La casa payesa ibicenca refleja el carácter indómito de su morador. Es práctica, racional, sólida, austera y, sobre todo, aislada. Reluce encalada en el centro de su propio territorio, parapetada tras una frontera invisible. Antaño no requería de vallas ni muros, pues cada labriego conocía al dedillo el trazado que delimitaba sus posesiones, a través de bosques, torrentes, alcarrias y cultivos.

Tal vez porque abundaba la tierra, el campesino hijo de la reconquista siempre vivió aferrado a su familia pero separado del resto; de espaldas a una vida de arquitecturas que se agruparan más allá de su propia sangre. Si nos retrotraemos a hace 60 ó 70 años, a la Ibiza preturística, no encontraremos un solo pueblo significativo en cuanto a dimensiones, por muchos habitantes que integraran su parroquia. Y por esa misma razón, aún hallamos localidades bellamente ínfimas –como Sant Agustí, Sant Vicent, Es Cubells, Sant Mateu o Santa Agnès–, mientras los vecinos las siguen circundando desde las faldas de los montes y las llanuras.

La forma de vivir del payés cristiano era, en este sentido, radicalmente distinta a la del hortelano musulmán que le precedió. A lo largo y ancho de los territorios ocupados de la península ibérica, y en la propia Ibiza, los árabes convivían en alquerías: pequeños núcleos de población rural con varias moradas e infraestructuras comunes (molinos, almazaras, corrales…).

De aquel remoto pasado andalusí ha llegado hasta nuestros días uno de los ejemplos más espectaculares de la arquitectura ibicenca: el poblado medieval de Balàfia, declarado Bien de Interés Cultural en 1996. Junto a dos torres prediales se ubica el mayor conjunto de viviendas rurales de la isla: siete casas arremolinadas en la cima inclinada de una colina, que se abren al paisaje de llanuras fértiles y bien irrigadas de Sant Llorenç.

Las dimensiones del poblado de Balàfia, de hecho, son mayores que los centros históricos de muchos pueblos pitiusos. Constituyen una aldea en miniatura, con calles empedradas e instalaciones compartidas. Es probable que los cristianos de Balàfia, al contrario que sus vecinos, renunciaran a ciertas ventajas de la vida aislada por la seguridad que les ofrecía este recinto heredado.

Las torres representaban el mejor refugio durante los saqueos de los corsarios berberiscos, que tras la reconquista se sucedieron intermitentemente, multiplicándose a partir del siglo XVI. Balàfia, de hecho, se convirtió en un objetivo prioritario para los piratas, debido a la alta productividad de sus campos y granjas. La crónica histórica incluso revela que los invasores llegaron a prender fuego a sus dos atalayas de piedra, con el objetivo de capturar a sus habitantes. Sin embargo, éstas soportaron el asedio y se mantuvieron en pie.

La postal más característica de Balàfia exhibe el contraste entre los muros encalados de los corrales de Can Pere de na Bet y el lateral de Can Bellmunt –separados por un estrecho callejón que desemboca en un patio–, el azul del cielo y el ocre de la piedra de la primera torre. Ésta arranca tras el conjunto y se eleva por encima de él.

De la fachada de Can Bellmunt también destaca la triple arcada de la planta alta, que ocupa el centro del conjunto cuando se avista desde el llano. Tras esta segunda casa, la almazara y la más modesta Can Vicent Ferrer. Levemente separadas y en el centro del poblado, Can Bernat y Can Jordi, y en el extremo septentrional, Can Marès y Can Fornàs. La segunda torre se erige junto a esta última.

Los actuales moradores de Balàfia ya no temen a los piratas, pero siguen parapetados en sus casas ante el trasiego constante de los nuevos invasores: los turistas, que surgen a diario por docenas, en busca de esa Ibiza legendaria que cada vez resulta más difícil de encontrar.

Artículo publicado en El Dominical de Diario de Ibiza. Es parte de mi ‘Imaginario de Ibiza’