A grandes rasgos, podemos afirmar que a Ibiza llegan dos perfiles de turistas claramente diferenciados. Tenemos, por un lado, a ese viajero que oscila al vaivén de la moda, atraído por el petardeo internacional, las macrodiscotecas, el fenómeno ‘dj’, la juerga diurna en la playa y todo este pupurrí de lujo e irreverencia. En un análisis superficial, podríamos concluir que este grupo está conformado por una élite social perfectamente definida y acotada, capaz de abarrotar cuantos hoteles de cinco estrellas abran en la isla. Nada más lejos de la realidad. Los nuevos ricos que trasiegan champán y agua mineral a precio de oro comparten segmento con una horda de juerguistas europeos de toda ralea, capaces de ahorrar once meses y medio para pulírselo todo en una semana de desenfreno en la isla.

En segundo término encontramos al turista que persigue la autenticidad. Aterriza con la lección bien aprendida y busca la Ibiza mítica que ha leído, escuchado o vivido en otros tiempos; la que ahora se atisba cada vez con mayor dificultad. Representa al ciudadano del mundo que toca el cielo al degustar un ‘bullit de peix’ con los pies en la arena y que distingue con nitidez la cocina honesta –sea tradicional o contemporánea–, de la simple tomadura de pelo. Gente que disfruta con un trozo de coca de pimientos mientras contempla el ‘ball pagès’, que recorre iglesias, acantilados y calas perdidas, que trastea en los viejos colmados y se toma cafés en los bares de los pueblos.

A lo largo de los años, ambas visiones de la isla han convivido sin demasiados contratiempos y el turista de la juerga ha transmutado por momentos en viajero cultural y viceversa. Hoy, sin embargo, vivimos una época de cambio, en la que una Ibiza fagocita a la otra con un apetito tan voraz que pronto sólo quedarán los restos del naufragio.

El primer perfil, el del turista superficial, alimenta una actividad que agobia intensamente a los pitiusos, pero que genera una incontestable riqueza a corto plazo. Probablemente podamos seguir atrayéndole durante diez o veinte años más pero, algún día, inexorablemente, la corriente de la moda variará, arrastrando la marea humana a otras latitudes. Con ella emigrarán beach club, tiendas exclusivas y todas esas cadenas internacionales que ahora desembarcan y adquieren propiedades firmando cheques en blanco. Y a lo largo de este tránsito por la superficialidad, habrán manoseado, exprimido y trivializado el aura mítica y el carácter que hasta hace bien poco envolvía Ibiza.

La semana pasada arrojamos dos nuevos guijarros al desierto de nuestra desnaturalización. Por un lado, la histórica pastelería Los Andenes, una de las últimas tiendas de las de antes que quedaban en el barrio de La Marina, echó el cierre. En cuanto colgaron el cartel de “se traspasa”, les llovió un centenar de ofertas. También nos enteramos de que el Hotel Montesol se convertirá en un lujoso establecimiento de la cadena Hilton. El que fuera punto de encuentro de ‘hippies’, millonarios, bohemios, gente local y personajes de toda ralea –en un ‘totum revolutum’ que simbolizaba a la perfección la esencia de Ibiza–, se está sometiendo a una metamorfosis que nos lo devolverá reconvertido en un producto globalizado. Puede que conserve la fachada, pero habrá perdido el espíritu.

Todas las temporadas, asimismo, nos llegan noticias de múltiples chiringuitos y restaurantes tentados con ofertas suculentas, con el objetivo de transformar esas terrazas de paellas y parrilladas en beach club minimalistas, con carta de sushi y hamburguesas de wagyu. Sólo el vértigo que produce a las familias cortar bruscamente las raíces del negocio que las ha mantenido durante generaciones pone freno a la sangría, pero el goteo es constante. Parecemos abocados a una Ibiza sin chispa, manejada por multinacionales que únicamente conjugan cifras y resultados, sin preocuparse de culturas e idiosincrasias. Incluso algunas empresas con raíz pitiusa han adquirido estos hábitos.

Para los inversores, ya sean locales o foráneos, no extraer todo el jugo a esta Ibiza del lujo y la exclusividad constituye un absurdo. Otros opinamos justo lo contrario y abogamos por una vuelta al equilibrio que siempre ha caracterizado la isla. Mientras la Ibiza de siempre se extingue irremediablemente, sólo nos queda la esperanza de que las instituciones –y los empresarios que ahora apuestan por este desparrame insólito–, tengan visión de futuro y se mentalicen a tiempo de las consecuencias de esta deriva. Antes de que no haya vuelta atrás.

Artículo publicado en las páginas de Opinión de Diario de Ibiza