En un mundo ideal, el Govern balear y las instituciones pitiusas desembolsarían 24 millones de euros sin pestañear y adquirirían S’Espalmador a sus actuales propietarios. Sortearíamos así el riesgo de padecer, en cuanto el islote cambiara de manos, un nuevo Tagomago con el correspondiente caudillo que erigiera, acotara y restringiera a su libre albedrío.
Además, en un mundo ideal, pondríamos un vigilante que evitara que las dunas acabaran convertidas en matutino escenario de picnic y vespertino estercolero, o que una prole de horteras arrasara la laguna para embadurnarse de barro, cual piara, bajo la creencia insólita de que esa arcilla mágica puede transformar un Enrique San Francisco en un Robert Redford en sus años mozos. De paso, restauraríamos la torre de Sa Guardiola, hoy carcomida por el salitre y a punto de desmoronarse, y restringiríamos el acceso al islote, para que la playa de s’Alga deje de parecer una extensión del puerto de La Savina.
En el mundo real, sin embargo, las arcas del Govern balear sobre todo acumulan telarañas y únicamente quedan fondos para emergencias –siempre que no se vean involucrados emisarios pitiusos– y algún que otro capricho mallorquín –como ese mastodonte palmesano llamado Palacio de Congresos, que ha costado como cinco o seis espalmadors–.
Pero, por un momento, dejémonos llevar por la imaginación y viajemos a esa Ibiza ideal en la que, si fuera menester, protegeríamos el territorio a golpe de talonario. Puestos a soñar con imposibles, mejor ser ambiciosos y tratar de recuperar el Parque Natural de Ses Salines en su totalidad. Recompensaríamos, de esta manera, al pueblo pitiuso, que vio como la Corona española, tras la guerra de Sucesión, le expropiaba sus antiquísimos estanques de la sal. Con los años acabaron en manos de una empresa mallorquina –actualmente controlada por el ex presidente Gabriel Cañellas–, que hoy sigue haciendo y deshaciendo a su antojo, sin que los propietarios originales hayamos recibido compensación. Pero no se trata de ser indemnizados, como propugna un partido en el Parlament, sino de luchar por recuperar el control de la propiedad.
En el Parque Natural ha existido, desde la antigüedad, una industria salinera que aún se mantiene. La sal, sin embargo, compone hoy el menor de los negocios de esta empresa, que además explota los estanques sin entregar contraprestación alguna. El actual ‘business’ de Ses Salines, especialmente en territorio ibicenco, se compone de un conglomerado de viviendas de alto standing, apartamentos, restaurantes, concesiones de hamacas, áreas de estacionamiento de pago y otros negocios que reportan pingües beneficios a la compañía y que someten a este frágil territorio a una presión extrema. Si nos comparamos con otros parques naturales del país, que se cuidan como jardines, la masificación y sobreexplotación de Ses Salines sólo puede calificarse de despropósito enquistado, al que ninguna administración insular se ha atrevido a meter mano.
La empresa –que explota tanto estanques, como playas y propiedades– construye chalets de lujo en primera línea y a un palmo de los canales, aprovechando viejas estructuras de la industria salinera y las vetustas viviendas de los trabajadores; reconvierte espacios monumentales en apartamentos –véanse las estancias adheridos a la capilla de Sa Revista–; transforma almacenes de los canales en vallas publicitarias, redistribuye las hamacas de las playas y gestiona lucrativos aparcamientos que en Ibiza, a diferencia de Formentera, no distinguen entre residentes y turistas. Desconozco si cuentan con todos los parabienes burocráticos pero, de ser así, resulta inconcebible que logren la concesión de semejante cantidad de licencias en un territorio tan restringido.
Incluso poseen una fuerza policial, camuflada en forma de brigada informativa u otro eufemismo por el estilo, que ha sido acusada públicamente de coacciones por los masajistas de la playa que cuentan con autorización municipal pero que no operan en los negocios que explota esta compañía. También deciden –a ojo de buen cubero, pues no existe regulación– qué vehículos pueden acceder a los caminos acotados que desembocan en la Torre de Ses Portes y en las calitas rocosas entre ésta y la playa de Ses Salines.
Que en un espacio público, supuestamente dotado de las mayores cotas de protección, impere este descontrol y que las distintas instituciones nunca le hayan puesto remedio constituye una ignominia grave. Mucho peor que un jeque árabe compre el islote de S’Espalmador y su par de casas, a las que no podrá añadir un escalón. La privatización progresiva del espacio público de Ses Salines es algo que siempre hemos tenido ante las narices. Nos las hemos dejado arrebatar en silencio. Primero en el siglo XVIII y luego en los ochenta, cuando la Ley de Costas volvió a hacer público todo este suelo. Ni vivimos en una Ibiza ideal, ni podemos firmar cheques en blanco. Pero sí legislar, supervisar y poner límites. Y, con el tiempo, ir recuperando paso a paso el timón de un patrimonio valiosísimo y que es de todos.
Artículo publicado en las páginas de Opinión de Diario de Ibiza