Observo en la prensa que una importante cadena hotelera ibicenca ha decidido emprender un plan de reconversión de parte de sus establecimientos, con el objetivo de orientarlos al turismo familiar. Una política interesante y de futuro, que ya han iniciado desde hace algunos años un buen número de empresas familiares, pese al importante esfuerzo inversor que representa y la sensación de vértigo que implica meterse en obras y redirigir el producto hacia otro segmento de mercado.

Estos hoteles y apartamentos turísticos lucen un aspecto mucho más moderno y funcional, ofrecen unas instalaciones confortables y sustituyen progresivamente a unos huéspedes compuestos por jóvenes y parejas de fiesta, por familias con mayor poder adquisitivo y que viajan con la intención de disfrutar de la playa, el patrimonio y la gastronomía.

Los atractivos que ofrece la isla para este perfil de turista son innumerables y menos estacionales, pero nuestra realidad es contradictoria. Pongámonos en la piel de una familia que aterriza en Eivissa para disfrutar de sus vacaciones de verano. Tras media jornada viajando, llegan al aeropuerto. Caminan hasta la parada de taxis como porteadores y allí se encuentran con una cola de aquí te espero. Hace calor y los niños lloran porque tienen hambre y sueño.

Tras una hora, consiguen subirse a un taxi. Por suerte, el chófer parece tener prisa y los niños, que se han desvelado y observan el paisaje con interés, no tienen tiempo de percibir las imágenes eróticas de las discotecas y salas de alterne que ilustran las vallas publicitarias. Finalmente llegan a la zona turística donde se ubica su hotel. Por el camino se han topado con aceras rotas, descampados descuidados, obras inacabadas y multitud de edificios venidos a menos; una atmósfera radicalmente opuesta a las paradisíacas imágenes que visualizaron en Internet antes del viaje.

Por suerte, el interior de su alojamiento cumple con las expectativas y permite a nuestra familia recuperarse de la primera impresión. La habitación es agradable, la terraza da al mar y el aire acondicionado funciona, aunque del grifo fluye salmuera en vez de agua. La visita a las murallas, el ambiente del puerto, los mercadillos, los arroces y las playas (en caso de que no haya medusas que piquen a los niños, la orilla este verde o la cuenta del chiringuito fulmine el presupuesto del día), también compensan y el viaje acaba cumpliendo, más o menos, con las expectativas.

Los jóvenes que vienen de marcha, en general, no se fijan mucho en los detalles. Mientras haya fiesta las 24 horas, la limpieza del litoral o la suciedad de las aceras representan cuestiones insignificantes, pero las familias con niños son más exigentes. Por esa razón, si queremos mejorar nuestra imagen y orientarla a este segmento de mercado, hay que mentalizarse de que es imprescindible renovar en serio las infraestructuras públicas de nuestras zonas turísticas y embellecerlas. En caso contrario, el esfuerzo de las familias y empresas que renuevan y reorientan sus hoteles, acabará siendo en balde. Eivissa, según dicen, tiene el encanto de lo rústico, pero no hay que confundirlo con lo cutre.

Artículo publicado en el diario Última Hora Ibiza