Los antiguos navegantes que surcaban el Mediterráneo en la oscuridad de la noche con rumbo a Ibiza, oteaban el horizonte en busca de una señal que les orientara hasta tierra. La encontraban en un islote abrupto, que cerraba la entrada al puerto por levante, frente a la ciudadela amurallada. Sobre su cima refulgían hogueras que los pitiusos mantenían encendidas desde el crepúsculo hasta el alba. Aunque el origen de esta costumbre se pierde en las entrañas de la historia, sirvió para bautizar el peñasco con un nombre que la marea del tiempo ha arrastrado hasta la orilla de nuestros días: “es Botafoc”.
Efectivamente, es Botafoc era un peñasco grande alineado con otros escollos, como s’Illa Grossa y s’Illa Plana. Hoy están sepultados en su mayor parte por el paseo marítimo y el espigón. Resulta difícil imaginar como oscilaba antaño el calado de la bahía, cuando las tempestades invernales arrastraban arena de mar adentro, cerrando el puerto a las corbetas, fragatas y goletas de mayor tamaño. Cuando arribaban a Ibiza, no tenían más remedio que echar el ancla más allá de es Botafoc y cargar las bodegas con faluchos y chalanas auxiliares, que iban y venían del muelle en un trasiego incesante, trasladando fardos de sal, frutos secos y otras mercancías que la isla producía.
La referencia escrita más antigua que se conserva sobre el islote se remonta a 1536. Se alude a él en la crónica de un ataque por parte de corsarios turcos y franceses, que castigaron duramente la ciudad con su artillería. El faro, sin embargo, es muy posterior. La Real Orden que decretaba su construcción y traslado de la lámpara de aceite que existía en s’Illa des Penjats es de 1857, aunque se inauguró en 1861, según proyecto de Emili Pou. Este ingeniero mallorquín también erigió los de la Mola, sa Conillera, sa Punta Grossa y s’Espalmador, además de trazar la carretera de Sant Antoni, entre otras actuaciones.
Las reducidas dimensiones del islote obligaron a levantar un faro estructuralmente atípico, más imponente, con vivienda de dos plantas en vez de una. Desde sus primeros días, es Botafoc ya estuvo habitada por los torreros y sus familias, que seguían conectados a la ciudad mediante un servicio de lanchas.
Sin embargo, su condición geográfica se mantuvo por poco tiempo. Dos décadas después, el propio Pou proyectó un dique que cerró los pasos entre los islotes de Levante. Los unió a tierra conformando un istmo que desembocaba en la península de es Botafoc, a los pies del faro. En aquella época, la vieja lámpara de aceite de oliva también fue sustituida por otra que funcionaba con un combustible mineral llamado parafina de Escocia, hasta que en 1918 llegó la electricidad.
Hoy es Botafoc sigue emitiendo una luz blanca con ocultaciones cada siete segundos y dispone de una sirena que se enciende cuando hay niebla. Emite el sonido de la letra “I”. Aunque la linterna se aposta a 16 metros de altura –31 sobre el nivel del mar–, su protagonismo desde los baluartes de las murallas se ha visto empequeñecido por la última ampliación del puerto y el traslado de los barcos de pasajeros que llegan desde Barcelona, Palma y Denia, así como los gigantescos cruceros y las infraestructuras que les dan servicio.
Es Botafoc dejó de estar rodeado de mar, pero resulta incontestable que hoy mantiene la esencia de isla. Que a unos pasos de los puertos deportivos y los lujosos hoteles, restaurantes y discotecas siga existiendo un faro habitado por torreros, que ascienden a diario los 98 escalones de la torre y se ocupan de mantener los sistemas lumínicos de s’Illa des Penjats, el puerto, el faro de es Moscarter y las innumerables balizas de los alrededores, constituye una maravillosa contradicción. Como un homenaje a una vida de soledades y melancolías más propia de otra época. Es Botafoc es, en realidad, una isla dentro de otra más grande. Por muchos años…
Artículo publicado en El Dominical de Diario de Ibiza. Es parte de mi ‘Imaginario de Ibiza’