Al atardecer de la última jornada, la concejala se asomó al mirador de la Catedral. Bajó la vista y contempló a los últimos ciudadanos arremolinados en torno a los puestos de especias y jabones, y junto a los cochinos desollados que aún se asaban enteros en el baluarte. Se llevó la punta del dedo índice a la boca, lo alzó para sentir el viento y esperó un instante a que de su interior, mágicamente, brotara la cifra: “120.000 personas”, se dijo.
Tras mesurar el éxito de la Feria Medieval mediante la infalible técnica del ojo de buen cubero, la concejala admitió que ningún policía ni funcionario hizo recuento de los asistentes. Por consiguiente y dado el margen de error intrínseco al método, lo mismo se podría afirmar que la decimosexta edición del certamen fue un éxito rotundo que un estrepitoso fracaso.
Sería injusto culpar a la concejala por la rusticidad de la fórmula, pues sospecho que empleó la misma de anteriores ediciones, con la salvedad de que ella ahora lo ha reconocido. Yo tuve ocasión de visitar la feria el sábado, día 9, a mediodía y gente había, pero sin atropellos. Las mesas y bancos de las provisionales tabernas, otrora rebosantes de visitantes hambrientos, lucían telarañas y los feriantes se veían obligados a captar clientela al estilo de los tiqueteros del West End; o sea, abordando sin rubor al personal y castigándolo con verborrea promocional. No dudo que en otros ratos la feria estuviese animada. Es, únicamente, lo que me dice mi dedo.
La feria medieval se celebró por primera vez en mayo de 2000, para conmemorar la declaración de Ibiza Patrimonio de la Humanidad de 1999. Durante un par de lustros, el certamen constituyó un éxito sin paliativos. Animó la escasa vida cultural de la isla y atrajo turistas –aunque nunca hemos sabido cuántos, pues calcular a ojo residentes y foráneos sería ya rizar el rizo–.
Pasado este tiempo, el certamen, pese a la gran inversión que conlleva, se va quedando obsoleto y parece abocado a una progresiva pérdida de visitantes que todos los años se encuentran con lo mismo. Incluso hay partidos políticos que, en este tiempo electoral, subrayan la necesidad de replantear la fiesta, aunque sin concretar el cómo.
Conmemorar la declaración de Ibiza Patrimonio de la Humanidad con una feria medieval ni siquiera debería de ser un punto de partida necesario. Las murallas, que son el monumento principal que se celebra, no lo justifican puesto que no son medievales, sino renacentistas. Las gentes de aquella Ibiza moruna y cristiana, en todo caso, no debieron de parecerse en nada a los mercaderes y saltimbanquis disfrazados que hoy constituyen el eje del programa. Además, un mercado medieval ni siquiera representa un polo de atracción potente para el turismo nacional, pues se organizan ferias idénticas a lo largo y ancho del país.
En todo caso, de tener que pasar esta celebración por el tamiz de la historia, resultaría mucho más adecuado vincularla a la temática corsaria, cuya realidad sí impulsó la construcción de las murallas. Marcaríamos una diferencia, al igual que sucede con el monumento que les rinde homenaje en el puerto.
Dejando al margen la cuestión de la ambientación histórica, que no tiene por qué ser requisito imprescindible, es importante seguir celebrando que somos Patrimonio de la Humanidad. A lo largo de estas jornadas, resultaría fantástico reunir en el recinto amurallado y su entorno a lo mejor de nuestra cultura, artesanía, industria y gastronomía, y no de forma residual, como hasta ahora se ha hecho.
La fiesta del patrimonio debería contar con esa legión de grupos musicales de calidad que proliferan por la isla y permitir que animaran todo el recinto, con un ambicioso programa de actuaciones. Por otra parte, los fondos que hoy se invierten en traer feriantes del exterior podrían destinarse a adquirir infraestructuras desmontables y reutilizables, para que fueran nuestros restaurantes y productores quienes se ocuparan de la oferta gastronómica. Seguro que lo harían con mejores garantías sanitarias que las que actualmente percibimos y poniendo en valor nuestras recetas y productos. La inmensa mayoría de los bocados grasientos que nos ofrece el mercado medieval los podemos encontrar mucho mejores y a mitad de precio en cualquier fast food o bar de tapas.
En cuanto a la animación, contamos con los actores de las visitas teatralizadas, los grupos amateurs de la isla y por qué no tratar de involucrar al mayor espectáculo del mundo, el Cirque du Soleil, que este verano abre restaurante en la isla con los hermanos Adrià, o con los artistas de otras salas de fiestas. También tenemos artesanos, diseñadores de moda, atractivos productos y los mejores y más auténticos mercadillos. Todo ello, condimentado con un programa de actuaciones importadas, constituye un punto de partida mucho más potente y original que un medievo de cartón piedra.
Artículo publicado en las páginas de Opinión de Diario de Ibiza