Cristo es uno de los vecinos del municipio de Sant Josep que hace una semana perdieron su concesión en la disparatada subasta celebrada en el Ayuntamiento. Llevaba la friolera de 42 años explotando un modesto quiosco de madera y una treintena de hamacas, en una calita fuera de las rutas turísticas habituales, con la ayuda de su hijo y sus empleados.
Durante todo este tiempo, Cristo mantuvo este pequeño paraíso como si fuera el jardín de su casa. Rastrilló la arena, recogió colillas, instaló papeleras, apartó piedras y nos atendió como si fuéramos de la familia. En su cala jamás se presenciaron agobios por las tumbonas. El que iba con su toalla podía plantarla en primera línea, sin disputas con los hamaqueros, tan habituales hoy en día. Cristo explotaba un negocio y además realizaba un servicio público que sus clientes reconocíamos y apreciábamos. Sobre todo porque hemos padecido el desastroso estado de muchas otras playas del municipio, explotadas por un ejército de maleducados, marranos y estafadores.
Cristo se quedó sin nada en una subasta surrealista, aderezada por un ambiente mafioso sin precedentes. Las escenas zafias que allí se vivieron superan a las de Los Soprano, con la actitud chulesca de un imputado por narcotráfico y una cuadrilla de matones enviados para amedrentar a otros compradores. Su pequeño universo fue dinamitado por un golpe de martillo, en la casa del pueblo.
Durante la puja, un especulador isleño llevó a Cristo hasta mucho más allá de los límites impuestos por la cartilla de ahorros, las expectativas de pérdidas y la razón. Pujo por el triple del canon que hasta ahora abonaba y, cuando estuvo a punto de cruzar la frontera de una ruina familiar irrevocable, se dio por vencido.
A diferencia de en adjudicaciones precedentes, a Cristo no le valió de nada el servicio ejemplar que ha ofrecido todo este tiempo. Y lo mismo les ocurrió a otros concesionarios de larga tradición. En los últimos años, ya han convivido con una mafia insular que especula sin rubor con el espacio público, que incumple sistemáticamente sus obligaciones y a la que tampoco se le ha puesto freno. Ahora, a estas sanguijuelas se les suman otras recién aterrizadas, a veces de identidad desconocida, representadas por bufetes, que incluso han dejado fuera de juego a los sinvergüenzas habituales.
El equipo de Gobierno defiende la transparencia de esta solución, pero la realidad es que, además de una lamentable concatenación de injusticias, ha provocado más oscurantismo. De esta administración se esperaba una mejora del sistema, no el establecimiento de la ley de la selva. Estos días, en Sant Josep sólo se habla de los pactos secretos que han frenado las pujas en algunos de los lotes más golosos, de los gorilas que amedrentaron a un adjudicatario en su casa hace cuatro años para que renunciara –cosa que hizo–, y de los empresarios con locales de playa clausurados por montar fiestas ilegales, que ahora se han hecho con concesiones a golpe de talonario, en las mismas narices de quien les sancionó.
Pero, sobre todo, planea una cuestión esencial: ¿qué quieren hacer con las concesiones aquellos que han pagado auténticos disparates por ellas, hasta el extremo de que nunca podrán recuperar la inversión incluso con las trampas habituales? Se especula con el blanqueo, pero parece improbable porque las hamacas generan un máximo conocido que es inferior a lo que se ha abonado en muchos casos. Las alternativas que se barajan son mucho peores: oscuros intercambios con locales aledaños, más uso de las playas para tráfico de drogas… Sant Josep parece Chicago año 30.
El Ayuntamiento es ahora dos millones más rico de lo previsto, pero ¿se ha estimado, por ejemplo, a cuánto ascenderá el coste en imagen de unas playas más sucias, peor atendidas y sobreexplotadas? Algunos venimos defendiendo una mejor regularización de las concesiones, dando prioridad a aquellos que ofrecen más servicios a los bañistas, más experiencia y mayores garantías de calidad. Son baremos que se pueden incorporar a cualquier licitación. Hay montones de ejemplos y decir lo contrario es mentir a los ciudadanos.
También se ha pedido la reducción del tamaño de las concesiones, muy por encima del irrisorio 10% que ha aplicado Sant Josep. Es, además, un porcentaje irreal, de cara a la galería, ya que se compara con cifras de 2012, fecha de la anterior subasta, pese a que entre medias se han disminuido e incluso abandonado concesiones. En comparación con 2015, la reducción debe de ser imperceptible. Precisamente, para lo único que ha servido la subasta es para demostrar que con una reducción del 50% el Ayuntamiento habría recaudado más o menos lo mismo.
Se avecina un verano tormentoso, con tensiones brutales en las playas, que pueden acabar pareciendo el Far West. Lo mínimo exigible es que ahora que el Ayuntamiento anda sobrado de fondos, destine una parte sustancial a crear un equipo que vigile en serio el cumplimiento de la normativa y la calidad del servicio, y no la broma que hay prevista hasta el momento. Todos estaremos muy pendientes.
Artículo publicado en las páginas de Opinión de Diario de Ibiza