Hará unos meses del último pescado con salmorra en es Canal d’en Martí. Mientras alargábamos la tertulia junto al ventanal del restaurante, frente a la costa baja y escarpada de este tramo de Sant Carles, apareció un abuelo paseando por la orilla y abrió las puertas del refugio marinero sobre cuyo inclinado varadero, ya en el exterior, se exhibe habitualmente un llaüt impecable.
El anciano desapareció enseguida de nuestra vista y, animados por la charla, nos olvidamos de él. De repente, al cabo de unos minutos, vimos cómo la embarcación se deslizaba sola y a toda velocidad por las traviesas de sabina, como una gigantesca pastilla de jabón, para terminar flotando plácidamente en la orilla. Nuestra primera reacción, sobresaltados por aquella manera tan brusca de arriar el bote, fue pensar que el hombre había sufrido un accidente. Hubo incluso quien gritó. El personal, imagino que acostumbrado a tan sorpresiva ceremonia, nos tranquilizó de inmediato y explicó que ese era el método que empleaba el abuelo para salir a navegar, prácticamente a diario.
Ya despreocupados, nos fijamos en cómo el pescador, ahora sentado tranquilamente sobre la cubierta, trasteaba por la zona del motor. Su rostro no revelaba la menor sombra de inquietud, pese a que la barca enfilaba lentamente hacia los escollos por la inercia. La máquina arrancó sin dificultades, con sus característicos jadeos, justo a tiempo para que el marinero realizara una maniobra precisa y enfilara hacia Tagomago.
A aquellas horas, con la mar en calma, es probable que ni siquiera saliera a pescar; sólo a dar una vuelta e, inconscientemente, cerciorarse de que el paisaje de su vida seguía sin alteraciones. En esta costa los cambios resultan mucho más imperceptibles que en otros puertos naturales, cuyos pescadores ahora probablemente salgan a navegar con una sensación bien distinta. Rincones como Es Canar, Port des Torrent, Portinatx, Talamanca…
Si fuera el anciano, es probable que yo me quedara un buen rato contemplando los pliegues de Tagomago, que siempre me han parecido asombrosos. Ya no se puede ir a por gerret a consecuencia de los amarres instalados por los propietarios del islote. Gracias a ellos, sus adinerados huéspedes atracan cómodamente sus embarcaciones, pero rasgan las redes de los pescadores. Al menos, esas fabulosas capas retorcidas de roca siguen ahí y conservan intacta su imponente presencia.
Luego, tal vez echaría el curricán y, con el lento vaivén del llaüt, trazaría una línea invisible entre el islote y la torre d’en Valls, con el sedal en la punta del dedo índice, dándole tirones largos y secos en cuanto sintiera que picaban las sirvioles. Y me acordaría de cuando en Tagomago había una casa payesa, Can Domingo, donde se criaban cabras y ovejas, y un faro con hogar de farero, y concluiría que la vida, aunque fuera tremendamente dura, también resultaba más sencilla.
Luego me interrumpiría de mi ensimismamiento el vuelo rasante de un helicóptero cargado de huéspedes, el brusco oleaje provocado por alguna lancha sin el menor rastro de deferencia marinera o el estruendo de algún altavoz. Entonces cavilaría sobre cómo había evolucionado el sentido de la privacidad; especialmente en los islotes. Cualquiera podía desembarcar e ir a recolectar huevos de gaviota sin miedo a que algún extranjero te echara con cajas destempladas. Por fin regresaría al varadero, amarraría el llaüt con la parsimonia propia de mi edad y me sentiría feliz pese a todo, porque aunque la isla y el mundo entero giran a una velocidad de vértigo, hay rincones que, pese a estas pequeñas contrariedades, aún permanecen lo bastante estáticos como para no marearse.
Artículo publicado en El Dominical de Diario de Ibiza. Es parte de mi ‘Imaginario de Ibiza’