Un amigo conducía por la zona de Can Sifre cuando su hijo, de seis años, le hizo la siguiente pregunta: “Papá, ¿por qué ese señor vestido de superhéroe enseña el culo?”. El instinto paternal hizo que detuviera el vehículo en seco, provocando un aluvión de bocinazos en la retaguardia. Oteó a ambos lados de la calle en busca de un exhibicionista con capa y botines, hasta que por fin descubrió la imagen que había captado el interés del niño. Procedía de la valla publicitaria de una discoteca y en ella aparecía un hombre con maillot y máscara típicos de la lucha libre mexicana, aunque su indumentaria aparecía recortada dejando los glúteos al aire.
Los ibicencos estamos tan acostumbrados a las vallas publicitarias pseudo-pornográficas que sólo nos llaman la atención en época de elecciones, cuando, bajo el inmenso y colorido logotipo de la macrodiscoteca de turno que corona el cartel, aparecen los rostros sonrientes de los candidatos. Nunca he comprendido cómo es posible que no se den cuenta que aceptar la cesión de estos espacios publicitarios únicamente provoca el efecto contrario al deseado. Transmiten la sensación de estar en nómina de los prebostes de la noche; de haber sido instalados allí gracias un favor que más adelante deberán devolver.
Imagino que un buen número de esos turistas que vienen a disfrutar de la Ibiza más familiar –esa que es cada vez más difícil de encontrar–, sí se quedan estupefactos ante los mensajes explícitos que programan nuestras salas de fiestas. La estética sadomasoquista, los desnudos, las alusiones al porno o la ambigüedad sexual son recursos habituales de estos anuncios, aunque en las últimas temporadas parecen haber iniciado un pulso para ver quién gana la batalla de la provocación. En buena parte de las ciudades europeas, estos carteles no durarían ni cinco minutos. Se retirarían por inapropiados y se aplicarían sanciones ejemplares. Pero en Ibiza vale todo, así que a los padres nos toca andar contestando con retóricas las preguntas directas de nuestros hijos.
La indiferencia de las autoridades a este respecto es tal que hoy incluso podemos ver anuncios de prostitución en las marquesinas de las líneas públicas de autobús. Quien circule habitualmente por la carretera de Eivissa a Sant Josep sabe perfectamente de qué hablo. Aunque los anuncios de lupanares tienden a ser más discretos que los de las discotecas, la realidad es que ambos ambientes son cada vez más confusos y en Ibiza ya no está claro qué es una discoteca, qué es un beach club y qué es un burdel.
Estos iconos sexuales que adornan nuestras carreteras constituyen, sin embargo, la punta del iceberg del cheque en blanco que las administraciones de la isla han concedido a salas de fiestas y beach club. Hace unos días, la asociación que aglutina a los porteros y vigilantes de seguridad de las discotecas ibicencas denunciaba públicamente el incumplimiento flagrante de los aforos máximos permitidos, convirtiendo estos establecimientos en “potencialmente muy peligrosos por las grandes aglomeraciones que provocan”. Es algo conocido por todos, pero resulta novedoso que lo expresen de forma tan tajante quienes están directamente implicados en la seguridad de los locales. La noticia fue reproducida por los medios, tal y cómo la mandó la agencia EFE. Pasó sin pena ni gloria. Nadie profundizó más. Nadie preguntó a estos profesionales, por ejemplo, hasta qué extremo se incumplen las capacidades máximas.
En todo caso, basta con ir un día a la fiesta de David Ghetta o a cualquier otra de éxito, lanzar una moneda al aire y comprobar que difícilmente cae al suelo. O los aforos establecidos son un disparate o se venden miles de entradas de más. Los locales tienen la obligación de cumplir las normas, pero las instituciones están obligadas a supervisar que así sea. Y a tenor de lo que dicen los porteros, nadie parece estar haciendo su trabajo.
No hablemos ya de la ausencia de controles de estupefacientes o de tráfico, de la subcontratación de miembros de las fuerzas y cuerpos de seguridad, del compadreo con representantes institucionales y altos funcionarios, de por qué se precintan equipos musicales a unos sí y a otros no, etcétera. Hace poco hemos visto a los hombres de Harrelson abordar a los party boat, con lanchas enormes y hasta helicópteros. ¿Por qué no se aplica en tierra la misma contundencia?
Resulta difícil plantearse a quién votar las próximas elecciones, pero en mi caso no será a quien plante sus carteles electorales en las vallas de las discotecas, donde antes había un tío con máscara y el culo al aire.
Artículo publicado en Diario de Ibiza