Siempre que los pliegues diagonales de Tagomago se asoman entre almendros, algarrobos y esos campos roturados de color almagre, camino de Pou des Lléo, inevitablemente me viene a la memoria la última estrofa del romance Ses germanes captives (Las hermanas cautivas): “Adiós terres alegres, que soliem caminar, i no ploreu més, ma mare, no mos faceu tormentar” (Adiós tierras alegres, que solíamos caminar, y no llores más, madre, no nos atormentes). Llanto de despedida por la tierra amada, desde cubierta, de dos doncellas pitiusas raptadas por corsarios “moros” en un desembarco fugaz en ese preciso lugar.

La canción, en mi pensamiento, no la interpretan Uc ni Ressonadors, sino la abuela Margalida, encorvada, con acento primigenio, mientras trocea judías verdes con sus manos temblorosas. Se ayuda de una navaja de filo mellado y las incorpora a la vieja olla esmaltada, también almagre, donde prepara el sofrito para un arroz sencillo. Ni siquiera estoy seguro de que el recuerdo sea auténtico; tal vez la memoria teje versiones mejoradas de la realidad. El caso es que cada vez que conduzco hacia Pou des Lleó la escena se repite y la acompaña un regusto agridulce, de nostalgia y tragedia.

Este tramo de la costa de Sant Carles es abrupto como su propia historia; pétreo, rugoso y anárquico, como recortado a cincel por un escultor sin destreza. Aquí los piratas saquearon y secuestraron; en este rincón apartado el fantasma de la Guerra Civil se hizo carne. Y al pasear por la orilla, el denso aroma a mar y algas arrastra efluvios del pasado, aquellos que proceden de la industria romana de púrpura que existió al doblar el cabo, en es Canal d’en Martí, donde se acumularon toneladas de caracolillos marinos, materia prima del tinte.

A la derecha, el pozo que da nombre a la cala, horadado en la roca, milagroso manantial de agua dulce sobre la orilla ensalitrada. Ha aliviado la sed de marineros y pescadores desde de la Edad Media; está escrito en los libros. Pero es al bordear los varaderos del otro extremo y ascender a la meseta tras la que se guarecen, cuando el paisaje, ya sin disimulos, irradia un magnetismo sobrecogedor. Allá donde la mar ha arañado otra media luna a la costa se yergue un rastro pétreo de cuatro columnas irregulares. Como si hace un millón de años la tierra se hubiera hundido de repente, pero dejando una huella inmutable de lo que fue. Un paisaje inerte, de hachazos verticales que parten la horizontalidad.

Y frente a los monolitos, junto a los refugios de los pescadores de sa Punta des Llaüts, la guinda a esta escena insólita. Un canal submarino, recortado en la orilla, con un embarcadero liso a cada lado y al nivel del agua, como tallado con tiralíneas ahora sí por un escultor avezado. La gente del lugar siempre lo ha llamado el ‘port fenici’ y, aunque obedece al capricho de la naturaleza, según afirman los arqueólogos, parece concebido para recibir a las galeras de Canaán.

Artículo publicado en El Dominical de Diario de Ibiza. Es parte de mi ‘Imaginario de Ibiza’