Uno de los grandes hitos artísticos y de la comunicación del siglo XXI es un producto televisivo de culto llamado The Wire. Esta serie de ficción, producida entre 2002 y 2008, transcurría en los barrios más degradados de Baltimore, una ciudad industrial próxima a Washington. No existe documental o relato que describa de una forma tan realista, minuciosa y sórdida la sombra de degradación que la droga proyecta sobre la sociedad de su entorno, a todos los niveles: sanitario, educativo, familiar, económico, estructural…

Uno de los capítulos más impactantes de The Wire ocurría durante la tercera temporada de la serie. Un comisario, cansado de combatir el narcotráfico callejero sin resultado, decidía probar algo nuevo y acotarlo a una manzana en ruinas de su distrito. Yonquis y camellos recibían más palos que nunca, con la única excepción de ese cuadrícula en el mapa, donde eran libres de vender y consumir sin límites. El lumpen enseguida bautizaba la zona libre como “Hamsterdam”, término que juega con los conceptos “ratonera” y “Ámsterdam” –ciudad que es famosa por su política liberal con las drogas–. En Ibiza también tenemos un “Hamsterdam”, pero aquí lo llamamos Sa Penya.

A diferencia del “Hamsterdam” ficticio, el nuestro no es un experimento social, sino una realidad céntrica e hiriente provocada por la desidia, la falta de implicación y la rendición frente a la marginalidad de los contados equipos de Gobierno que han intentado ponerle freno. Sa Penya es un barrio sin ley, partido en dos, donde la anarquía campa a sus anchas y un colectivo de vecinos mantiene aterrorizado al resto.

Cuando el nuevo alcalde, Rafa Ruiz, tomó posesión del cargo hace unos días, expresó cuáles iban a ser sus prioridades: arreglar el emisario de Talamanca, mejorar la limpieza, finalizar el proyecto del Parador, construir los juzgados, un nuevo auditorio… Sa Penya no figuraba en la lista de urgencias pactada con Guanyem, pese a que el líder de esta plataforma y socio de Gobierno, Joan Ribas, sí declaró tras las elecciones que uno de sus sueños era “recuperar Sa Penya porque sin ella la ciudad está huérfana”.

La realidad, sin embargo, es que Vila ha vivido y continúa de espaldas a este histórico barrio marinero que, no lo olvidemos, forma parte de nuestro Patrimonio de la Humanidad. La huérfana no es la ciudad, sino los sufridos vecinos que soportan la pobredumbre desde hace décadas. Un ejemplo bien ilustrativo es la Casa Broner, que la familia del arquitecto legó a la ciudad hace unos años. A día de hoy, la Policía Local recomienda a los turistas que no se aventuren hasta ella. Por un lado, abrimos museos. Por otro, pedimos a la gente que los ignore.

Junto a este paradigma de la arquitectura racionalista se amontonan toneladas de basura, que se precipitan por el acantilado cual vertedero, hasta acumularse en la playa de Baix Sa Penya. Da igual que se limpie de vez en cuando porque no dura un día. Cualquiera que se asome al acantilado desde los distintos miradores de la ciudad observa idéntico panorama. La suciedad nos sitúa al nivel de los peores barrios del tercer mundo.

En las callejuelas laberínticas, los toxicómanos se inyectan heroína a plena luz y los niños juegan al fútbol entre jeringuillas. Están acostumbrados a vivir así y lo prefieren antes que ver a extraños en el barrio, a los que ahuyentan a pedradas. Muchas viviendas se encuentran en ruinas y llevan décadas ocupadas por familias que se dedican al narcotráfico con total impunidad. Las plagas de ratas y cucarachas están a la orden del día y fachadas y tejados lucen empalmes chapuceros, mediante los que unos vecinos roban a otros el agua y la energía eléctrica.

Los afectados van narrando las miserias de su día a día en ‘Salvem Sa Penya’, un grupo de Facebook: ventanas rotas, amenazas, tapas de alcantarillas destrozadas, inundaciones provocadas, desidia municipal… Están cansados de denunciar, recibir falsas promesas y ser sistemáticamente ignorados. Estos días, la Policía Nacional, como tradicionalmente ocurre cuando hay cambios de Gobierno, ha ejecutado redadas y practicado detenciones. Una excepción oportunista a la regla, que no es otra que la indiferencia institucional.

Es obvio que hay que sustituir el emisario y mejorar la limpieza, pero el gran reto, para un equipo joven y enérgico que aspire a dejar un legado, debería ser devolver Sa Penya a la vida. Por sus vecinos y porque tiene condiciones como para convertirse en el barrio más bohemio y maravilloso del Mediterráneo. Un gran reto, por supuesto, pero si en otras urbes han levantado entornos destrozados por las drogas, aquí, como mínimo, hay que diseñar un plan de actuación ambicioso y poner toda la carne en el asador.

Artículo publicado en las páginas de Opinión de Diario de Ibiza