Instituciones y gobernantes llevan quince años presumiendo de nuestra condición de archipiélago Patrimonio de la Humanidad. El catálogo de bienes protegidos –las murallas renacentistas, la necrópolis de Puig des Molins, la posidonia oceánica y el poblado fenicio de Sa Caleta–, constituyen motivo de orgullo y también un reclamo turístico que, bien gestionado, debería permitirnos diversificar la oferta y aspirar a nuevos nichos de mercado que redujeran la estacionalidad. Este objetivo, lógicamente, debería ir acompañado de otras medidas imprescindibles, como un incremento sustancial de vuelos de bajo coste y el establecimiento de una oferta complementaria suficiente para la temporada baja; aunque esa es otra guerra.
Gracias al reconocimiento de la Unesco, en 1999, tuvimos la oportunidad de subirnos al mismo carro que ciudades monumentales tan representativas como Santiago de Compostela, Ávila, Toledo, Mérida o Segovia, por citar algunas. Son destinos que todas las semanas del año reciben a miles de turistas atraídos por sus monumentos y paisaje. En Ibiza, sin embargo, los viajeros que aterrizan siguiendo la estela del patrimonio representan un bien escaso. Basta con fijarse en la pobre afluencia de público foráneo a nuestros monumentos en temporada baja. Es duro reconocerlo, pero hablar de turismo patrimonial en Ibiza es de chiste.
En las Ciudades Patrimonio de la península, la vida cultural, la planificación urbanística, las estrategias turísticas y cualquier otro planeamiento relevante oscilan en torno a la importancia de los monumentos. Su defensa y puesta en valor constituyen la máxima prioridad.
En Eivissa ciudad, en los primeros años de la declaración, se trabajó con cierta intensidad para restaurar los elementos más deteriorados del conjunto amurallado y crear áreas temáticas que pusieran en valor su historia. Todo es mejorable, pero en general se trataba de intervenciones que seguían un plan y una lógica. Hoy, la inversión en Dalt Vila está prácticamente paralizada, la actividad de los centros de interpretación bajo mínimos y los elementos de la musealización en un estado de conservación lamentable. Plantamos la semilla, la abonamos y, en cuanto creció la planta, la dejamos marchitar.
Un ejemplo de la desidia de las instituciones en relación con la puesta en valor del patrimonio son las disparatadas negociaciones del proyecto de reforma del puerto, que afectará drásticamente al área monumental de la ciudad. En lugar de transformar los andenes en terrazas repletas de vida y un espectacular paseo peatonal, Ayuntamiento, Consell y Autoridad Portuaria han acordado reconvertir buena parte de su superficie en zona de aparcamiento, con el consiguiente tráfico rodado en lo que debería de ser un espacio de recreo. Esta solución, además, no cubrirá las necesidades mínimas de estacionamiento de automóviles que exigen las embarcaciones de lujo que atracan en el puerto y dejará a los vecinos prácticamente sin plazas.
Residentes y Colegio de Arquitectos, con toda lógica, se muestran indignados y reclaman un aparcamiento subterráneo que ocupe el martillo y los andenes hasta la Avinguda de Santa Eulària. La infraestructura daría servicio a los yates y compensaría la demanda de los vecinos, al tiempo que situaría su acceso en un extremo, sin afectar al perfil de la ciudad y al carácter peatonal del entorno.
Según los arquitectos, la obra podría desarrollarse sin modificar el actual nivel del puerto. Esa es precisamente la excusa que anteponen Consell y Consistorio para desestimar la propuesta inicial de parking de la Autoridad Portuaria, que sería mucho más pequeño –sólo ocuparía el martillo– y se elevaría un metro por encima de la línea de los muelles, lo cual efectivamente constituye un disparate. Los arquitectos, sin embargo, garantizan la viabilidad de su propuesta discreta y funcional y aseguran que hay empresas dispuestas a correr con los gastos, a cambio de gestionar la explotación.
Al mismo tiempo, nos hemos enterado del preocupante estado en que se encuentra la posidonia pitiusa. Tras años de fondeos intensos en que las autoridades han permitido que las anclas de miles de embarcaciones arrasen los fondos marinos, nuestras praderas sumergidas han alcanzado un estado de “preocupación significativa”, según indican las autoridades internacionales. De momento, ningún representante institucional ha reaccionado y casi podríamos garantizar que el verano que viene toda va a seguir igual.
En cuanto a la Necrópolis de Puig des Molins, basta recordar el rosario burocrático hasta que las salas de exposiciones reabrieron sus puertas –el Arqueológico sigue los mismos pasos–, y del poblado fenicio de Sa Caleta mejor no hablar, por aquello de no ahondar más en la depresión.
Hay que afrontar la realidad. Nuestro patrimonio de la Humanidad se empobrece año tras año y nadie parece dispuesto a ponerle remedio.
Artículo publicado en las páginas de Opinión de Diario de Ibiza