Imaginemos, por un instante, que ocurrió así: Es 25 de mayo de 2011. Hace un día seco, de calor intenso, en el valle de Morna (Sant Joan). La brisa agita las ramas de los pinos. Ayer, las abejas por fin ocuparon la colmena trampa que el apicultor había instalado en una vieja sitja de carbón, en la empinada ladera del bosque cercano. Esta mañana el abejero camina por un estrecho sendero hasta que la tupida vegetación se abre. La colmena está en mitad del claro, pero el suelo se halla cubierto por una gruesa capa de hojarasca, acumulada por el viento durante el invierno.

El apicultor sólo va protegido con una máscara. Extrae el mechero del bolsillo y enciende la hierba seca del ahumador. El humo calma a las abejas y hace más sencillo trabajar entre ellas. Paradójicamente, les hace sentir que un incendio se aproxima. Entonces, los insectos dejan de trabajar y se llenan el estómago de miel para disponer de reservas ante la incertidumbre de la tragedia. Al saciarse, se vuelven más dóciles. Mientras el apicultor faena con las pinzas, deposita el ahumador sobre una roca. Al concluir su labor, deshace el camino hacia casa. A medio recorrido, se encuentra con su vecina payesa, con la que intercambia unas palabras amables e intrascendentes.

Es posible que mientras observaba trabajar a las abejas, una chispa saltara del ahumador al suelo. O que la herramienta se cayera desde lo alto de la roca y él la recogiera, sin percatarse de la caída de una minúscula brasa. Al cabo de un rato, Morna está en llamas y el incendio acaba convirtiéndose en el peor de la historia reciente de Eivissa. Más de 1.500 hectáreas arrasadas y múltiples daños en viviendas, almacenes y cultivos. Por suerte, no hay heridos.

Supongamos que esta versión de los hechos, basada en parte de la declaración de la Guardia Civil en el juicio esta semana, fuera verdadera. Ello pese a que los propios agentes la han calificado como teoría, varios peritos la han definido como improbable y el propio apicultor se ha declarado inocente. Aún en ese caso, el colmenero no inició adrede una quema de rastrojos o prendió un pino cual pirómano. Se limitó a hacer su trabajo de apicultor, provocando un accidente trágico que se tradujo en graves daños ecológicos. A lo largo del juicio, al apicultor le han arropado una veintena de amigos y compañeros de oficio. Sus propios vecinos, algunos de los cuales han perdido propiedades, cultivos y bosques, le han definido como una buena persona y se han acercado a estrecharle la mano y desearle suerte mientras permanecía inquieto en el banquillo de los acusados.

Si esta hipótesis fuera cierta, lo que no ha quedado probado según el abogado defensor, el apicultor podría ser condenado por imprudente y por no limpiar la hojarasca del suelo antes de prender el ahumador. Al torero Ortega Cano le cayeron 2 años y medio de cárcel por homicidio imprudente y conducción temeraria. A Jaume Matas le han reducido la pena por tráfico de influencias a 9 meses. Y para el apicultor, el fiscal, que según se deduce en la prensa se ha mostrado tan implacable como en un juicio de terrorismo, exige que sea recluido 11 años. En caso de que le hallen culpable, no quisiera estar en la piel de los magistrados de la Audiencia Provincial que deben decidir qué pena imponerle. En ocasiones, la Justicia, más que justa, parece un disparate.

Artículo publicado en el diario Última Hora Ibiza