No conozco a Catalina Guasch Ferrer, la hostelera ibicenca a la que el pasado 29 de enero le fue concedida en Madrid la Medalla de Plata al Mérito del Trabajo. Lleva la friolera de 63 años cotizando a la Seguridad Social y es la mujer con la vida laboral más larga de España. Aunque no la conozco, es como si fuera de la familia. Catalina, que tiene 78 años y sigue ocupándose a diario de su casa de huéspedes de la calle Historiador José Clapés de Vila, viajó a recoger el galardón a regañadientes. La acompañó buena parte de su descendencia, incluidas dos hijas, una nieta y una bisnieta. En el momento de recibir la medalla de manos de la ministra de Empleo y Seguridad Social, Fátima Báñez, cuatro generaciones de féminas de la familia Guasch estaban representadas.

De las intenciones del Ministerio nos enteramos el pasado octubre, cuando la periodista Raquel Sánchez esbozó un fantástico retrato de Catalina en estas páginas. Entonces, más que la biografía de la homenajeada, me pareció estar leyendo una semblanza de la mujer ibicenca, con su carácter tremendo y sentido del humor intrínseco. Raquel la definía como «una mujer de armas tomar», que comenzó trabajando el campo, recolectando almendras y algarrobas. Luego se hizo costurera y por último empresaria, hasta regentar dos pensiones.

Entre las perlas de Catalina, su justificación de por qué sigue al frente del negocio: «Me voy a una habitación y mientras otro está mirando lo que hay en los cajones, yo ya he cambiado todas las sábanas. El papeleo lo llevo todo. Yo lo hago más rápido con los ojos cerrados que cualquiera con los ojos abiertos». A ver quién se atreve a llevarle la contraria.

Cuando terminé de leer esta historia, no pude evitar sentir una intensa complicidad hacia Catalina, echar la vista atrás y dejarme arrastrar por el torrente de la memoria, hasta vislumbrar un desfile protagonizado por las mujeres de mi familia: abuelas, tías, madres y hermanas, sobradas de coraje e inasequibles al desaliento. Las mismas féminas que hay o ha habido en todas las casas ibicencas y que parecen cortadas por el mismo patrón. Muchos pitiusos disfrutan hoy de una calidad de vida más que aceptable, gracias al patrimonio acumulado por las generaciones anteriores. Se dice que el ibicenco tiene espíritu fenicio, lo que es sinónimo de emprendedor y aventurero, pero sin el apoyo, el tesón y la inteligencia de sus mujeres, muchos proyectos familiares se habrían quedado en el camino. A menudo fueron mujeres como Catalina las que erigieron de la nada esos pequeños imperios familiares. Aprovecharon las oportunidades que brindaba el turismo para levantar negocios, incluso con sus propias manos, y afianzarlos con voluntad de hierro y esfuerzo sobrehumano.

La generación de Catalina desciende de las payesas ibicencas; mujeres que vivían en una sociedad machista que las situaba en un plano inferior a sus maridos y que, sin embargo, se curtían la piel en el campo con la misma intensidad que ellos. Además, criaban a los niños, zurcían su ropa y les alimentaban y, pese a una vida tan dura, no perdían esa mirada dulce que les acompañaba hasta la tumba. Sus hijas, amazonas como Catalina, heredaron su coraje y su tesón. La diferencia es que en lugar de aplicarlo al campo les permitió erigir hoteles, restaurantes y comercios, o contribuir a que otros lo lograran, trabajando como bestias por cuenta ajena.

Las mujeres como Catalina aprendieron desde niñas a moverse ante las dificultades como peces en el agua. Se acostumbraron a hacer todo tipo de equilibrios y sacrificios para sacar adelante sus negocios y, en paralelo, educaron a sus vástagos sin dejar de ofrecerles cariño e inculcarles los valores que heredaron de sus antepasados. Las ‘catalinas’ de la Ibiza de hoy se sienten incapacitadas para jubilarse. Tal vez ya no regentan un hotel ni cocinan paellas en el restaurante.

Pero siguen madrugando, atendiendo a los nietos, cuidando del campo o blanqueando la casa sin darse apenas un respiro. Así lo han hecho toda la vida, sin perder la sonrisa, sin verter lágrimas, sin detenerse a considerar ni por un instante cómo su carácter ha moldeado el bienestar de la familia. Con generosidad infinita. Algunos, a su lado, únicamente podemos sentirnos seres imperfectos; personajes de broma. A Catalina le han entregado un premio merecidísimo y probablemente insuficiente, aunque ella reniegue por lo bajini. Pero yo también lo he sentido como un reconocimiento a la tía Antonia, que con prácticamente cien años seguía plantando hortalizas y pastoreando las cabras de sol a sol, y a todas esas mujeres ibicencas que nos han transmitido nuestras raíces con tal intensidad que, por mucho que esta isla ahora parezca un manicomio, nunca podremos olvidar.

Artículo publicado en las páginas de Opinión de Diario de Ibiza