La costa baja y encarnada de Sant Carles, a continuación de Pou des Lleó, ofrece uno de los parajes imprescindible de la Ibiza abrupta. En ella, rincones plácidos y marineros se alternan con una inquietante sucesión de dólmenes que desafían al mar y las tempestades.

“Ebrio placer es, para quien sufre, apartar la vista de su sufrimiento y perderse a sí mismo” (Friedrich Nietzsche).

También cabe definir Ibiza como un territorio de paisajes oníricos; aquellos que pueden surgir como escenario en un sueño plácido o en la más terrible de las pesadillas. Existe una razón geológica y es que, en determinados fragmentos aún vírgenes de nuestra isla, irrumpen elementos, a menudo pétreos, que impregnan el horizonte con la versión más brutal e inquietante de la naturaleza. Esa belleza, más sobrecogedora que idílica, que hallamos en ciertos acantilados de es Amunts, en es Vedrà y es Vedranell, en es Paller d’en Camp y en tantos otros parajes que parecen cincelados con una intencionalidad escultórica más allá de la erosión del viento, la lluvia y las tempestades.

Descubrir estos lugares aún resulta más estremecedor cuando entra en juego el componente aleatorio; es decir, el hecho de hallarlos sin intencionalidad, al pasear sin rumbo o desviarnos de la ruta previamente trazada. Por eso, para poder admirar uno de los enclaves ibicencos más conmovedores, en la costa baja de Sant Carles, deben producirse dos pequeños milagros. El primero, evitar la inercia de seguir hasta el final la carretera que conduce a la orilla de es Canal d’en Martí, pues el riesgo de quedar subyugado por sus varaderos y agua cristalina es elevado. El segundo, superar idéntico efecto ante la apacible quietud de la orilla de Pou des Lleó, tras tomar el desvío adecuado a la altura de la vieja fonda.

Para sobreponerse a sendos cantos de sirena, hay que poseer una curiosidad incisiva y, aunque nada parezca invitar a ello, trepar bajo los pinos anteriores a los casetas de los pescadores. Así se alcanza la llanura, ligeramente elevada sobre la mar y carcomida por el inagotable ansia expansiva de ésta. Ya en el espacio abierto, el suelo adquiere un vivo y llamativo color almagre, como si un viento huracanado hubiese arrancado esta tierra de las dunas de Wadi Rum, el desierto rojo de Jordani.

En el primer entrante, sobre sa Punta de sa Llagosta, la primera y más sobrecogedora de las paradas. En mitad del agua irrumpen tres farallones que rivalizan en altura con el acantilado y que aportan esa atmósfera inquietante que decíamos al principio. Este trío de monolitos, más que emerger del mar, parecen desafiarlo, pues han soportado los envites de los temporales, que sí han derruido la tierra y las rocas que antaño tenían a su alrededor.

Según se bordea la media luna hasta los varaderos de sa Punta des Llaüts, el horizonte se transforma por completo. Ahora se avistan los primeros varaderos de es Canal d’en Martí, antes a la espalda, así como el monte de pinos que se encarama a su retaguardia. A medio camino, la corriente forma oleaje al impactar contra los invisibles escollos que salpican de peligro toda esta costa y, en primer término, un agua esmeralda y transparente que en los días calmos invita a zambullirse sin remedio. Hacia la izquierda, mar adentro, el islote de Tagomago, con sus hipnóticos pliegues diagonales, y a la derecha, verdes extensiones de campo, escalonadas con muros de piedra seca según ascienden la loma. Incluso ante semejante paraíso, los tres dólmenes sobresaltan, como plantados allí por dioses de otra era.

El paseo continúa hacia la cara más lejana de sa Punta des Llaüts, ya en es Caló Roig, donde se apostan nuevos refugios de pescadores. Cierran una costa rocosa cubierta de posidonia seca en buena parte de su recorrido. A partir de aquí, los campos vuelven a trasmutar a bosque y la costa se precipita hacia el mar, renunciando a la verticalidad de antes. Así hasta sa Punta de ses Eres Roges, donde aguarda otra de esas inexplicables propiedades prácticamente adheridas al mar, que nos despiertan de la ensoñación y devuelven a la versión más mundana de Ibiza.

Costa baja entre despeñaderos

La costa baja entre es Canal d’en Martí y sa Punta de ses Eres Roges constituye una excepción. Hacia el Este de esta primera cala, la tierra encarnada del altiplano es sustituida por el gris de los acantilados pétreos, cubiertos de pinos, que acogen la torre d’en Valls. Y al Oeste de ses Eres Roges, frente al islote de s’Or, ocurre el mismo, hasta que irrumpen los arenales de es Figueral y s’Aigua Blanca.

Artículo publicado en El Dominical de Diario de Ibiza. Es parte de mi ‘Imaginario de Ibiza’