Antaño, esta abrigada bahía de la costa de es Cubells pasaba inadvertida en las rutas turísticas de la isla. Hoy, por el contrario, constituye una de las áreas de costa abrupta más urbanizadas, con medio centenar de chalets coronando una modesta península.
“Ante la presencia espectacular del destrozo y deterioro sistemático de nuestro planeta, por ese afán desmedido de poder y riqueza, nos encontramos en condiciones de intuir, por ese misterio escondido del instinto, la catástrofe de todo lo que pudiera ocurrir, si no luchamos aportando el esfuerzo de cada uno” (César Manrique).
A menudo los visionarios son ignorados y tildados de lunáticos, y aquellos que encima propugnan la conservación de los paisajes y la herencia de las tradiciones durante la gran verbena del progreso, reciben un sistemático rechazo colectivo por aguafiestas y agoreros. Sin embargo, en esas contadísimas ocasiones en que la sociedad se deja guiar por sus vaticinios, el tiempo acaba elevándoles a los altares laicos.
En la isla de Lanzarote tuvieron, en este sentido, un guía excepcional. En la época en que la especulación amenazaba con iniciar un irreversible proceso de destrucción de los excepcionales parajes de esta isla volcánica, el artista César Manrique (1919-1992) fue capaz de convencer a sus paisanos. Les inculcó la necesidad imperiosa de no vender al mejor postor ni los campos, ni la costa, ni la sabiduría acumulada durante tantos siglos y contenida en las viejas casas tradicionales, adaptadas a las arduas condiciones climáticas. Al mismo tiempo, supo revelarles cómo integrar la arquitectura en el paisaje, haciéndolo incluso más bello. Así ocurre en obras surgidas de su creatividad tan impresionantes y orgánicas como el auditorio de los Jameos del Agua, Taro de Tahiche –su casa en el interior de burbujas solidificadas de lava– o el espectacular y camuflado Mirador del Río.
Si hubiésemos tenido una fuente de inspiración similar en la Ibiza de los años sesenta y setenta probablemente habría servido de poco. La inercia especulativa rodaba con tal aceleración que se habría llevado cualquier cosa por delante, sin disimulos ni matices. Se adueñó de las grandes playas donde, en lugar de edificios de altura moderada, mimetizados con el entorno, se construyeron pavorosas moles. Y cuando se agotó la arena, se continuó por los escollos. Que en Ibiza aún queden paisajes inalterados constituye un auténtico milagro.
Existen varios colmos que ejemplarizan esta barbarie y uno de ellos es la punta de Porroig, sobre cuya llanura se ha construido urbanización de chalets de lujo, de dimensiones desmedidas en muchos casos. Contemplar el altiplano, no hace tanto un paraje virgen de bosques y campos roturados, junto a una de las más apacibles y abruptas calas marineras, produce congoja. En su reducida superficie rodeada de mar, a cuyo pie los pescadores atrapaban atunes y serviolas, se arremolinan, a ojo de buen cubero, medio centenar de chalets. Un vistazo a Google Maps también revela que, a pesar de la preocupante falta de agua dulce que hay en la isla, se acumulan en la pequeña península alrededor de 35 piscinas, de un tamaño escalable a las mansiones que las albergan, así como varias canchas deportivas. Algunos jardines, asimismo, exhiben extensas praderas de césped y múltiples variedades botánicas foráneas, que requieren cantidades ingentes de agua para su mantenimiento.
Y sobre el espejo de la bahía, como si su reflejo fuera capaz de traducir al medio acuático la desproporción que hay en la tierra, un denso remolino de embarcaciones, algunas de eslora considerable. En verano parece más un puerto urbano que natural, sensación que acrecienta el incesante trasiego de neumáticas auxiliares que van y vienen con pasaje, víveres y bolsas de basura. No resulta extraño, por consiguiente, que cada vez más lugareños renuncien a su reducto costero y crezca exponencialmente el número de puertas de varadero que permanecen cerradas.
Casetas de pescadores y chalets
Precisamente porque antiguamente Porroig era una cala rocosa que pasaba desapercibida en las rutas turísticas, se permitió un fenómeno que no se observa fácilmente en otros lugares: la construcción no ya de varaderos, sino de auténticas casitas, incluso alejadas del agua, a mitad o encima del acantilado, dentro de la franja marítimo-terrestre. Constituyen miniaturas, en todo caso, en comparación con las mansiones que se alinean sobre la plataforma del cabo.
Artículo publicado en El Dominical de Diario de Ibiza. Es parte de mi ‘Imaginario de Ibiza’