Siempre que viajo por el norte de España, o por Francia o Italia, no dejan de asombrarme esas villas inmaculadas donde cada cosa está en su sitio. Son lugares en los que existe una tradición estética que se ha ido transmitiendo durante generaciones y donde nadie se sale por la tangente. En esos pueblos y ciudades, si el acervo impone piedra, madera y teja, no encontraremos fachadas de colores. Y los balcones, en lugar de trastos y ropa tendida, exhiben macetas rebosantes de hortensias y geranios. Incluso comercios y sucursales se abstienen de instalar rótulos luminosos sobre los dinteles, para no agredir la armonía visual del conjunto. Aquel que se atreve a conculcar esa norma no solo es rechazado por la comunidad, sino que las instituciones le obligan a rectificar con contundencia y severidad. Cuentan, a su favor, con un marco normativo que garantiza la continuidad de este equilibrio estético.

Al pasear por esas calles limpias y apacibles, adoquinadas con pizarra, granito o cantos de río, me acuerdo de las abuelas ibicencas que encalaban los muros oblicuos de las casas payesas con escobillas de esparto, hasta que resplandecían con una blancura cegadora. La Ibiza de antaño, aunque pobre, sí era «un jardín en el mar», como promulgaba ese eslogan publicitario de hace unos años, que pese a su acertado enfoque no caló con la profundidad requerida.

Me pregunto, entonces, por qué estas sociedades del norte han sido capaces de mantener su legado con semejante pulcritud y nosotros, en cambio, lo hemos ido degradando hasta convertirlo en una caricatura de sí mismo. Se me ocurren mil justificaciones: el paso repentino y frenético de una sociedad medieval a una economía de servicios, la incultura, la especulación, la falta de conciencia colectiva? Todas me suenan a excusas de mal pagador.

Estas reflexiones cobran actualidad estos días, gracias a una modesta pero significativa iniciativa del Consell Insular, que ha anunciado que expedientará a los promotores de 140 vallas publicitarias esparcidas por las carreteras de la isla. Estas vías eran hasta hace poco de titularidad del Govern balear –que no movió un dedo para sancionar a los infractores– y ahora han pasado a depender de la primera institución de la isla.

Se suman a otras denuncias iniciadas con anterioridad, que, si la lógica burocrática no falla, culminarán con la demolición de estos mamotretos publicitarios y una multa importante para sus artífices.

La retirada de los carteles, que mercantilizan nuestro paisaje y lo devalúan con un contenido a menudo inadecuado, constituye un pequeño paso en pro de esa Ibiza estética; un avance pequeño pero alentador que denota sensibilidad institucional. No deja de ser, sin embargo, una anécdota aislada.

Hace ya mucho que Ibiza debería contar con una estrategia ambiciosa que abordara la transformación visual del paisaje y su progresivo embellecimiento, y que estableciera pautas bien definidas para el futuro. La isla aún posee un entorno enormemente atractivo en determinadas zonas, pero otras se han ido degradando con una sucesión de monumentos al mal gusto, fruto de una política territorial anárquica y cortoplacista. A ello hay que sumar el progresivo abandono del medio rural, la inexistente o ineficaz regulación estética de la arquitectura, una cantidad ingente de obras inacabadas que pervierten el paisaje –Cala d’en Serra, por ejemplo–, y una clara indiferencia respecto a la tradición constructiva de Ibiza. Este último factor se ha traducido en la proliferación de edificios vulgares, incluso hirientes, en algunos pueblos y junto a las iglesias.

La sociedad pitiusa, aunque tarde, ha comenzado a despertar de esta pesadilla especulativa y ya no tolera tanto abuso. Un cambio de pensamiento que, además, coincide con un relevo generacional que impulsa la renovación de muchos de esos edificios representativos de las tropelías cometidas durante el siglo XX.

Estamos ante una oportunidad única de transformar la isla y reorientarla hacia la nitidez del pasado. No solo hay que impedir construcciones sin sentido. Es imprescindible evaluar y ajustar con criterio estético los proyectos de remodelación de los viejos edificios, al tiempo que reducir su impacto, altura, etcétera. Bajo mi punto de vista, debería hacerse a través de un plan ambicioso y consensuado, que regulara desde la publicidad estática al color de las paredes o el tipo de adoquines que se ponen en las aceras. Una estrategia que determinara prioridades y fuera restrictiva, al tiempo que flexible con las necesidades y la realidad de la sociedad pitiusa.

A menudo profundizamos en los problemas que acucian a Ibiza desde el plano ético y relegamos lo estético a un segundo plano. Sin embargo, grandes pensadores de la Historia defienden que sin estética no hay ética, y viceversa. Hagámosles caso y pongámonos a trabajar.

Artículo publicado en las páginas de Opinión de Diario de Ibiza