Una de las noticias insólitas del verano pitiuso aconteció la semana pasada, al presentar su renuncia el jefe de la Policía Local de Sant Josep tras liberar a un vendedor ambulante detenido por agresión, decisión que casi le cuesta el puesto. Ocurrió a consecuencia del tumulto provocado por los compatriotas del infractor, a las puertas del cuartelillo. A partir de ahora, cuando nos pongan una multa de aparcamiento, podemos llamar al clan familiar para que amedrente al guardia de turno o directamente montamos el tenderete de mojitos en la playa que se nos antoje y mandamos a freír gárgaras a la autoridad que se persone, bajo amenaza de montar otro numerito frente a sus dependencias.
Esta historia surrealista provocó que otra no menos rocambolesca pasara inadvertida. El mismo día de la revuelta de los vendedores ambulantes se produjo una fiesta ilegal en una casa de Sant Agustí, zona donde las rave últimamente proliferan como hongos ante la mirada atónita de los vecinos. Estos, varias veces cada verano –al igual que los de Casa Lola, que andan desesperados–, se encuentran los caminos colapsados de coches y se ven obligados a soportar un estruendo inaguantable, al tiempo que los organizadores actúan ante sus narices en la más absoluta impunidad.
En esta ocasión, como en las anteriores, los municipales, tras reiteradas llamadas de los residentes en la zona, se personaron en la fiesta pero no accedieron al recinto. Una vez allí, interpusieron denuncia ante los promotores y les pidieron que paralizaran la convocatoria. El fiestón continuó sin que se inmutaran lo más mínimo. Los vecinos, ávidos de explicaciones, recibieron la misma respuesta de quien debería velar por sus derechos: «Sin orden judicial no entramos».
La tercera coincidencia del día fue un nuevo capítulo del combate mediático con el que periódicamente nos deleitan las dos organizaciones empresariales de ocio de la isla; o sea, discotecas versus beach clubs. Son archienemigos. Los primeros acusaron a los segundos de saltarse reiteradamente la normativa vigente y convertir chiringuitos playeros en discotecas al aire libre. Los segundos denunciaron que los primeros superan los aforos en miles de personas e incumplen los horarios de cierre a diario. Ambos exigieron mayor control por parte de la Administración hacia la parte contraria. Como tienen razón, hay que concederles lo que piden.
Al día siguiente, la asociación que engloba a los porteros de salas de fiestas puso la puntilla al recordar que hace un año ya denunciaron el descontrol de los aforos y la falta de seguridad en beach clubs y discotecas; algo que, según dicen, se sigue produciendo. Añaden que, en caso de incendio o emergencia, el personal de seguridad desconoce cómo actuar y que ningún ayuntamiento ni el Consell les ha dado respuesta.
Ante esta nueva espiral de desvergüenza, uno no sabe si reír, llorar o coger esa patera abandonada por unos inmigrantes en la costa de Es Cubells y poner tierra de por medio sin mirar atrás.
Lo interesante de estas historias cruzadas es que, al tirar de la madeja, descubrimos que están relacionadas entre sí. Las rave ilegales de Sant Agustí y otras que se desarrollan por el resto de nuestra geografía las organizan los promotores de las fiestas de las discotecas; esas mismas que ahora portan el estandarte de defensoras de la legalidad. Basta con echar un vistazo a las redes sociales para comprobarlo. Ni siquiera se esconden. Es su nuevo sistema para saltarse las escasas restricciones horarias que les imponen las autoridades.
Cuando llega el momento de echar el cierre en la discoteca, anuncian la rave a la turba y les cobran entrada dos veces. Según testigos presenciales, la juerga ilegal de Sant Agustí de la semana pasada fue promovida por la fiesta de una discoteca integrada en la Asociación Ocio de Ibiza –la de los beach clubs–. Esta temporada, dicen los vecinos, se celebró otra en la misma zona, organizada por otra sala de fiestas integrada en la Asociación de Discotecas; o sea, la contraria. Y esta gente se permite hablar de ilegalidades e incumplimientos. Unos piratas y los otros filibusteros.
Ya comienza a ser hora de que las administraciones con competencias hagan limpia entre el personal que sistemáticamente se niega a actuar con la contundencia que requiere esta problemática. A continuación, pueden dedicarse a responder con intensidad a la demanda de ambos colectivos empresariales: freír a todo el mundo a inspecciones –pero ahora, no cuando quedan cuatro gatos en la isla–, levantar denuncias reiteradamente e interponer un rosario de sanciones, lo más elevadas posible –y sólo les harán cosquillas–.
Tal vez así, los ciudadanos podamos dejar de decir algún día que lo que pasa en esta isla, en relación a las discotecas y los beach clubs, es un auténtico cachondeo. Continuará…
Artículo publicado en las páginas de Opinión de Diario de Ibiza