Ibiza, sin sus playas, no sería mejor destino turístico que Albacete. Por muchas discotecas, beach club, puertos deportivos, restaurantes y bares de copas que tengamos, sin la imagen paradisíaca de nuestras calas, con su arena limpia y sus aguas cristalinas, por aquí no aterrizarían ni los despistados. Por eso, resulta tan inexplicable y contradictoria la dejadez por parte de las instituciones pitiusas respecto a las playas, cuanto éstas constituyen nuestra mayor fuente de riqueza y están sometidas a todo tipo de abusos y sobreexplotación.
GEN y WWF acometen estos días una labor que hace años deberían haber iniciado nuestros gobernantes: un inventario exhaustivo de los emisarios submarinos que, con demasiada frecuencia, realizan vertidos al mar. La costa está repleta de ellos y también de tuberías y mangueras misteriosas que descienden por los acantilados, desde hoteles y urbanizaciones. Nuestras infraestructuras de depuración, más que obsoletas, son tercermundistas. Constituyen un atentado ecológico y una vergüenza para un destino turístico que aspira a mantenerse líder en el mundo.
Las consecuencias de estos vertidos, que se realizan prácticamente con total impunidad, las tenemos ya en demasiadas playas. Aquellas en las que numerosos turistas y prácticamente todos los residentes huyen despavoridos, una vez contemplan el opaco color verdoso o marrón del mar. Primero fue Cala Tarida, pero la plaga de la microalga se ha extendido ya a una docena. Todas ellas playas antaño maravillosas que ahora, según los días, invitan a salir corriendo. Y cada año la mancha se extiende a nuevos tramos de costa.
Nuestros políticos deberían comenzar ya a tramitar fondos de, por ejemplo, la Unión Europea, con los que financiar a un equipo de investigadores que ahonde en las causas del fenómeno –hay multitud de teorías pero ninguna se ha corroborado–, y trate de frenar su avance. Al mismo tiempo, tendrían que impulsar un plan serio para obligar a hoteles y viviendas particulares a renovar sus infraestructuras sanitarias, para que el contenido de sus cloacas no acabe en el agua. Hay demasiado en juego para seguir ignorando este fenómeno, que se asemeja cada vez más a una venganza de la naturaleza, a cuenta de los abusos a que la sometemos.
En la misma línea hay que situar la creciente plaga de medusas. Los empresarios de Es Jondal, sin la intermediación de las instituciones, han logrado que su playa sea la única de España donde se desarrolla un proyecto piloto de instalación de redes que permitan un baño libre de celentéreos. Existen otros destinos donde se han aplicado soluciones efectivas mediante mallas. Sin embargo, en la isla, pese a las reiteradas peticiones, ni una sola institución ha tomado medidas al respecto.
A ello hay que sumar la sobreexplotación, que se agrava año tras año. Las imágenes de Cala Saladeta estos días, reconvertida en un mercado de vendedores ambulantes de bocadillos, frutas y cócteles, con mesas y tenderetes, es ya el colmo del despropósito y la impunidad.
Qué decir también de lugares como Cala Bassa, donde no te libras de la música a todo volumen en ningún rincón de la playa, porque a la propiedad de estos chiringuitos así le da la gana. Ni mucho menos son los únicos, pero sí el ejemplo más flagrante. Resulta un enigma que se critique tanto el ruido emitido por los barcos que hacen fiestas, mientras el despropósito de Cala Bassa, donde no se ofrece tregua al bañista, permanece en segundo plano.
Y lugares antaño tranquilos, como S’Argamassa, ahora los vemos repletos de yates enormes, por la presencia de un nuevo beach club que una compañía internacional ha erigido en la orilla de manera incomprensible. Los burócratas habrán encontrado las justificaciones necesarias, pero su presencia atenta contra el más elemental sentido común.
Lo mismo con la exagerada invasión de hamacas en tantas playas, los fondeos masivos sobre la posidonia, los montones de basura que se han acumulado en los arenales del Parque Natural de Ses Salines, el inexistente control de accesos que colapsa a diario Es Cavallet –en cualquier momento puede traducirse en una desgracia–, etcétera, etcétera y etcétera.
A la gallina de los huevos de oro la tenemos tan agobiada que cualquier día se nos infarta. El desarrollo de una estrategia ambiciosa de mejora y conservación de las playas y el medio ambiente marino ya no puede demorarse más. De nada sirve luchar contra las prospecciones petrolíferas en el mar si, mientras tanto, permitimos este descontrol desde tierra.
Artículo publicado en Diario de Ibiza