Información, crónica, reportaje y artículo de opinión constituyen los géneros periodísticos habituales de un diario. Sin embargo, con más frecuencia de lo deseable, se cuela entre ellos el esperpento, giro literario que ahonda en lo grotesco y lo desatinado. En las Pitiüses, hemos tenido que digerir unos cuantos, pero el polémico Cetis se lleva el premio gordo al surrealismo y la tomadura de pelo ciudadana.

Ahora, con la sentencia que anula el decreto del Ayuntamiento de Eivissa que obligaba a los autobuses a usar el Cetis, vivimos nuevos coletazos de un culebrón que, para el ciudadano, resulta tan inescrutable como el origen del universo o el sexo de los ángeles. Por un lado, disponemos de una nueva estación subterránea similar a las de otras ciudades. No soy un experto pero, a ojo de buen cubero, no se observan diferencias sustanciales entre ésta y otras estaciones soterradas que conozco de Madrid, como Moncloa o Méndez Álvaro.

Sin embargo, los empresarios afectados la definen como una obra desastrosa e incluso tóxica. Como vivo a caballo entre Eivissa y Madrid, me perdí el día en que enumeraron, uno a uno y con profusión de detalles, los defectos de semejante desatino arquitectónico. Sus críticas, además, se traducen en un severo tirón de orejas a la brigada de técnicos de las administraciones públicas que dieron el visto bueno a la obra.

Incluso el presidente del Consell, normalmente comedido y poco dado a alharacas verbales, se ha alineado con los transportistas y ha calificado la infraestructura de “indigna”, además de iniciar una cruzada legal contra un consistorio gobernado por su mismo partido, cuyos responsables, ciertamente, se saltaron a la torera las competencias en transporte, que eran cosa del Consell tal y como ha dirimido la Justicia.

Los transportistas le tienen tanta fobia al Cetis que se declaran partidarios de que los usuarios vuelvan a esperar el autobús a la intemperie, bajo el calor veraniego y las tempestades invernales. Incluso hablan de construir una nueva estación. Total, con tres millones podría apañarse una parecida a la de Sant Antoni. Demos gracias a que nuestras arcas públicas revientan de billetes y podemos permitirnos sustituir instalaciones como quien se cambia de calcetines.

La situación es tan insólita que incluso alimenta la rumorología. Sin ir más lejos, el otro día, en una cafetería, escuché una teoría conspiratoria de lo más cinematográfico. Dos paisanos, carajillo en mano, aseguraban que lo que en realidad enerva a los empresarios no es la estación ni sus tarifas (5 euros por entrada o salida de vehículo más cinco céntimos por pasajero), sino que les controlen. Según decían, éstos cobran subvenciones en función de los usuarios que ellos mismos declaran y el Cetis se traduce en una supervisión más estricta. La charla incluso llegó a subir de tono y tomó unos derroteros de amistad y compadreo entre representantes públicos y transportistas que no me atrevo a reproducir.

Pero pelillos a la mar, que la gente tiende a exagerar en los bares. Hay que confiar en el buen criterio de nuestras autoridades y en que sus feroces cuitas únicamente están inspiradas por la noble defensa del interés público. Esperemos que encuentren una solución razonable. Así podremos seguir pensando en lo nuestro y olvidar esta historia rocambolesca.

Artículo publicado en el diario Última Hora Ibiza