En la isla, desde el instante en que el suelo adquirió más valor que el meramente agrícola, territorio y azar han ido siempre de la mano. No me refiero a esos ibicencos adictos a los naipes, que en las madrugadas etílicas se apostaban las fincas al giley y a menudo las perdían, sino a la calificación urbanística que iba tocando en suerte a las propiedades familiares. Las verdaderas timbas siempre se jugaron en los ayuntamientos y algunos, de la noche a la mañana, pasaron de tener un erial junto al mar que no servía ni para plantar patatas a ser propietarios de verdaderas fortunas en potencia.

Los más avispados y previsores buscaron dinero para erigir sus propios hoteles y bloques de apartamentos, y con los años acumularon un importante patrimonio. Los menos, empujados por su ignorancia, vendieron sus propiedades a banqueros, caciques y otros especuladores, casi siempre por cantidades irrisorias. Los terceros en discordia fueron aquellos que, pese a recibir suculentas ofertas continuadas en el tiempo, conservaron con orgullo las fincas tal y como las recibieron de sus ancestros, con el objetivo de traspasarlas inmaculadas a sus descendientes.

Buena parte de estos últimos, llevan décadas bajo la incertidumbre de ver que con cada cambio de gobierno se vuelve a jugar a la lotería con su propiedad. Viven en la duda permanente de no saber si podrán repartirla equitativamente entre sus hijos o si ésta, en caso de tener que venderla por necesidad, alcanzará un valor aceptable.

Esta espinosa cuestión del azar urbanístico al que aludíamos al principio, en Ibiza siempre se ha dirimido con las cartas marcadas. Cuántos propietarios han visto cómo sus fincas, antaño rodeadas de naturaleza, quedaban asediadas por hoteles, urbanizaciones y mansiones de tamaño vergonzante. Y, sin embargo, cuando ellos han querido construir una vivienda para sus familias, la ruleta de la fortuna se lo ha impedido.

Es obvio que hace ya muchos años que debería de haberse puesto coto a la construcción desaforada que padece Ibiza. La barra libre de grandes edificios se ha sustituido por un aluvión de chalets desproporcionados, muchos de ellos en parajes de alto valor paisajístico y ecológico. Hoy por hoy, en la isla únicamente tienen capacidad para construir casas los especuladores y los multimillonarios. Mientras tanto, los propietarios de toda la vida o aquellos que han podido ahorrar para comprarse una finca viven en la angustia de no saber cómo repartir la herencia porque el valor de la tierra oscila como un péndulo de Foucault.

Cada vez que la izquierda toma el poder, anuncia que habrá más restricciones y, mientras se lo piensa, paraliza. Luego retorna la derecha, desmonta el tinglado de sus predecesores y vuelta a empezar. El urbanismo de Ibiza es un permanente día de la marmota. Algunos, por ejemplo los vecinos de Sant Josep, arrastran esta situación desde hace lustros y, pese a las encendidas promesas electorales, no atisban el menor avance.

La semana pasada, sin embargo, se generó una oportunidad única para revertir esta situación: PSOE y Podemos, pese a partir de criterios muy dispares, alcanzaron un acuerdo sobre la normativa urbanística que debe regular el suelo de la isla. En esencia, limita el tamaño de las casas en suelo rústico a un máximo de 300 metros cuadrados y un volumen de 900 metros cúbicos, se reducen los tamaños de las piscinas, se evita la construcción en zonas de bosque, las segregaciones se acotan a familias y herencias y se mantiene la superficie mínima de construcción en 15.000 metros cuadrados.

Es obvio que en las dos partes se han producido renuncias importantes y el acuerdo podría ser histórico si se lograra un consenso con la derecha. El PP, pese a la naturaleza crítica inherente a todo partido político, incluso ha mostrado sorpresa porque estas medidas no le resultan tan restrictivas como se temía y únicamente ha planteado ligeros desacuerdos que, en una negociación abierta y sin demagogias, probablemente podrían resolverse.

Es evidente que muchos residentes prefieren unas condiciones más represivas y otros precisamente lo contrario, pero por primera se atisba posibilidad de pacto. Hay que exigir a los políticos que, en esta ocasión, actúen con amplitud de miras y en beneficio del interés general, y alcancen por fin un acuerdo duradero. En caso contrario, volveremos a estar abocados a este permanente mareo de la perdiz, que alterna épocas de parálisis con etapas de orgía especulativa que únicamente aceleran la destrucción del territorio. Y que no padezcan; les quedan otros muchos asuntos para hacer volar los cuchillos.

Artículo publicado en las páginas de Opinión de Diario de Ibiza