Antiguamente, cuando los hombres de la península aún creían que el mundo era plano, establecieron el finis terrae –fin de la tierra– en el cabo más occidental de la costa gallega. Sostenían que mar adentro, súbitamente, el océano se precipitaba al vacío, formando una inmensa cascada que desembocaba en un infierno habitado por dragones y otras bestias.
Ibiza, pese a su condición de isla, nunca fue territorio de confines. Nuestros antepasados nacieron con el gen de la mar y, desde los albores de la historia, surcaron el Mediterráneo para comerciar con norteafricanos, levantinos, mallorquines, corsos y sardos. De haber un fin del mundo en nuestra costa no aguardaría, en todo caso, en el lado de poniente, como en Finisterre, sino en el extremo norte, en la Punta des Moscarter de Portinatx, donde hoy se alza un llamativo faro de planta circular, con bandas helicoidales en blanco y negro.
Tal vez por eso, tal y como relatan los vecinos, la primera y más extensa carretera que atravesó la Ibiza rural fue la de Portinatx. Recorría las llanuras de Jesús, Sant Llorenç y Sant Joan y descendía serpenteando hasta los escollos septentrionales, de una manera mucho más agresiva que hoy en día. Tras algo más de 27 kilómetros, el asfalto moría en la arena del Port de Portinatx, también llamado es Portitxol. Aún hoy, pese a ser una de las áreas turísticas más importantes de la isla, exhibe vestigios de esa Ibiza que se aferra a un pasado de pescadores y que, por desgracia, agoniza como los peces camino de la lonja.
Etimológicamente, Portinatx viene del mozárabe portinas (los puertecillos) y existen yacimientos arqueológicos que demuestran que ejerció de puerto desde la antigüedad. Conforma una postal pintoresca, con llaüts amarrados al abrigo del islote de sa Guardiola y rústicas barracas de madera erigidas en la orilla pétrea del otro lado. Tan únicas que no se arremolinan en otro emplazamiento de la isla. Los pescadores las utilizan para almacenar redes, palangres y otros aparejos, cuando terminan la faena.
En el Port de Portinatx hasta el hostal de Ca’s Mallorquí resulta atípico. Lo fundó un estraperlista de Mallorca y su terraza se asienta sobre una sucesión de varaderos de múltiples propietarios, que antaño, en la zona más alejada de la arena, albergaron un vivero donde los pescadores conservaban vivos meros, dentones y, sobre todo, las langostas y cigalas que quedaban atrapadas en las nansas. En el Port de Portinatx, sin embargo, se comerciaba con género de toda índole. Los agricultores norteños trasladaban al embarcadero parte de sus cosechas y grandes cantidades de carbón vegetal que producían con sitges en los bosques. Luego negociaban el precio con los tripulantes de las balandras que llegaban de la capital y otros puertos.
Pero Portinatx, ante todo, era territorio de contrabandistas. Si los estraperlistas del sur se aventuraban hacia la costa de Argel, los de Portinatx apuntaban al noreste. Su cabo marcaba la distancia más corta a Mallorca –apenas 46 millas náuticas hasta el Port d’Andratx–, y los matuteros de una y otra isla atravesaban esa línea con los botes cargados hasta los topes.
A menudo partían de Ibiza con tabac pota (nicotiana rustica), esas hojas de agrio y pestilente tabaco, que los payeses cultivaban, secaban, picaban y fumaban con inmenso placer, castigando a quien tuvieran alrededor. La misma planta tóxica y mareante que utilizaban los chamanes de la Amazonia cuando querían conversar con los difuntos y que también usó la industria química para fabricar los primeros insecticidas. El archiduque Luís Salvador de Austria dejó escrito que Ibiza producía 20.000 kilos al año. Los mallorquines se lo quitaban de las manos a los contrabandistas, que luego regresaban a Portinatx con el bote repleto de arroz, chocolate y colonia.
Las historias se acumulan en torno a esta bahía insólita que, además, se la conoce como Portinatx des Rei. Se dice que Alfonso XIII, en 1929, desembarcó en su orilla en el transcurso de unas maniobras militares. Un viaje a nuestros confines tan relámpago que no ha pasado a la historia. Quién sabe si se acortó a consecuencia de los efluvios lacrimógenos de la pota ibicenca.
Artículo publicado en El Dominical de Diario de Ibiza. Es parte de mi ‘Imaginario de Ibiza’