No sucede a menudo que una administración resuelva un problema de alto riesgo conjugando contundencia, efectividad y mano izquierda. Muy al contrario, más habituales resultan las medias tintas, el mareo de la perdiz, el estéril vaivén de marrones entre instituciones o la adopción de soluciones inverosímiles. Desde estas últimas tenemos ejemplos recientes y sonados, como el sacrificio masivo de a las cabras de Es Vedrà o el establecimiento de la ley de la selva en el mercado de las concesiones de playas, que sigue trayendo cola. Así que cuando se produce una excepción, toca dar las gracias y felicitar a quien lo merece.

El desalojo de la manzana más conflictiva y marginal del barrio de sa Penya, planeado por el Ayuntamiento de Eivissa, con el apoyo de la Dirección Insular de la Administración del Estado y el beneplácito de la autoridad judicial, se logró sin incidentes, pero podría haber acabado como el rosario de la aurora. Se vaciaron más de veinte viviendas, habitadas por otras tantas familias acostumbradas a reinar en un barrio de anarquía y trapicheo. Un grupúsculo delincuencial que, a priori y como ya ha demostrado reiteradamente, estaba más que dispuesto a plantar batalla. No se trataba de defender un techo, sino de mantener un estilo de vida irrepetible en otro lugar de la isla.

Este colectivo se había impuesto una única misión: mantener el viejo barrio de los marineros en la más absoluta marginalidad y que nadie osara adentrarse en sus calles. Entre las técnicas desplegadas a tal efecto, recibir a pedradas a los turistas despistados, convertir las calles en un estercolero, amedrentar a los empleados de las compañías eléctrica y del agua y robarles en las narices con conexiones ilegales, atemorizar a los vecinos que no compartían su idiosincrasia, destartalar literalmente las viviendas de estos últimos al menor indicio de ausencia, arrojar toneladas de basuras y chatarra por el acantilado, criar perros violentos…

Para lograr esta conquista de manera pacífica fue necesaria la llegada de docenas de policías antidisturbios de fuera de la isla, que tomaron las calles como un ejército. Su intimidante presencia sirvió para que los traficantes y sus familias, después de tantos años de resistencia, abandonaran por fin el gueto sin apenas aspavientos. Cualquiera puede imaginar qué habría ocurrido de haberse planificado la operación con un operativo policial débil.

Una vez las familias desalojadas se han visto en la calle sin vuelta atrás, los servicios sociales del Ayuntamiento han actuado con rapidez, ofreciéndoles ayudas provisionales o facilitándoles la salida de la isla y el traslado de sus enseres. Ha habido quien ha criticado que se haya dispensando este tipo de asistencia a un colectivo que en su momento ya fue indemnizado y que ha provocado a la ciudad un daño casi irreversible. Sin embargo, desde la templanza, parece más efectivo pactar soluciones pacíficas con el mayor número de personas, con tal de garantizar que no se vuelva a las andadas o se traslade el problema a otro barrio.

Según se sucedían los desalojos, los operarios municipales echaron abajo los tabiques interiores de las casas, dejándolas inhabitables y saturadas de cascotes, y luego fueron tapiando puertas y ventanas. La Policía, asimismo, ha seguido patrullando con intensidad e incluso ha detenido a un individuo que rompía cerraduras de otras viviendas deshabitadas de Sa Penya y el Puerto, por encargo de los clanes desalojados. En todo momento se ha trasladado una sensación de coordinación, control y equilibrio.

Y, una vez concluido este primer paso de un largo recorrido, no hemos visto a nadie lanzar las campanas al vuelo –error frecuente–, ni atribuirse el mérito. La operación culmina años de burocracia y papeleos judiciales, impulsados por distintos gobiernos municipales –aunque no todos por igual–. Ahora queda restablecer la seguridad, reconstruir el barrio manteniendo su arquitectura y singularidad, impulsar la llegada de nuevos vecinos e ir reduciendo los índices de marginalidad. Casi nada, pero estos días, por primera vez en medio siglo, hay esperanza en Sa Penya.

Reitero la enhorabuena al Ayuntamiento de Eivissa, al resto de instituciones involucradas y a todos los que han trabajado para hacerlo posible. Espero que mantengan la misma coherencia con el resto de problemas de la larga lista que les queda por resolver y que otros sigan su ejemplo. Falta hace.

Artículo publicado en las páginas de Opinión de Diario de Ibiza