Buena parte de aquellos ibicencos que nacieron antes del ‘boom’ turístico y se criaron en el campo, aún son capaces de tejer, entre la niebla de la memoria, una vasta colección de recuerdos ligados a una vida que transitaba al ritmo de cosechas y estaciones. Días felices de vendimia, cuando se trajinaban del viñedo a la cuba aquellas cestas colmadas de racimos aromáticos y pegajosos, para ser estrujados y despalillados con una danza de pies descalzos. Los niños corrían felices y se atiborraban de mosto hasta que les dolía el estómago.
Las semanas previas transcurrían entre tediosas jornadas de vareo de la almendra y la algarroba, bajo el sofocante sol de agosto. Recolectas que generaban prácticamente las únicas exportaciones insulares y representaban el principal sustento de las familias campesinas. Luego, con el otoño, los olivares se teñían de púrpura y arrancaba la alquimia del aceite, en esas almazaras colosales de ingeniería primitiva. El aroma almizclado de las aceitunas molidas se fundía con el vapor del agua caliente que se vertía sobre la pasta, para arrancarle el alma al fruto. Aquellos días, el ‘trull’ salía de su perpetuo estado de hibernación y renacía convertido en una estancia brumosa y cálida, donde guarecerse de la helada brisa otoñal que atravesaba el patio.
Luego llegaron el turismo y el progreso, con sus hoteles, negocios y nóminas, y en pocos años la agricultura dejó de ser el puntal que sostenía la economía de las familias pitiusas. Hubo ibicencos que mantuvieron huertas y viñedos. Sin embargo, los olivos se abandonaron, el corral de la mula quedó huérfano y las almazaras se llenaron de telarañas, podredumbre y trastos viejos.Casi todas las parcelas de cultivo de las laderas de los montes, enmarcadas por muros de piedra seca,se emboscaron y buena parte de los campos de labranza de los llanos, antaño roturados con la precisión del cirujano,fueron devorados por las malas hierbas.
A mediados de los noventa, un puñado de ibicencos, empujados por la nostalgia de los días de ‘trull’, comenzó a plantar olivos nuevos y acabó inoculando el virus a media isla. La primera almazara industrial, la de Joan Benet, abrió en Benimussa y le siguieron Can Rich, Can Miquel Guasch y otras. Aquellos primeros árboles hoy ocupan más de 100 hectáreas,vinculadas a la Asociación de Defensa Vegetal (ADV) que coordina nuestra industria olivarera, en colaboración con los departamentos de Agricultura de las distintas instituciones.
Esta regresión a la cultura del aceite, que con ciertos altibajos coexiste en la isla desde tiempos púnicos, ha culminado en una nueva transformación del paisaje rural. Donde antaño se vislumbraba un horizonte de campos desatendidos ahora se yerguen miles de olivos, que se riegan, abonan y podan con regularidad, y cuyos frutos se aprovechan óptimamente gracias a los nuevos ‘trulls’.
Los productores de aceite de la isla, auténticos pioneros –al igual que viticultores, queseros, charcuteros y otros–, ahora exhiben su producto con orgullo y éste protagoniza los escaparates de las tiendas gastronómicas y las mesas de algunos restaurantes de prestigio. Sin embargo,queda un largo trecho para lograr que estos productos adquieran auténtica popularidad en las casas particulares y en la generalidad del sector de la restauración, donde priman opciones de menor calidad y coste.
El pasado sábado, en un acto celebrado en la Oleoteca Ses Escoles,con motivo de las Gastro-Jornadas de Otoño –organizan Consell Insular y Pimeef, y participan 43 restaurantes de la isla–, tuvimos oportunidad de escuchar a dos expertos mundiales en aceite de oliva: María José San Román y Carles Tejedor, cocineros con estrella Michelín, que ejercen de embajadores del virgen extra español en lugares tan dispares como Harvard o Pekín. Ambos tuvieron la oportunidad de catar nuestros aceites y certificar, una vez más, que Ibiza posee un tesoro gastronómico de primer orden.Nos hicieron tomar conciencia, asimismo, de que los enclaves gastronómicos más valorados del mundo cimientan su éxito en la materia prima que generan su terruño y sus artesanos.
La cultura del aceite no sólo ha renovadoel paisaje. Constituye un mérito gastronómico que hay que apreciar en su justa medida y asociarlo con mayor fuerza a la imagen de Ibiza, junto con el resto de productos autóctonos. No ya desde las instituciones, que llevan años apoyando e impulsado este cambio, sino en la cotidianidad de nuestro día a día. La industria agroalimentaria crece a base de grandes esfuerzos e inversiones que cuesta recuperar. Ésta, más que de una visión de negocio, surge de un amor infinito por el paisaje que labraban nuestros antepasados y del que se beneficia toda la sociedad. A los demás nos toca recompensar este esfuerzo, conocer sus productos y asimilarla personalidad que exhiben como un gran valor e futuro.
Artículo publicado en las páginas de Opinión de Diario de Ibiza