En esta isla del lujo y el desenfreno, donde veranear cuesta más caro que en la mayor parte de Europa, a menudo tratamos a nuestros huéspedes como ganado. Tenemos un aeropuerto recién ampliado, con pasarelas climatizadas que facilitan el acceso al interior de las aeronaves sin sofocos, un notable surtido de tiendas de toda ralea y hasta una discoteca con carta de sushi. La atención al pasajero, sin embargo, es más chapucera que nunca y, en estos días intensos en que se baten récords de transeúntes, hasta puede resultar insoportable.
Hace poco más de una semana –al ser Eivissa una isla y estar por definición rodeada de mar–, no tuve más remedio que hacer uso de nuestra renovada infraestructura aeroportuaria para desplazarme a la península. Allí, en la cola que precede el control de seguridad y el consiguiente desnudo parcial de viajeros, disfruté de una visión tan surrealista e inenarrable que me pareció arrancada de una comedia de Almodóvar.
Al principio de la fila, una empleada del aeropuerto, que imagino cumplía órdenes con diligencia y marcialidad, obligaba a los pasajeros a apretar el paso mediante bruscos aspavientos, cual guardia de tráfico en hora punta. Acompañaba estos gestos, que exageraba sin rubor, de un mantra a todo pulmón que de manera cíclica, rítmica e ininterrumpida, rezaba: “vamos, vamos, venga, vamos, más rápido, vamos, vamos…”. La velocidad empeñada en este protocolo era inversamente proporcional al paso del caminante. Es decir, a andares más lentos, mayor brusquedad de gestos e incremento automático del volumen gutural. Semejante trato, que padecimos todos los presentes, sólo puede calificarse de vergonzoso y hasta delirante.
La mayor parte de los pasajeros, bastante más educados, sonreían ante su falta de pudor y se aguantaban las ganas de darle una patada en la espinilla o mandarla al campo a recoger tréboles. Sólo alguno, muy de vez en cuando, espetaba: “oiga, que no somos ganado”. Durante el turno de esta señora, Eivissa despidió a unos cuantos miles de turistas no con la coletilla habitual de “gracias por su estancia”, “vuelvan pronto” o “les esperamos”, sino con una metafórica patada en las nalgas.
Entre los afectados, pude distinguir a un buen número de representantes del colectivo juvenil británico, ese mismo que requiere de campañas de concienciación para no arrasar Sant Antoni las noches de fiesta o practicar salto base sin paracaídas desde los balcones. Ellos ya están habituados al trato que reciben los animales cuando se les conduce en piaras o en manadas. Pero también constaté la presencia de señoras y señores de mediana edad, bien vestidos y perfectamente bronceados. Esos que invierten parte de sus ganancias en pernoctar en nuestros agroturismos, alquilar casas de lujo con vistas al mar y catar botellas de champagne a precio disparatado en los beach club.
La anécdota del aeropuerto, sin duda, pasará a formar parte del álbum veraniego de recuerdos de estos viajeros, al igual que las colas interminables para coger taxi, el asedio de los chóferes pirata que se te ofrecen en la noche como camellos o el desastroso transporte de autobús interurbano, que este verano ha alcanzado sus mayores cotas de despropósito, debido al cierre caprichoso de la nueva estación de autobuses, el pasado invierno.
El llamado Cetis constituye un ejemplo vivo de lo que ocurre cuando el ego y los intereses cruzados ciegan a los políticos y les llevan a tomar decisiones que acaban perjudicando gravemente a los ciudadanos, en lugar gobernar con equilibrio, moderación y atendiendo al interés general. A los usuarios del transporte público, tanto turistas como residentes, los aspectos oscuros que pueda o no tener el proceso de adjudicación y posterior gestión del Cetis nos importan un comino. Que los interesados los diriman en los tribunales o en las salas de plenos, pero no nos perjudiquen al resto.
La realidad es que, mientras Consell Insular, Ayuntamiento de Eivissa y empresarios del sector intercambian pullas a través de los medios de comunicación, tenemos una estación prácticamente a estrenar cerrada a cal y canto, perfectamente equipada, con buena sombra, cómodos bancos, escaleras mecánicas, ascensor para discapacitados, isleta central, ventilación y dotada de una amplia rampa de acceso donde un autobús de tamaño estándar sólo puede tener un percance si lo conduce Rompetechos.
Así que aquí nos tienen a los usuarios del transporte público pitiuso, esperando el autobús en calles repletas de conductores alterados, bajo el sol abrasador de julio, y observando el ir y venir de turistas inquietos que corren de un extremo a otro del centro de Vila, tratando de averiguar de dónde parte el autobús que le lleva al aeropuerto, a Santa Eulària o a cualquier otro destino interurbano.
Ante esta realidad lamentable, reconocida por todas las partes, no crean que nuestras instituciones se han parado a buscar una solución que permita la reapertura de la estación. Muy al contrario, Consell y empresarios han pedido al Consistorio que autorice más paradas al raso e instale nuevas marquesinas. Los técnicos municipales han respondido lo mismo que deduciría cualquiera que estos días se pasee por Isidor Macabich y su entorno: que las paradas callejeras colapsan el tráfico, ahúman a los ciudadanos y generan aglomeraciones en las estrechas aceras de la ciudad.
A veces resulta imposible evadirse de la sensación de que Eivissa, en lugar de estar en Europa, forma parte de una república bananera.
Artículo publicado en Diario de Ibiza