En Venecia, una ciudad que vive casi exclusivamente del turismo al igual que Ibiza, se han pasado treinta años debatiendo sobre qué medidas emprender para limitar la afluencia de visitantes. Su territorio, como el nuestro, está rodeado de mar y caminar por sus calles atestadas, donde cada día desembarcan una media de 75.000 foráneos, constituye, más que un privilegio, una verdadera penitencia. Al parecer, hay jornadas en que las aglomeraciones resultan tan asfixiantes que los viajeros sustituyen su ansia por admirar las maravillas del gótico y el renacimiento que acumula la ciudad, por la urgencia de encontrar un hueco fuera de la marabunta, donde respirar a salvo del agobio.
Tras tantas décadas mareando la perdiz, los gobernantes venecianos han sido incapaces de ponerse de acuerdo y tomar una sola decisión para controlar y frenar este desparrame humano. La situación es tan insostenible que al final ha tenido que intervenir la ONU y establecer un ultimátum: o ponen en marcha actuaciones contundentes antes de que concluya 2016 o Venecia pasará a formar parte de la lista negra del “Patrimonio mundial en peligro”. Este penoso honor suele recalar en destinos sitiados por la guerra o que han sufrido graves catástrofes naturales.
Aunque como ciudad presenta muchas imperfecciones, el problema de Venecia no es la falta de infraestructuras. Las autoridades locales, con independencia de su color político, no se andan con remilgos a la hora de someter a los turistas a un continuo goteo de impuestos y tasas, para recaudar fondos con que financiar las actuaciones necesarias que requiere semejante densidad humana. En la radio ponían estos días como ejemplo el precio del ‘vaporetto’ –autobús acuático–, que es de 1,50 euros para los residentes, mientras que los foráneos pagan 6 euros; cuatro veces más. La ecotasa balear, al lado de la sangría veneciana, por ejemplo, es de chiste. Semejante presión impositiva, junto con los elevadísimos precios, sólo se sostiene cuando existe una demanda extraordinariamente elevada.
Ibiza no es Venecia, pero resulta incontestable que comienza a mostrar síntomas alarmantes. Ni siquiera hace falta aludir a la desazón que soportamos los residentes. Basta con ponerse en la piel de los propios turistas, que en lugar del paraíso idílico que les vendieron por Internet o en la agencia de viajes descubren un territorio colapsado, además de sucio y desagradable en determinadas zonas, donde las colas son la única constante que no falla: coger un taxi, encontrar mesa en los restaurantes, entrar con el coche a la capital y a algunos pueblos, acceder a las playas, echar gasolina, ir a los mercadillos… Ibiza ha transmutado de la isla de la calma a la isla de las colas, con una salvedad: los museos.
Imaginemos cómo se le queda el cuerpo al turista que acaba de aterrizar en la isla y, en caso de encontrar hueco, planta la toalla en Ses Salines, Cala Saladeta o cualquier otra playa masificada. Cuando lo consigue, de pronto se ve rodeado por un enjambre de vendedores que le atosigan con gafas, bocadillos, mojitos, zumos de frutas recalentados, entradas de discotecas, pareos… La misma sensación opresiva que experimentó hace años, en una playa del tercer mundo que no tenía seguridad privada. Sólo que Ibiza es Europa y sus precios europeos; y subiendo…
Lo que acontece en Venecia debería hacernos reflexionar seriamente y acordar, entre todos, una fórmula para poner límites y evitar esta concatenación de récords en puertos y aeropuerto que sólo nos conduce a morir de éxito. A mí me resulta inaudito que aún haya alguien que lo celebre. Sólo cabe, por tanto, responder a una gran cuestión: ¿Cómo limitar el número de turistas que vienen a Ibiza y Formentera sin afectar al equilibrio económico del archipiélago? Únicamente se me ocurre una manera para ir empezando: congelar e incluso ir reduciendo paulatinamente las plazas hoteleras mediante el incremento de la calidad de los establecimientos y, sobre todo, someter a un verdadero escrutinio a la oferta ilegal de pisos y casas particulares, con el objetivo de desmantelarla.
Aunque por primera vez ya se están dando pasos en esta línea, parece necesario crear un cuerpo especial de inspectores que revise la oferta ilegal y realice una campaña intensa de controles. Su efectividad y la aplicación de sanciones mucho más contundentes, permitiría financiar su funcionamiento. Se reducirían las aglomeraciones, se incrementaría la demanda –y por tanto los precios de la oferta de tipo medio– y devolveríamos todas esas viviendas al mercado interno –residentes y trabajadores temporales–. Visto el ejemplo de Venecia, sería catastrófico que en Ibiza esperáramos treinta años. Ya llevamos consumidos unos cuantos. Ibiza requiere grandes acuerdos políticos y visión de futuro.
Artículo publicado en las páginas de Opinión de Diario de Ibiza