Escribir sobre el río de Santa Eulària y resignarse a emplear el pretérito produce congoja, pero la realidad es que aquellos tiempos en que anunciábamos con orgullo que Ibiza era la única isla balear con un cauce fluvial han quedado obsoletos. Nadie ha certificado oficialmente su defunción, pero constituye una realidad incontestable para todo aquel que ha paseado por su curso a lo largo de estos últimos años. La sequía y la proliferación de pozos han agotado por completo la ribera, dejando una huella en negativo de lo que fue. Ahora sólo queda un emboscado vacío con aspiraciones a torrente en épocas de lluvias abundantes, si es que regresen alguna vez.

Sí conserva el río su desembocadura, en pleno Paseo Marítimo de Santa Eulària. Aquí la condición de fenómeno extinto queda disimulada, al alimentarse de agua en el sentido inverso. La toma prestada de la playa, cuya corriente penetra tierra adentro con la complicidad de la gravedad y la orografía.

Los escolares de hoy, al contrario de aquellos que fuimos niños hace ya algunas décadas, ya no marchan de excursión al corazón de es Amunts, cerca de Sant Mateu, en busca de su nacimiento. Tampoco escuchan el murmullo del agua entre los pinos ni vadean el arroyo dando saltos de orilla en orilla como si fuera un charco interminable que se ensancha y estrecha hasta adquirir caudal. Así se deslizaba antaño, entre los campos de Sant Miquel y Santa Gertrudis, serpenteando a lo largo de 17 kilómetros y acogiendo en el recorrido una sucesión de torrentes, como los de Labritja o des Ierns.

El de Santa Eulària, en realidad, fue río hasta finales del siglo XX, cuando pereció víctima –otra más–, del crecimiento asociado al turismo y la necesidad de recursos que genera. Hasta entonces, su importancia en la historia de la isla fue capital. Púnicos y romanos aprovecharon su ribera fértil para cultivar olivos y viñedos. A partir del siglo X, los árabes bautizaron a este territorio Xarc y lo transformaron en una importante área de regadío. Los cristianos la recuperaron en el siglo XIII y, entre la herencia andalusí, hallaron un conjunto de molinos harineros que molían empujados por la corriente.

Antaño los humedales del cauce también acogían un verdadero espectáculo biológico. En sus charcas, entre arrayanes, adelfas, juncos y zarzas, anidaban el martín pescador, la garza real, la lechuza y el cernícalo, y se reproducían ranas, sapos y musarañas.

En las proximidades de la desembocadura, al pie del Puig de Missa, en Can Planetes, aguarda el centro de interpretación de un río que ya no existe, pero cuyas historias y secretos siguen resultando igual de emocionantes. Y un poco más abajo, siguiendo la cuenca vacía, se yergue el Pont Vell, también llamado puente romano –aunque las primeras referencias que se tienen de él son muy posteriores, de 1720–, Pont des Molins o puente del diablo, pues, como todo paso elevado sobre el agua, congrega un profuso surtido de leyendas sobre brujas y demonios.

Nadie parece atreverse a decir en voz alta que el río de Santa Eulària ha muerto y algunos incluso albergamos la esperanza de que la naturaleza, pese a lo mucho que la castigamos, nos devuelva esos años de lluvias torrenciales hasta inundar el manto freático y reventar agua por es Amunts, sa Talaia de Sant Josep y tantos otros lugares. Entonces, los torrentes arrastrarán riadas y el cauce del río llenará el vacío. Mientras anhelamos que el milagro se produzca, podemos seguir diciendo, con la boca cada vez más pequeña, que Ibiza es única porque tiene río.

Artículo publicado en El Dominical de Diario de Ibiza. Es parte de mi ‘Imaginario de Ibiza’