La fortaleza amurallada de Dalt Vila constituye una imagen icónica del asombroso esfuerzo que históricamente desempeñaron los ibicencos para salvaguardarse de la piratería. No hay otro monumento en la isla cuya grandeza se le pueda comparar y sus dimensiones únicamente son consecuencia del origen foráneo de su financiación, a cargo de la Corona española. Un esfuerzo inversor que llegó tarde –en eso seguimos igual–, cuando los corsarios ya habían asediado la ciudad durante siglos y provocado tragedias y daños irreparables.

Si hoy podemos presumir de unos lienzos en perfecto estado de conservación es, en buena medida, porque cuando por fin fueron realidad, a finales del siglo XVI, la historia ya había agotado los episodios épicos destinados a este escenario. Dalt Vila, en todo caso, es el baluarte más grande, pero no el único. Templos fortificados como los Sant Miquel o Santa Eulària, con su austeridad y asimetría, sus líneas irregulares de aristas redondeadas y el fulgor blanco que desprenden sus muros, enaltecen la arquitectura tradicional.

Mientras las murallas de Dalt Vila constituyen una infraestructura tan colosal como inédita por sus dimensiones, la iglesia de Santa Eulària se aferra a la cima del Puig de Missa con extrema naturalidad; como si siempre hubiese estado predestinada a ocupar ese espacio, con su racimo de casitas blancas suspendidas hacia el arrabal. Quien descubre el conjunto por primera vez difícilmente podrá evadirse de su magnética presencia y quienes tenemos la suerte de escudriñarlo a menudo desde la llanura, nunca nos cansamos de él. Las variaciones de luz actúan como una colección de mudas que van alternándose hasta el anochecer; sobre todo cuando la luna llena se posa sobre la cúpula encarnada, única concesión cromática junto a los tostados del baluarte de piedra.

Que hoy podamos ascender a es Puig de Missa, recorriendo esa espiral que se abre a la isla en todas direcciones, y disfrutar de sus recovecos, hay que agradecérselo a un inesperado trío de acontecimientos: una tragedia, una casualidad y la presencia de un obispo inquieto. El acontecimiento funesto tuvo lugar en el año 1543, cuando seis galeras turcas asolaron la costa de Santa Eulària. La población se refugió en la vieja iglesia y la torre aledaña que entonces existía. Había muchas mujeres y niños. Cuando los piratas ya habían segado la vida de tres hombres del pueblo y prácticamente derruido un muro a golpes de pico y azada, llegó la ayuda y se esquivó una tragedia mayor. El susto, sin embargo, determinó la necesidad de construir un templo de mayor envergadura y resistencia.

La casualidad fue la posterior presencia en la isla de Giovanni Batista Calvi, el ingeniero de las murallas de Dalt Vila, que proyectó parte de la fortaleza de es Puig de Missa y el baluarte macizo de piedra que se adhiere al templo, por el lado del campanario. Se cree que la nueva iglesia fue consagrada en 1568 y desde entonces sirvió a su propósito de proporcionar refugio seguro a los campesinos y molineros que se arremolinaban en la fértil cuenca del río.

La iglesia fue evolucionando con el paso de los siglos, incorporando las capillas y el espectacular y atípico porxet, el más amplio de Ibiza, con ese rústico bosque de arcos que bien podría definirse como una sobria versión ibicenca de las mezquitas nazaríes.

El tercer culpable del Puig de Missa, tal y como hoy lo conocemos, fue Eustaquio de Azara de Perera, segundo obispo de Ibiza (finales del siglo XVIII), que adquirió los terrenos aledaños al templo para erigir las viviendas blancas que hoy existen y así dotarlo de un núcleo urbano que atrajera a las familias más alejadas y dispersas. Nadie debería dejar Ibiza sin pasear por sus callejones y asomarse a la costa desde su coqueto cementerio o en las paradas del Vía Crucis.

Artículo publicado en El Dominical de Diario de Ibiza. Es parte de mi ‘Imaginario de Ibiza’