A continuación de la playa de ses Salines se halla la principal infraestructura de embarque de sal. Junto a almacenes, oficinas y el muelle de carga, se ubican las casitas encaladas de los salineros, que miran hacia Formentera.
“La sal, olor a sal del aire espeso del mar, y las piedras redondas que desgastan las mareas, ¿Cuándo vendrá el buen barco?” (George Santayana).
Tantos atractivos tiene Ibiza, que a menudo interrumpimos un paseo sin rumbo, atraídos por la sucesión de estímulos que van presentándose durante el camino. ¿Cuántos caminantes se han aventurado por los estanques de la sal y al llegar a la playa de ses Salines y asomarse a su orilla desde las dunas, han puesto fin a la expedición? Sin duda muchos, pues su paisaje de agua clara seduce y retiene. Sin embarque, únicamente quien continua hasta el final de la carretera descubre la guinda del parque. Allí, en la última parada, aguarda sa Canal, el antiguo pueblo de salineros.
Desde la rotonda de acceso al aparcamiento de la playa, la carretera discurre en paralelo a la costa. Esta, sin embargo, queda oculta tras las retorcidas sabinas que coronan la algaida. De pronto, a continuación del Hostal Mar y Sal, el paisaje se abre en perpendicular a la orilla, ofreciendo la mejor perspectiva del arenal. Desde ahí, hay que atravesar los imaginarios rieles y traviesas que conformaban la antigua vía férrea por la que circulaban locomotoras de vapor, arrastrando desde los estanques vagonetas cargadas de sal. En esta zona ya no queda rastro del ferrocarril, pero discurría junto a la carretera.
Ya sobre el muro que precede a un gigantesco pabellón de piedra, se contempla, a continuación de la playa, la costa baja y escarpada de la que se extraía piedra para la construcción de las murallas de Dalt Vila y el último fortín del sur ibicenco: la Torre de Ses Portes, que protegía el mayor tesoro de Ibiza: los estanques salineros. Ya en mitad del mar, una sucesión de islotes hasta que la vista se detiene en Formentera: en Caragoler, ses Illes Negres, es Penjats, s’Espalmador… Tantas que se superponen unas sobre otras hasta que se pierde la cuenta.
Este viejo almacén salinero, hoy conocido como La Nave y reconvertido en sala de exposiciones, destaca por la solidez y rusticidad de sus muros de mampostería, a prueba de salitre, y su extensión. La cubierta es a dos aguas y en la fachada principal únicamente hay una puerta corredera, coronada por un óculo ovalado. En el lateral, a pesar de sus dimensiones, una única ventana en el centro y pequeñas oquedades para iluminar el interior, casi tocando la cornisa.
A continuación de La Nave, dos almacenes encalados con puertas y ventanas de color azul zafiro. El más lejano parece un silo y frente al primero, una de las viejas locomotoras del ferrocarril de la sal, creado en el siglo XIX y operativo hasta los años 70 del XX. Frente a una zona de almacenaje descubierta y rodeada por una valla, donde también se amontona la sal que se exporta, las oficinas de Salinera Española, otro edificio encalado de dos plantas, con una llamativa y sobredimensionada chimenea piramidal.
Junto a esta sede, las antiguas casas de los empleados de la industria, también enteramente encaladas, con persianas y puertas verdes, porche con columnas de capitel cuadrado, verja de forja y cubierta de tejas. A veces corona el porche una balaustrada de estilo indiano. Hay alrededor de media docena y una de ellas ejerció como bar hace ya algunas décadas. Resulta fácil imaginar las horas que sus moradores, en otoño, pasaban contemplando los barcos que iban y venían, algunos llegados desde el Mar del Norte, para cargar la preciada sal ibicenca con destino a sus fábricas de salazones.
El muelle, estrecho y alargado como una fina aguja que se inserta en el mar, se extiende justo enfrente, con un sinfín que transporta la sal desde la zona de almacenaje hasta la bodega de las naves. Desde esta zona industrial, resulta sencillo imaginar cómo la mayor riqueza de la isla, en un pasado no tan lejano, era el oro blanco de los estanques.
La sal de los ibicencos
Antiguamente, las salinas pertenecían al pueblo de Ibiza. Constituían la principal fuente de financiación de la Universitat, el gobierno de la isla, que las explotó hasta que, tras la Guerra de Sucesión, en 1715, la Corona se apropió de ellas y las administró. En 1871 fueron subastadas y adquiridas por la sociedad Fábrica de Sales de Ibiza. Poco tiempo después, en 1898, pasaron a manos de la empresa de Mallorca que hoy las sigue gestionando: Salinera Española.
Artículo publicado en El Dominical de Diario de Ibiza. Es parte de mi ‘Imaginario de Ibiza’