Una de las mayores delicias cinematográficas de estos últimos años se llama ‘La gran belleza’ (Paolo Sorrentino, 2013). Compone un retrato descarnado de la burguesía romana y su superficial existencia, que transcurre entre fiestas en fastuosos palacios, rayas de coca y tertulias etílicas donde intercambian humillaciones. El mejor condimento de la película son sus frases lapidarias y, de entre una vasta colección, hay una especialmente hiriente: “Los mejores habitantes de Roma son los turistas”. La sentencia, obviamente, no apela a la excelencia del viajero sino a la apatía del ciudadano.

En Ibiza aún estamos lejos poder afirmar algo parecido. Tampoco por la dignidad que hemos sabido transferir a nuestro territorio, sino por la extravagancia de los sujetos que nos frecuentan. Hoy por hoy, Ibiza es el destino de veraneo de buena parte de esa fauna surrealista que caricaturiza Sorrentino y otra de peor calaña. Trasladar, por tanto, la sentencia de Sorrentino a nuestra realidad requiere adaptación: Los mejores habitantes de Ibiza son sus ciudadanos, pero sólo aquellos contados días en que ejercen de turistas en su propia tierra.

Antaño, el pitiuso, al acto de desplazarse más allá de las inmediaciones de su domicilio, lo denominaba “ir a correr el mundo”. Trasladarse de Sant Josep a Sant Carles era como viajar a los confines y, aunque los transportes y las carreteras han evolucionado, ese concepto irreal del espacio-tiempo aún perdura en el inconsciente colectivo. Cuando el ibicenco turistea por el paisaje donde extiende las raíces, se pone el uniforme sentimental y arranca el coche como si estuviera encendiendo una máquina del tiempo hacia la nostalgia.

Este viaje al pasado conduce a las coordenadas particulares de cada uno, que son caprichosas y autobiográficas. A mí a menudo me lleva a sa Punta de Ses Llagostes, después de atravesar las calles abigarradas de Sant Antoni y, al minuto, estar descendiendo el pequeño acantilado de es Salt d’en Portes hasta alcanzar el cabo. Allí me aposto en la terraza de la rústica cafetería del Aquarium, únicamente frecuentada por turistas bien informados que huyen de la marabunta con idéntica ansia que el ibicenco.

Ignorar, a la sombra del voladizo de ramas de palma, el perfil escalonado que el hormigón teje sobre Sant Antoni resulta sencillo. Basta con desviar la vista hacia sa Conillera y dejarse hipnotizar por el murmullo y el vaivén de la corriente.  Luego se impone penetrar en la cueva, atravesada por una pasarela que sobrevuela rayas, cabrachos, meros y otros ejemplares, que van y vienen en un trasiego incesante por esta limitada geografía.

Antes que el hombre se apropiara del refugio, perteneció a una familia de focas monje, que lo hizo suyo hasta el siglo XIX. Su extinción, al parecer, fue obra de los pescadores, hastiados por las continuas costuras que los fócidos provocaban en sus redes. Por esta razón, antes de ser Cova de ses Llagostes, lo fue del Vell Marí.

En los años 20 del siglo pasado, un mallorquín transformó la gruta en criadero de langostas. Llegó a haber tantas toneladas que se amontonaban unas sobre otras, conformando una maraña móvil y encarnada, de la que sobresalían patas y antenas. Tras varias décadas de producción, la cueva volvió a sumirse en el olvido, ya sin crustáceos ni focas monje.

A finales de los setenta, dos vecinos lograron la concesión para retomar la actividad de cría. Abrieron nuevas entradas de agua para garantizar una circulación continua y permitieron a los pescadores conservar aquí sus excedentes. Así se aseguraban el jornal los días en que las tormentas mantenían los llaüts amarrados a puerto. Era, sin embargo, un negocio inaccesible y sometido a frecuentes robos, así que en los 90 se transformó en el acuario que hoy perdura. Alberga además el Centro de Recuperación de Especies Marinas (CREM), donde reponen fuerzas las tortugas malheridas que quedan atrapadas en los plásticos que se vierten al mar, y sigue alojando los excedentes de los pescadores. Y el día en que a los ibicencos nos da por hacer el turista, nos permite seguir rememorando historias de un pasado que se extingue como el vell marí.

Artículo publicado en El Dominical de Diario de Ibiza. Es parte de mi ‘Imaginario de Ibiza’