En mitad de la orilla de arena oscura, aguarda esta pasarela pulida por la marea, que muere sobre los escollos. En los días apacibles de invierno, cuando la playa se encuentra desierta, no existe una plataforma más privilegiada para fundirse con la naturaleza.

“Necesito el mar porque me enseña” (Pablo Neruda).

Brighton es una de las ciudades más pintorescas, bohemias y animadas de la costa sur de Inglaterra. Quien tenga la oportunidad de viajar hasta ella, debería dedicar la primera parada a visitar su famoso muelle, una plataforma que se interna más de quinientos metros en el Canal de la Mancha, apuntando a Normandía, y que sostiene una estructura victoriana de forja y madera, terminada de construir en 1899. Al parecer, si se alinearan todas las tablas que conforman su paseo, se alcanzaría una distancia de 127 kilómetros.

Se dice que, en 1964, Pete Townshend, líder de los Who, pasó una noche en la playa de Brighton, bajo el muelle, y que de aquella experiencia germinaría años después ‘Quadrophenia’, uno de los álbumes esenciales en la historia del rock. La mayoría de sus visitantes, sin embargo, no acuden a él en busca de inspiración sino para deleitarse con la sensación de tener el mar bajo los pies, almorzar en alguno de los quioscos y bares que se suceden sobre su superficie, jugar con las tragaperras del viejo teatro o deslizarse por la montaña rusa de aire retro que aguarda en el parque de atracciones, al final de la estructura.

Dicho muelle, como todos los embarcaderos que se adentran en el mar, navega entre dos materias, la sólida y la líquida, estableciendo una suerte de limbo que altera la física, la química y la mecánica cuántica de las personas. Sobre un pasadizo marino, por bien asentado que esté, hay quien siente vértigo e inestabilidad, mientras que otros, por el contrario, acuden a él para rebajar tensiones, beneficiándose de una laxitud y ligereza insólitas.

En Ibiza, salvo en los puertos, no hay grandes muelles, sino pequeños, rústicos y a menudo erosionados por el mar. Gran parte de ellos se encuentran abandonados, pues la función para la que fueron construidos ha perdido su razón de ser y se han acabado fundiendo con el paisaje. A veces incluso parecen surgidos de la propia naturaleza; la misma que ahora los desintegra lentamente, mordisco a mordisco, piedra a piedra. En medio de la orilla de Cala d’Hort encontramos un magnífico ejemplo, al igual que en el viejo cargador salino de sa Sal Rossa.

Uno de los que brindan mayor sosiego es minúsculo y se ubica en la playa de Cala Boix, a la izquierda de la orilla. Un muelle extraño, desprendido de la tierra, a saber si a propósito o por falta de mantenimiento. Su superficie de hormigón, lisa y pulimentada por el agua, apenas se eleva unos centímetros sobre la orilla y no se adentra más de cinco o seis metros, hasta alcanzar un pequeño escollo que le cierra el paso. Su función será de libro para cualquier marinero o pescador del entorno, pero al observador indocumentado le resultará un misterio, pues la profundidad aquí es mínima y solo existe un estrecho paso de arena entre las rocas que lo preceden.

Son estos días calmos del invierno, con la playa desierta y el mar hecho un espejo, los idóneos para alcanzar de un brinco su superficie, exclusivamente seca en tales condiciones, y sentarse sobre ella a contemplar el maravilloso contraste entre la oscuridad de una arena que oscila del negro al gris, excepcional en las playas pitiusas, y el turquesa cristalino del agua. El viejo muelle de Cala Boix tiene además otra ventaja: su situación al pie de una larga escalera. Supone otro elemento de transición, que exige una dosis más elevada de entusiasmo a todo aquel que lo pretende.

Un arenal entre acantilados

La playa de Cala Boix es el único arenal de esta zona de Sant Carles, situado entre Cala Mastella y Pou des Lleó. Está precedido por una amplia llanura repleta de campos de almendros y cultivos, así como algunas zonas de bosque. Pese a los numerosos chalets que se apostan sobre los acantilados circundantes, la cala transmite la sensación de estar rodeada de naturaleza, pues la vegetación desciende por los riscos hasta prácticamente la superficie del agua.

Artículo publicado en El Dominical de Diario de Ibiza. Es parte de mi ‘Imaginario de Ibiza’