían haber visto la luz, pongamos por caso–, hay problemas acuciantes que se abandonan al capricho del destino. Un día, cuando ya no tengan remedio, nos estallarán en la cara. Esta última semana hemos puesto cifras a dos de ellos y, aún así, no parecen haber suscitado reacción alguna.
Las antiguas canciones ibicencas, esas que la tradición oral ha ido transmitiendo de generación en generación, relatan que los piratas norteafricanos tenían la costumbre de desembarcar en nuestra costa para esclavizar a las doncellas y arramplar con cualquier cosa que despertara su codicia. Hoy, las muchachas ibicencas, a este respecto, ya se encuentran a salvo, aunque los bucaneros siguen frecuentándonos con regularidad. Un buen número de ellos campa a sus anchas por la isla, camuflados bajo empresas y negocios, y el resto viene de vacaciones.
Un amigo conducía por la zona de Can Sifre cuando su hijo, de seis años, le hizo la siguiente pregunta: “Papá, ¿por qué ese señor vestido de superhéroe enseña el culo?”. El instinto paternal hizo que detuviera el vehículo en seco, provocando un aluvión de bocinazos en la retaguardia. Oteó a ambos lados de la calle en busca de un exhibicionista con capa y botines, hasta que por fin descubrió la imagen que había captado el interés del niño. Procedía de la valla publicitaria de una discoteca y en ella aparecía un hombre con maillot y máscara típicos de la lucha libre mexicana, aunque su indumentaria aparecía recortada dejando los glúteos al aire.
En Eivissa todas las semanas ocurre algo que nos recuerda que la época de los atropellos urbanísticos y medioambientales sigue plenamente vigente. Estos días en que los vecinos de la cantera de Ses Planes se ven obligados a remover cielo y tierra para impedir que se perpetre un nuevo atentado ecológico de graves proporciones, me acuerdo de una foto. Fue tomada en Mallorca, durante una fiesta, y en ella posaban sonrientes el presidente Bauzá, el empresario Matthias Kühn, la vedette Norma Duval y el conseller de Turismo. Se publicó el 26 de julio, semanas después de que la Comisión balear de Medio Ambiente diera luz verde al atropello ecológico perpetrado por el alemán en el islote de Tagomago, contra el criterio de las instituciones de la isla.
Reconozcámoslo. Ibiza se ha convertido en un imán ineludible para los caraduras y buscavidas que hacen el agosto pasándose por el arco del triunfo toda reglamentación y las más elementales normas de convivencia. Los piratas del siglo XXI campan a sus anchas por la isla y fabrican dinero a espuertas con sus actividades ilegales, con total impunidad y riéndose en la cara de las autoridades.
Ibiza, sin sus playas, no sería mejor destino turístico que Albacete. Por muchas discotecas, beach club, puertos deportivos, restaurantes y bares de copas que tengamos, sin la imagen paradisíaca de nuestras calas, con su arena limpia y sus aguas cristalinas, por aquí no aterrizarían ni los despistados. Por eso, resulta tan inexplicable y contradictoria la dejadez por parte de las instituciones pitiusas respecto a las playas, cuanto éstas constituyen nuestra mayor fuente de riqueza y están sometidas a todo tipo de abusos y sobreexplotación.
Sant Antoni vive esta temporada sus horas más bajas. La errática política turística del equipo de gobierno municipal, el desaguisado de los folletos, el fracaso de los denominados agentes cívicos –la mitad expulsados por consumo de drogas o por tener antecedentes penales–, el incumplimiento sistemático de los horarios, la nula eficacia en el control del tráfico de drogas, la prostitución callejera y las actitudes gamberras de la jauría de británicos que cada noche arrasa las calles… La imagen de este destino turístico, ya de por sí frágil, ha caído en picado y lo cierto es que hoy competimos con Magaluf por la corona del cutrerío y la sordidez. Y lo que ocurre en Sant Antoni acaba afectando a toda Eivissa.
Sigo sin dar crédito. En medio de la tormenta política perfecta, con olas gigantescas y remolinos azotando sin piedad el casco de la nave del PP de Eivissa, el presidente del Consell se permitió decir por dos veces que se había actuado “de manera rápida y eficiente”. Los políticos, a los ciudadanos, siguen considerándonos imbéciles.
¿Qué pensamientos ocuparán estos días la mente de esos vecinos de Sa Penya, que cada día amanecen con las calles repletas de basura, las paredes pintarrajeadas y las tapas de las alcantarillas ausentes, mientras observan al Ayuntamiento que debería velar por su bienestar derrumbarse como un castillo de naipes? ¿Cuán amargo les resultará descubrir la catadura moral de sus gestores políticos, que se han pasado la legislatura confabulando contra sí mismos, humillándose y zancadilleándose con las peores artes, mientras en el barrio turistas, ancianos y vehículos son apedreados con total impunidad y los desalojos dictados por los juzgados se paralizan por desidia municipal?
En esta isla del lujo y el desenfreno, donde veranear cuesta más caro que en la mayor parte de Europa, a menudo tratamos a nuestros huéspedes como ganado. Tenemos un aeropuerto recién ampliado, con pasarelas climatizadas que facilitan el acceso al interior de las aeronaves sin sofocos, un notable surtido de tiendas de toda ralea y hasta una discoteca con carta de sushi. La atención al pasajero, sin embargo, es más chapucera que nunca y, en estos días intensos en que se baten récords de transeúntes, hasta puede resultar insoportable.
En tiempos romanos, se decía que Eivissa era una isla bendecida por el dios egipcio Bes y que su tierra fértil estaba dotada de misteriosas propiedades, capaces de repeler serpientes, escorpiones y demás criaturas ponzoñosas. El naturalista Plinio lo dejó por escrito en el siglo I. A partir de entonces, según cuenta la leyenda, nobles y centuriones exigían la importación de tierra ibicenca para rodear con ella las tiendas de campaña durante las expediciones y así ahuyentar reptiles y otros animales venenosos.
Siguiendo la estela de la insólita política marketiniana del Ayuntamiento de Sant Antoni, deberíamos repartir folletos alertando a los turistas sobre el riesgo de pasear por Sa Penya y que te tiren piedras o te roben la cámara o acerca de los chiringuitos donde sirven paellas precocinadas de alto riesgo; actividades ambas “que te pueden costar la vida”. También podríamos producir una línea de flyers con las playas con mancha verde y presencia habitual de medusas y una selección de rankings en el portal oficial de información turística, con los entornos más ruidosos y sucios, los hoteles más desagradables, los monumentos más descuidados y los souvenirs más horteras.
Me pareció genial leer en una entrevista publicada por Diario de Ibiza el jueves pasado que a la alcaldesa de Vila, Pilar Marí, “le hace ilusión” asumir las áreas de Obras, Jardines y Mantenimiento Urbano, “porque son muy próximas a los ciudadanos y reconozco que me encantan”. Son palabras frescas, primaverales, cargadas de bonhomía e inocencia, propias de quien gobierna Los mundos de Yupi o Barrio Sésamo, dando saltitos, en lugar de la imprevisible comuna circense en que se ha convertido Can Botino esta legislatura.
Para que Eivissa salga en el Telediario tienen que incendiarse los bosques de Es Cubells o arrojarse por el balcón media docena de turistas. El jueves pasado fuimos noticia a escala nacional porque el Govern balear, ese mismo que se niega a impedir la construcción de ‘beach club’ en islotes protegidos, ha anunciado la puesta en marcha de una campaña de inspecciones a las lanchas y catamaranes que pululan por nuestra costa y se dedican al negocio de las ‘party boat’. Capitanía Marítima abordará de manera aleatoria estas lanchas y catamaranes para comprobar que no se incumple el aforo máximo permitido y la Guardia Civil hará lo propio cuando haya quejas por ruido o suciedad.
Dudo que ninguno de los compañeros de Última Hora Ibiza, hoy, en la soledad de sus hogares, superada la tensión de cerrar el último ejemplar del periódico tras 18 años ininterrumpidos, ya sin el traqueteo arrítmico de las manos aporreando teclados, ausente el eco de las conversaciones telefónicas donde las noticias cobran vida y se enriquecen de detalles, sea capaz de sentir como suya aquella máxima de Gabriel García Márquez: “Ser periodista es el mejor oficio del mundo”.
Era cuestión de tiempo que alguno de los chef más mediáticos de nuestro país acabaran desembarcando en la isla, atraídos por el aroma dulzón del dinero que derrochan nuestros turistas millonarios en ‘beach club’ y discotecas. Hasta ahora, esta caterva de huéspedes pudientes quemaba billetes a la velocidad del rayo adquiriendo botellas de champán, alquilando lanchas lujosas o pernoctando en las mejores villas. Sin embargo, gastar al mismo ritmo comiendo constituía un reto más dificultoso, incluso aunque fuera a base de langosta, ‘espardenyes’ y gamba roja, los productos vip de esta tierra desde un punto de vista gastronómico.
Leo la prensa pitiusa y no salgo de mi asombro. En los juzgados de Eivissa se acumulan los expedientes relativos a la actuación del promotor alemán Matthias Kühn en Tagomago. Los papeles relatan que se han sacrificado nidos de especies en peligro de extinción para que los pájaros no molesten a los huéspedes, que la vivienda se ha ampliado y reformado de manera ilegal, que se han talado multitud de sabinas, que se ha extraído un importante volumen de tierras sin permiso y que se han realizado obras en el puerto del islote, entre otras lindezas.
Algunos recordarán la encendida polémica que, hace ahora diez años, generó Coca Cola al distribuir en el Reino Unido botellas de “agua natural pura”, que en realidad era del grifo. El medio litro de ‘Dasani’, su marca secundaria, se vendía por 1,40 euros, pese a que la empresa municipal de agua londinense les cobraba únicamente 0,004 euros por idéntica cantidad. La multinacional justificó el margen en un proceso de depuración que, según adujo, era idéntico al que usa la NASA en sus naves espaciales. Pese a que Coca Cola invirtió 10 millones de euros en una campaña para lavar su imagen, este timo ‘legal’ provocó una oleada de indignación entre los consumidores.
Unos días antes de las navidades pasadas, nuestro presidente del Govern viajó a Eivissa para participar en la convención del PP insular, que se celebró en el hipódromo de Sant Rafel. Durante el encuentro, José Ramón Bauzá quiso adelantarse a los Reyes Magos y obsequió a los ibicencos con una llamativa promesa. El boticario de Marratxí reconoció la tradicional indiferencia de Mallorca respecto a las Pitiüses y, con emoción contenida, prometió que, mientras él ocupara el trono, nuestras necesidades y demandas serían atendidas. Incluso llegó más lejos y nos abrió simbólicamente las puertas de su casa, porque los mallorquines e ibicencos “somos parientes”.
Aún sigo asombrado: 1 de cada 10 de los pitiusos que este domingo fueron a votar, lo hicieron por un partido inédito y absolutamente desconocido para buena parte del 90% restante. Ante este giro insólito del arco político local, surgen dos preguntas clave que por ahora no tienen respuesta: ¿qué número de votos habría obtenido esta nueva formación llamada ‘Podemos’ de haber disfrutado de un mayor protagonismo en los medios? ¿Cuántos de quienes se abstuvieron harían hoy lo mismo de haber conocido su existencia?
Antaño, la Conchinchina era un punto geográfico popular e indefinido, que por aproximación se localizaba en el quinto pino o donde Cristo perdió el gorro; es decir, tremendamente lejos. La expresión, en realidad, procede del topónimo francés Cochinchine, región situada en el Delta del Mekong, en la zona meridional de Vietnam. O sea, las Antípodas. El apunte geodésico viene al caso porque, cuando era niño, desplazarse a la ciudad resultaba, para mi abuela y las mujeres de su generación, lo mismo que viajar a la Conchinchina. Y eso que de Sant Josep a Eivissa sólo distan 15 kilómetros; ni medio rosario, pero psicológicamente seguían en la era del carro.
Imagina que conduces por una carretera de Eivissa. De pronto, observas una higuera a rebosar. Plantas el coche en mitad de la calzada, de cualquier manera, y te decides a disfrutar del ‘regalo’ que te ofrece la madre naturaleza y la labor del campesino. Cuando aún te estás relamiendo, aparece la Guardia Civil de tráfico. Te cierran el paso con su motocicleta, te piden los papeles y te anuncian una multa por estacionamiento indebido. No llevas la documentación encima, así que mientras el agente rellena el impreso, le dices que se haga un avioncito con tu copia de la denuncia o cualquier otra cosa que surja de su imaginación. Pones el motor en marcha, haces oídos sordos a las órdenes de alto, te llevas su moto por delante y sales de allí quemando neumáticos.
Cuando mi abuelo tenía cincuenta años, se voló el brazo derecho pescando con dinamita. Se llamaba Pep Marí, era de Can Botja d’en Serra (Sant Josep) y media isla conocía sus andanzas. Su popularidad obedecía a que se pasaba la vida recorriendo los caminos de Eivissa, con un pequeño camión que se arrancaba a manivela; el tercero que pisó la isla. Cuando sufrió el accidente, fue capaz de andar desde la playa de Sa Caleta hasta la carretera de Eivissa, donde le recogió un coche que le trasladó a la Clínica Villangómez.
Quienes nos criamos en Eivissa y ahora rozamos los cuarenta, ya sea por arriba o por abajo, tuvimos que afrontar el mismo dilema al llegar a la adolescencia: seguir estudiando o ponernos a trabajar en un hotel o restaurante. La disyuntiva era tremenda y cada verano que transcurría, algún amigo acababa abandonando el colegio o el instituto. Se les veía felices de afrontar esa responsabilidad y no solían quejarse por las maratonianas jornadas de trabajo. Notabas que se hacían hombres más rápido, que la barba les crecía más fuerte, que cabalgaban a lomos del mejor ciclomotor que ofrecía el mercado y que manejaban billetes como antes cromos de fútbol. De un día para otro, dejaban de volver a casa con las rodillas peladas del recreo para convertirse en adultos.
Los vecinos de Talamanca andan inquietos porque el Ayuntamiento de Eivissa y la Demarcación de Costas se han puesto a jugar al tenis con la renovación de la concesión de hamacas de esta temporada. Afirman que la demora, que como mínimo va a prolongarse durante un mes, provoca una merma en los servicios que ofrece la playa y un perjuicio para los primeros turistas que acudan a ella.
Durante años, las autoridades responsables de promocionar Eivissa como destino turístico, así como empresarios del sector e ibicencos en general, hemos observado con honda preocupación cómo numerosos medios de comunicación de todo el mundo han vilipendiado la imagen de la isla, ofreciendo una visión sesgada y sensacionalista. En multitud de reportajes gráficos, documentales y crónicas radiofónicas, Eivissa ha sido descrita exclusivamente como el paraíso de la fiesta sin fin, los excesos, las drogas y el sexo.
¿Cabe mayor cinismo que desviar el debate político a una polémica estéril, imposible de solucionar, y que además navega por los procelosos mares de la demagogia populachera? La ocurrencia del presidente del Govern balear, José Ramón Bauzá, de recortar en 16 diputados la plantilla del Parlament y, en paralelo, eliminar los sueldos de los 43 aforados restantes, sustituyéndolos por dietas inferiores, constituye un gesto inútil, de cara a la galería. Sin embargo, al mismo tiempo, representa un quiebro habilidoso para posicionarse del lado de una mayoría ciudadana harta de los privilegios y corruptelas de una parte de la casta gobernante. Especialmente cuando pertenecen a instituciones superiores a los ayuntamientos y consells, cuya labor resulta más lejana e imperceptible, como es el caso del Parlament.
Esa popular frase que antaño pronunciaban las madres y que aseguraba que “lo barato sale caro”, contiene altas dosis de experiencia y no poca sabiduría. El equipo de Gobierno de Sant Antoni ha tenido ocasión de constatarlo reiteradamente, desde que partió peras con la editorial leonesa que editaba sus programas de fiestas y que se caracteriza por una política comercial tan expeditiva que parece surgida de Los Soprano.
Uno de los defectos más funestos de nuestra tradición democrática es el rechazo sistemático y la consecuente dejadez que se aplica a las iniciativas impulsadas por gobiernos anteriores, una vez que éstas son “heredadas” por los nuevos equipos. Una actitud egoísta y reprobable, que aún se vuelve más visceral cuando además de las caras cambian los colores políticos.
A veces, en Eivissa, podemos tener un potencial enorme frente a nosotros y somos incapaces de verlo. Un buen ejemplo, turísticamente hablando, es la extraordinaria calidad de nuestra gastronomía y lo poco que, en general, la reverenciamos de puertas para afuera. Trasladémonos por un momento a Segovia, provincia que todos los años recibe a miles de viajeros impulsados por la necesidad de comerse un cochinillo. O hablemos de La Rioja y sus rutas del vino, el marisco de las Rias Baixas, las ferias de quesos de Asturias o el lechazo de Burgos.
El déficit presupuestario y los recortes generalizados nos han abocado estos últimos años a una reducción drástica de la actividad en ayuntamientos y otras administraciones públicas. Sin embargo, el número de representantes políticos viene a ser más o menos el mismo. Por tanto, deberíamos poder deducir que a cada actuación se le dedica más tiempo; que más cabezas pensantes concentran sus neuronas en las imprescindibles tareas de planificación.
Hay que afirmar con rotundidad que el pasado sábado a los vecinos de Es Cubells y Sa Talaia les acompañó la suerte. Era poco antes de las tres y media de la tarde cuando quienes nos encontrábamos en la terraza de la tienda-bar Can Jordi, en la carretera de Eivissa a Sant Josep, divisamos una enorme columna de humo que se elevaba hacia el cielo, en algún punto de la carretera hacia Porroig.
Imaginemos, por un instante, que ocurrió así: Es 25 de mayo de 2011. Hace un día seco, de calor intenso, en el valle de Morna (Sant Joan). La brisa agita las ramas de los pinos. Ayer, las abejas por fin ocuparon la colmena trampa que el apicultor había instalado en una vieja sitja de carbón, en la empinada ladera del bosque cercano. Esta mañana el abejero camina por un estrecho sendero hasta que la tupida vegetación se abre. La colmena está en mitad del claro, pero el suelo se halla cubierto por una gruesa capa de hojarasca, acumulada por el viento durante el invierno.
El empresario Abel Matutes está empeñado en llevar adelante su proyecto de abrir un hotel de lujo en el faro de Sa Conillera. Ahora anuncia su intención de hacer una consulta ciudadana para ver qué opinan al respecto los ibicencos, cual Artur Mas en pro de la independencia catalana, aunque en su caso para defensa del business particular.
Empresarios los hay de todos los tipos. Inteligentes, creativos, revolucionarios, con limitaciones intelectuales, chapuceros, malencarados con sus trabajadores, líderes natos que mentalizan para que te dejes la piel, decididos a consensuar proyectos disparatados con toda la población pitiusa… Y luego, además, existen malechores con traje y corbata, que se pasan por el arco del triunfo hasta el último artículo de la legislación vigente.
El antropólogo norteamericano George M. Foster (1913-2006) se pasó la vida estudiando lo que él y otros colegas denominaban la “geografía cultural” del mundo. Foster recorrió América, África y Europa y estudió múltiples formas de cultivo; la vía en que el hombre doma y transforma el paisaje para procurarse alimento. En uno de sus viajes, Foster se desplazó hasta Eivissa y descubrió el humedal de Ses Feixes, con sus pequeñas parcelas de huerta, rodeadas de canales de agua dulce perpendiculares a la orilla de Talamanca. Tras estudiarlo con detalle, publicó un estudio extraordinario titulado “The Feixes of Ibiza”, en la revista de la Sociedad Geográfica Americana de Nueva York. En él definía Ses Feixes como un sistema de cultivo único en el mundo, herencia de la Eivissa musulmana.
La Plataforma de Afectados por la Hipoteca de Eivissa ha denunciado estos días que el Banco de Santander ha reactivado en la isla un proceso de desahucio contra una viuda y sus hijos, pese a que una sentencia previa obligaba a la entidad a renegociar la hipoteca y alcanzar un acuerdo. Al mismo tiempo, otra pareja de Santa Eulària que fue desahuciada por esta misma entidad hace dos años, afronta todavía una deuda de 150.000 euros, motivo por el que tienen que vivir con sus nóminas embargadas por el mismo banco que se quedó con su casa.
Estos días corren ríos de tinta con la polémica que ha suscitado el proyecto de Empresas Matutes de crear un pequeño hotel en el faro de Sa Conillera. La compañía del ex ministro es, a día de hoy, la que ejecuta el plan de reconversión más ambicioso de las Pitiüses. Podemos estar de acuerdo o no con ese concepto de la Eivissa VIP que propugna Matutes, de reservados, pijerío internacional y desenfreno, pero no cabe duda de que en el frente de Platja d’en Bossa hay mucho en juego.
Esta ridícula costumbre de construir con fondos públicos obras mastodónticas que acaban infrautilizadas y cubiertas de telarañas, ha hecho de España el hazmerreír de Europa. Aeropuertos inútiles, líneas de alta velocidad vacías, bibliotecas sin libros, auditorios mudos y otras ocurrencias que hoy se erigen en monumentos al derroche, la vanidad y la estupidez humana.
En febrero hablábamos de la deficiente calidad educativa que padecen los alumnos de las Pitiüses. Según el informe PISA, están 10 puntos por debajo de la media balear en conocimientos y nuestra comunidad, a su vez, figura entre las últimas del país. Estos días, la Fundación Gadeso ha hecho público su informe sobre percepción ciudadana de la inseguridad, que concluye que Eivissa, otra vez, es la isla más insegura del archipiélago. Superamos la media balear en un 39%, a Mallorca en un 37%, a Menorca en un 64% y a Formentera, la mejor parada, en un 83%.
¿Se imaginan que cada pitiuso que sufre una demora en la tramitación de una licencia de obras convocase una rueda de prensa para meter presión a la administración de turno? Los reporteros no tendrían tiempo para más. Por suerte, el único que parece haber adquirido esta costumbre es el empresario Abel Matutes, que además suele aprovechar la coyuntura para hacer su particular repaso a la actualidad pitiusa.
Los pitiusos, hasta antes de ayer, podíamos presumir de redistribución de riqueza y calidad de vida. La fiebre del turismo, iniciada a mediados del siglo XX, acabó germinando en una economía fértil basada en el sector servicios, de la que participaba toda la población, repartiéndose más o menos a partes iguales el papel de empresarios y trabajadores. Los tiempos de la agricultura de subsistencia, el contrabando y la muda de los domingos pasaron a mejor vida.
No conozco a nadie que no sienta una intensa frustración al ver cómo las compañías eléctricas le acribillan la cuenta corriente con facturas de la luz disparatadas, al tiempo que sus ejecutivos recitan el quejoso mantra del déficit tarifario, que ya nos suena más a timo de la estampita que a otra cosa. En paralelo, desde el púlpito de la junta de accionistas, nos arrojan a la cara unos resultados anuales con miles de millones de beneficio. Y, en Eivissa y en todo el país, personas con el agua al cuello y los radiadores helados, a punto de echar el cierre al negocio con que se ganaban la vida, porque la cuenta de la luz ha dinamitado el frágil castillo de naipes que sostenía su contabilidad.
Groucho Marx decía que “la política es el arte de buscar problemas, encontrarlos, hacer un diagnóstico falso y aplicar después los remedios equivocados”. El genial humorista destacaba por su sarcasmo pero lo cierto es que sus citas, a menudo, contienen elevadas dosis de realismo. Esta frase, sin ir más lejos, encaja de perlas con la corriente de sobresaltos que últimamente emana del Ayuntamiento de Sant Antoni y su equipo de Gobierno.
Nos ha quedado claro, Sr. Bauzá. Fue el ex presidente Zapatero quien le tendió la mano al diablo y el Sr. Antich restó trascendencia al disparatado proyecto de taladrar nuestras costas en busca de petróleo. Nos hemos enterado con claridad meridiana.
Hace un par de meses, nos felicitábamos porque la Conselleria de Cultura de Eivissa y la concejalía homónima del Ayuntamiento de Santa Eulària anunciaban la restauración y musealización del abandonado acueducto romano de S’Argamassa. Este monumento, de más de 400 metros de longitud y 2.000 años de historia, discurre en perpendicular al mar prácticamente adherido a un hotel. Según los historiadores, formaba parte de las instalaciones de una industria de pescado en salazón, que se mantuvo hasta el siglo II ó III de nuestra era.
Estos días, los medios pitiusos se han hecho eco de las protestas de los taxistas de Vila, en total desacuerdo con el número de licencias estacionales que han pactado el Consell y los Ayuntamientos. Se traducen en 295 vehículos en julio y agosto, 182 en junio y 183 septiembre, que se suman a las 363 licencias anuales que hay en la isla. El incremento oscila entre el 29% y el 158%, en función del mes. En cualquier caso, en comparación con los cientos de miles de turistas que nos visitan cada temporada, no parecen unas cifras desmesuradas.
Al parecer, los directivos de Mercadona siguen boquiabiertos con los resultados del hipermercado de Can Bellotera y llevan así desde la inauguración. Su primer centro en la isla no sólo ha superado todas las expectativas, sino que además bate récords, al constituirse a las pocas semanas de entrar en funcionamiento como el que más vende en España, con una ventaja considerable sobre el segundo clasificado.
Hace unos días hablábamos de la Justicia de doble rasero que coexiste en el país y cómo afecta de distinta forma a unos ciudadanos “de primera” –aquellos que manejan los hilos del poder y tienen a su servicio a una legión de feroces abogados–, y a otros “de segunda” –el resto–. El origen de este desequilibrio no hay que buscarlo en la labor de los profesionales de la Justicia, sino en un sistema viciado en el que, de un tiempo a esta parte, se incumple de manera flagrante la imprescindible separación de poderes. Los largos tentáculos de la política, como observamos en la prensa a diario, se enroscan en torno al pescuezo de la Fiscalía y de otros órganos judiciales, manejando estas instituciones a su antojo y bordeando e incluso superando los límites de la legalidad.
La tez demacrada por la pérdida de peso, la mirada enturbiada por el insomnio, el gesto desencajado y fúnebre, el andar solitario a pesar de la presencia del abogado defensor, la lluvia de insultos… Aquella imagen de Iñaki Urdangarín descendiendo a los infiernos por la rampa de los juzgados de Palma acabó erigiéndose como una gran metáfora de la decadencia de la monarquía española, incluso por encima del elefante abatido por deporte en Botswana.
En estos tiempos convulsos, en los que surgen a diario nuevas corruptelas y los delincuentes de guante blanco colapsan las salas de vistas, ciertos políticos y representantes institucionales, aún no imputados por llevárselo crudo mediante comisiones o estafar al erario público, se sienten en la obligación de recordarnos que la justicia es igual para todos. Resulta sorprendente que no se den cuenta de que, cuantas más veces lo dicen, menos les creemos.
Es sorprendente que algunos acontecimientos que deberían tener una enorme repercusión en la sociedad pitiusa, acaben pasando desapercibidos. Hace poco más de un mes se hicieron públicos los resultados del informe PISA 2012, que mide el nivel de conocimiento de los alumnos de 15 y 16 años. Concluye que España se sitúa por debajo de la media europea, Balears es la tercera comunidad en el furgón de cola y las Pitiüses, a su vez, ocupan el último renglón del archipiélago, por detrás de Mallorca y Menorca.
La fiebre privatizadora de nuestros gobernantes no flaquea pese a las penosas experiencias que nos regala la realidad cotidiana. Las instalaciones deportivas de Can Coix se han erigido estos días en la kryptonita de la corriente neoliberal pitiusa; un ilustrativo ejemplo de la deriva de este modelo que, sin embargo, no impedirá que nuestros gobernantes persistan en el error y pongan a empresas privadas a gestionar servicios públicos esenciales, como las residencias de ancianos o el futuro servicio de radioterapia.
“La gente está cansada y muy frustrada con los políticos actuales. Hemos llegado a un punto en que la cuerda ya se ha roto”, decía ayer en este periódico Andrea Brea, una joven de 24 años que lidera en Eivissa una iniciativa nacional llamada Escaños en Blanco. Su objetivo es acumular votos para dejar sillas vacías en ayuntamientos y parlamentos, como recordatorio permanente del fiasco que siente el ciudadano hacia los partidos mayoritarios que gobiernan o ejercen en la oposición.
La costa levantina y el archipiélago balear constituyen el mayor activo que posee el sector turístico español, que aglutina prácticamente el 11% del Producto Interior Bruto. ¿Por qué razón el Gobierno de Zapatero, tan crítico con precedentes como el Prestige, hipotecaría el futuro de semejante mirlo blanco para beneficiar a una desconocida petrolera escocesa llamada Cairn Energy? Aunque vayan pasando los años, esta cuestión sigue siendo un enigma, ya que el beneficio de permitir extraer crudo frente a nuestras costas es ínfimo en relación a los posibles daños colaterales que semejante actividad podría generar en el ecosistema y la economía.
Al marcharme de Eivissa para ir a la Universidad, comencé a relacionarme con estudiantes de múltiples lugares de procedencia, incluidos varios de Mallorca. De estos últimos, lo que más me llamó la atención fue que, pese a ser palmesanos de pura cepa y pronunciar con un acento tremendo, se comunicaban entre ellos en castellano. A mí me parecía un misterio insondable, puesto que yo, en su pellejo, me habría sentido un completo imbécil. En cuanto adquirí confianza, traté de averiguar el origen de este extraño hábito. Uno de ellos vino a decirme que, en la capital balear, la gente “bien” consideraba el mallorquín idioma de paletos y no se hablaba siquiera en la intimidad.
Hace unos días, un familiar me envió por WhatsApp una imagen viral. Estaba dividida en dos mitades. A la izquierda, una anciana con la derrota impresa en el rostro y un texto que decía: “La Fiscalía Anticorrupción no ve engaño en la venta de las preferentes y considera que ancianos de 70, 80 e incluso 90 años, sin apenas estudios, sabían perfectamente lo que firmaban”. A la derecha, un retrato de Cristina de Borbón, con otra frase que apuntaba: “La Fiscalía Anticorrupción considera que la infanta Cristina no sabía lo que firmaba y pide que no sea imputada”. Conclusión: “En un país democrático la justicia es igual para todos. ¿Te parece que es igual para todos”.
La ambición desmedida y el ansia de hacer dinero por parte de algunos empresarios no conoce límites, al igual que su pintoresca creatividad para tratar de hacernos comulgar con ruedas de molino. Para estos personajes, engordar la cuenta de resultados está por encima de dinamitar la convivencia, herir el medio ambiente e incluso poner en peligro la economía turística de una zona determinada. Las protestas de los ciudadanos –que suelen descubrir estos abusos cuando ya han sido cocinados por completo–, a menudo sirven de poco. Esta semana, sin embargo, Eivissa ha sido la excepción que confirma la regla.
Carlos Delgado, dimitido hace pocos días de su cargo como conseller de Turismo y Deportes del Govern, deja para la posteridad esa imagen tan edificante y celtibérica de sí mismo en la que, sonriente y con la frente salpicada de sangre, posa con unos testículos de ciervo recién rebanados sobre la cabeza, tras participar en una montería. Delgado, allá por el mes de noviembre de 2012, logró que el archipiélago fuera noticia a escala nacional e incluso allende nuestras fronteras, con bastante más repercusión que las campañas de promoción turística de Balears –tan impregnadas de Mallorca–, que impulsó su gabinete.
Estos días festivos, una anciana de Sant Josep ha permanecido hospitalizada en Can Misses aquejada de una seria dolencia cardíaca. Debido a la falta de espacio, su camilla fue aparcada en el pasillo de maternidad. Imaginen el contraste entre su sufrimiento y las familias felices que acudían a visitar a los recién nacidos. Los colapsos en urgencias también son el pan nuestro de cada día y ya nos hemos acostumbrado a ver el corredor numerado como si fueran habitaciones. Y qué decir de las personas que pasan meses esperando a que les reciba un especialista determinado o a acceder a ese quirófano que puede devolverles un poco de normalidad a su vida. El hospital se encuentra al bordo del colapso, pese mantener una planta vacía por falta de recursos y personal.
Estos días he tenido ocasión de visitar a un buen amigo, el artista uruguayo Julio Bauzá, quien, a sus más de 70 años, sigue produciendo cuadros y esculturas y descubriendo nuevos caminos como si le empujara el diablo. Tiene varias exposiciones por delante y asistirá a una importante feria internacional, con su concepto de arte geométrico que ya ha atraído a marchantes de distintas galerías de fuera de la isla. Julio es hombre de acción; necesita trabajar sin descanso y, si siente la mente densa o los hombros cargados de tanto modelar piezas en la serrería, se dedica a ordenar el taller o a catalogar las cientos de obras que conserva en el almacén.
El 2013 quedará para la historia como el año gafe. Las catástrofes en el mundo han sido innumerables, pero ha habido tiempos peores, plagados de guerras, hambrunas, huracanes, terremotos y volcanes. Sin embargo, no terminaban en trece y ese detalle, para los supersticiosos, viene a ser como derramar un salero bajo una escalera al cruzar un gato negro; o sea, el colmo de las maldiciones. Las ganas de echar al 2013 por la borda, por consiguiente, son tremendas y media humanidad espera la Nochevieja con idéntica impaciencia que un solterón a Beyoncé.
La primera vez que visité el acueducto de S’Argamassa, en Santa Eulària, fue hace pocos años. Aunque estaba informado de su lamentable estado de conservación, contemplar semejante tropelía contra el patrimonio me hizo sentir indignación y vergüenza de ser ibicenco. En los tiempos de la Eivissa sin ley, cuando casi toda la costa aún era un paraje virgen, a alguien se le ocurrió la idea de construir un hotel en la orilla de la playa de S’Argamassa, junto al acueducto romano que discurre en perpendicular al mar.
Tenía la esperanza de que todo fuera un farol y se alcanzara un pacto de última hora, pero al final se han impuesto la sinrazón y el despropósito. Los autobuses han vuelto a colapsar las calles de la ciudad en plena campaña navideña y una infraestructura nueva, perfectamente acondicionada, ha quedado desierta. ¿De quién creen nuestros gobernantes que nos acordamos estos días, al circular por Eivissa capital y observar el monumental lío de los autobuses otra vez?
Digerir el discurso pronunciado el pasado sábado por el presidente del Govern balear, durante la convención del PP ibicenco, me ha costado una semana y el presupuesto anual de Alka-Seltzer. José Ramón Bauzá, en el hipódromo, ante medio millar de compatriotas de partido, embargado por la emoción, reconoció la histórica indiferencia de Mallorca hacia Eivissa y se atrevió a decir que ahora, con él al frente de la nave, los mallorquines ya nos escuchan.
¿Se imaginan que en Arabia una bacteria corrompiera los pozos petrolíferos? ¿O que en las minas de oro chinas un hongo redujera el metal a virutas? ¿Qué creen que harían sus respectivos gobiernos?
Mientras observo la sucesión de acontecimientos relacionados con el robo a las Empresas Matutes, me acuerdo del emotivo discurso que Steve Jobs dedicó a los alumnos de la Universidad de Stanford, en 2005. Todo un éxito en Youtube. El entonces presidente de Apple explicó una interesante teoría existencial llamada “conectar los puntos”. En esencia, afirmaba que a lo largo de nuestro camino se producen concatenaciones de sucesos que culminan en cambios trascendentales. Estos puntos sólo pueden conectarse hacia atrás, oteando el pasado. Únicamente queda confiar en que algún día podremos observar el mapa trazado por nuestro destino.
La polémica Cetis no sólo no se aclara sino que parece haber entrado en barrena, absorbida por un agujero negro de sinrazón que engulle todo atisbo de lógica. El asunto ha degenerado en una campal batalla política donde intervienen, además de intereses particulares, un entramado de egos y altas dosis de tozuda determinación. A la posición cerrada del Consell, dispuesto a llenar de autobuses la ya de por sí congestionada ciudad, y a la postura enrocada de la gestora, que no mueve ficha, se suma ahora una excéntrica propuesta del Ayuntamiento que, más que aportar, induce a la carcajada o al llanto, según se mire.
Observo en la prensa que una importante cadena hotelera ibicenca ha decidido emprender un plan de reconversión de parte de sus establecimientos, con el objetivo de orientarlos al turismo familiar. Una política interesante y de futuro, que ya han iniciado desde hace algunos años un buen número de empresas familiares, pese al importante esfuerzo inversor que representa y la sensación de vértigo que implica meterse en obras y redirigir el producto hacia otro segmento de mercado.
Siempre he pensado que no puede existir un trabajo más gratificante que ser inspector de la guía Michelín. Viajar por el mundo, degustar recetas insólitas en los mejores restaurantes y elevar a los altares a unos pocos, en base a la calidad de su trabajo. Vivir por y para la creatividad y el buen hacer gastronómico. Sin embargo, los inspectores destinados a las Pitiüses parece que andan despistados.
La reforma del Mercat Nou constituye una oportunidad de oro para potenciar Eivissa como destino gastronómico y, de paso, incrementar la paupérrima oferta de ocio que caracteriza nuestra temporada baja. Por eso, la ausencia de debate en torno a esta noticia me produce inquietud y me hace temer que este proyecto no sea considerado con el énfasis que merece.
Hace una semana, dediqué esta columna al esperpéntico enredo del Cetis, una tomadura de pelo al ciudadano de dimensiones insólitas, que ha enfrentado a dos administraciones del mismo partido –Ayuntamiento y Consell–, mientras los empresarios del sector avivaban la llama de la discordia con toda la pólvora a su alcance.
“Nadie ama a su patria porque es grande sino porque es suya”. Lo dijo Séneca. Si extrapolamos esta premisa a las autonomías de nuestro país, observaremos que, como norma general, éstas comparten, además de una extensión continua, una cultura, unos intereses y una tradición. En Catalunya, Castilla La Mancha o Galicia, el individuo extiende este sentimiento de patria a todo el territorio, sobrevolando las líneas invisibles que lo subdividen en municipios, regiones y provincias, aunque esta percepción sea más intensa en el entorno inmediato.
Información, crónica, reportaje y artículo de opinión constituyen los géneros periodísticos habituales de un diario. Sin embargo, con más frecuencia de lo deseable, se cuela entre ellos el esperpento, giro literario que ahonda en lo grotesco y lo desatinado. En las Pitiüses, hemos tenido que digerir unos cuantos, pero el polémico Cetis se lleva el premio gordo al surrealismo y la tomadura de pelo ciudadana.
Qué contraste tan enorme leer sobre las excepcionales cifras de ocupación de los hoteles de Eivissa durante la pasada temporada y, al mismo tiempo, observar el colapso de las oficinas del paro. La isla registra una ocupación media del 77%, tres puntos más que el ya histórico 2012, pero la estacionalidad impide a nuestros trabajadores disfrutar de una calidad de vida decente durante todo el año.
Hace poco más de una década, cubrí un incendio de poca importancia en unos apartamentos turísticos de la calle Ramón Muntaner, en Ses Figueretes. Varios compañeros contemplábamos el suceso desde la calle cuando, de forma inesperada, apareció el propietario completamente enajenado y lanzando exabruptos contra la prensa. Incluso llegó a empujar a una fotógrafa.
Hay una palabra ibicenca que define perfectamente la polémica suscitada por el tamaño y ubicación de los stands pitiusos en la World Travel Market: ‘asaneria’. Traducida al castellano viene a significar “la cualidad del asno”.
Las noticias relacionadas con el robo de un millón de euros en la sede de Empresas Matutes hace que los pitiusos anden estos días devorando la prensa. El suceso, en realidad, parece más propio de una de esas comedias de Woody Allen en las que el destino se empeña en cobrar peaje a todos los implicados; en este caso, ladrones, víctimas y policías. Su imagen ha salido mal parada por triplicado.
Estos días me ha venido a la memoria una comedia cinematográfica que se estrenó en 1990. Se llamaba ‘El Novato’ y en ella Marlon Brando hacía una pantomima de su famoso personaje Vito Corleone. Su papel era el de un ‘padrino’ que traficaba con especies en vías de extinción: lagartos, aves, mamíferos… Con ellas, organizaba un exclusivo buffet por el que millonarios llegados de todas partes del mundo pagaban cifras astronómicas. Cuanto más escaso el ejemplar, más subía el precio e incluso alcanzaba proporciones disparatadas si se lograba la extinción de una especie.
Cansancio, descamación en la piel, infección por hongos en la boca, pérdida del gusto, alteraciones dentales, dificultades para tragar y respirar, diarrea, náuseas y vómitos, pérdida del apetito, molestias para orinar… Este rosario de efectos secundarios son algunos de los que suelen padecer las personas sometidas a un tratamiento por radioterapia. Se suman a la intensa angustia, dolores y demás síntomas que el cáncer, en sí mismo, provoca en quienes lo padecen.
Querida Candela. Stop. Te escribo desde la orilla de ses Salines. Qué paisaje tan extraordinario. Stop. De camino, he visto cómo los flamencos se posaban sobre los estanques al atardecer. Qué belleza. Y me he dado un baño con la playa desierta. Por suerte, hoy no había medusas. Aunque te hago caso y, desde el último susto, siempre me acompaña el urbasón autoinyectable. Stop. Leer más →
Hace unas semanas, publiqué en Internet un artículo que provocó una inesperada sucesión de comentarios. Se titulaba Reservados y zonas VIP: un cáncer para Ibiza. En 20 años de oficio, he redactado noticias, crónicas y libros, pero no me había sentado a escribir un ensayo de opinión. Sentí la necesidad de ordenar mis pensamientos y unirlos a los comentarios de otras personas. Un par de días después, Última Hora me ofreció este espacio. Martes y viernes trataré de ocuparlo con palabras honestas, que aspiren a dar forma al cambiante ‘mar de fondo’ que agita nuestra conciencia colectiva. Esta columna, por tanto, es consecuencia de aquella reflexión y me parece razonable compartirla con los lectores de este periódico. Leer más →
La primera vez que viajé a un país remoto tenía poco más de veinte años. Nuestro destino era Bali, en Indonesia. Nos alojamos en un hotel precioso de la cadena Meliá, ubicado en la playa Nusa Dua, al sur de la isla. Todas las mañanas, una legión de operarios ‘peinaba’ con rastrillos la arena de las jardineras, esbozando un dibujo que iba cambiando varias veces al día. Una explosión de flores inundaba el vestíbulo y por la tarde, cuando regresábamos de explorar los rincones más pintorescos de aquel exótico edén, nos recibía una orquesta de rústicos xilófonos, cuyos músicos lucían ropa de vivos colores y una sonrisa perpetua en los labios.
Tal día como hoy, día de fiesta mayor en Sant Agustí, aparece por el pueblo una simpática pareja de ancianos que recibe más fotografías que los rockeros que se desgañitan en la plaza, a los pies de la iglesia. Ella, a sus 89 años, continúa luciendo el riguroso traje de payesa, típico de Ibiza. Él, con 91, se conserva ágil y delgado. Y ambos lucen una sonrisa perpetua (*).
A veces, cuando me pierdo por los caminos recónditos de Ibiza, en busca de una foto aún no capturada, se cruza en mi camino un anciano de mirada aguda. Puede que camine con dificultad, apoyándose en un rústico bastón de sabina, que él mismo ha tallado con la navaja que siempre lleva en el bolsillo. Yo le digo “bon dia”. Él se detiene súbitamente y me responde la misma frase, llevándose la mano al sombrero y exhibiendo un brillo en los ojos que hace un instante no tenía.