“Nadie ama a su patria porque es grande sino porque es suya”. Lo dijo Séneca. Si extrapolamos esta premisa a las autonomías de nuestro país, observaremos que, como norma general, éstas comparten, además de una extensión continua, una cultura, unos intereses y una tradición. En Catalunya, Castilla La Mancha o Galicia, el individuo extiende este sentimiento de patria a todo el territorio, sobrevolando las líneas invisibles que lo subdividen en municipios, regiones y provincias, aunque esta percepción sea más intensa en el entorno inmediato.
En consecuencia, si la Junta de Castilla La Mancha construye una autopista de Albacete a Ciudad Real, el vecino de Guadalajara, aunque la prefiere en su ciudad, la observa como un beneficio común del que él o sus hijos se aprovecharán algún día. Esta continuidad territorial y sentimental, bajo mi punto de vista, acaba equilibrando la redistribución de lo público, a pesar de gestores ineficaces y multiplicidad de administraciones.
Las islas, sin embargo, son otro cantar. Aquí, la frontera no es una línea sobre un plano, sino un brusco choque de mar y tierra; una ruptura radical en esa continuidad espacial y sentimental. Desde hace unos siglos, compartimos un idioma, pero no podemos hablarlo de forma más opuesta. En realidad, nuestra identidad como pueblo es mucho más arcaica. Comemos los mismos productos, pues somos mediterráneos, pero los cocinamos de otra manera; igual sucede con nuestros bailes, nuestras fiestas populares o incluso nuestra conciencia de clase. Y no hablemos de Menorca, a la que sentimos más lejana que Madrid o Barcelona, puesto que están a una hora de distancia en lugar de a media jornada. En definitiva, el sentimiento de identidad balear es etéreo; no existe.
Mallorca no planea ignorarnos, sencillamente lleva la indiferencia impresa en el adn. Una frialdad que sería recíproca, de ser nosotros los que tuviésemos la sartén por el mango. No estamos ante un dilema exclusivo de políticos (ellos al menos disimulan porque precisan de nuestros votos), sino que es intrínseco a la sociedad. Para Mallorca, invertir en las Pitiüses es como arrojar dinero al mar.
Por eso, no debemos extrañarnos ante episodios tan lamentables como el intento de apropiación de la raza del ‘ca eivissenc’ (rebautizado ‘ca mallorquí’) o la negativa de hace cinco años de la delegación balear de la Asociación Española Contra el Cáncer de apoyar la radioterapia en la isla (con unos argumentos estadísticos tan impropios como vergonzantes). Ahora han tratado de corregirlo con la boca pequeña. Y lo mismo puede argumentarse en relación a la negativa del Govern a que abramos el centro de interpretación de Ses Salines, ya acondicionado, porque, según ellos, es suficiente con el de Formentera, cuando en Mallorca este tipo de instalaciones se inauguran por triplicado.
Por muchos años de autonomía que transcurran, esta sensación alienante no va a mejorar. No se puede invertir la naturaleza de todo un pueblo. Hay que asumirlo y obrar en consecuencia. Que nuestros partidos, sean de la ideología que sean, se escindan de Mallorca. Que batallen cada céntimo y recuperen cada competencia hasta que, algún día, podamos sentir hacia ellos la misma fría indiferencia. Yo digo que independencia sí, pero de Mallorca. A ver si alguien da el primer paso.
Artículo publicado en el diario Última Hora Ibiza
Eso a ver si alguien da el primer paso
Mallorca, NO gracias!