Cuenta la leyenda que sobre el escollo más alto de los cuatro que se yerguen frente a la orilla, un águila pescadora construyó su nido. Por eso, a este rincón escondido y apacible se le conoce como es Niu de s’Águila. Cuando la playa se contempla desde lo alto del acantilado que la contiene, más allá de la garita de vigilancia de la urbanización Parques d’es Cubells, lo primero que sorprende es el color del agua en la orilla: un turquesa eléctrico, como extraído de los mares polinesios. Sin apenas transición cromática, transmuta en azules sombríos que denotan agudas profundidades.
Semejante ensoñación invita a descender el precipicio y zambullirse en el paraíso. Pero, ¿cómo? Desde arriba no se vislumbra desfiladero que lleve a la orilla. Sólo parecen tener acceso los moradores de dos chalets colosales que se apostan a media altura del acantilado, uno en cada flanco, desafiando la gravedad y la resistencia de la tierra suelta y arcillosa que las sostiene. Tan extrema ubicación es característica de buena parte de las lujosas villas que salpican la costa de es Cubells. Algunas dan la sensación de estar a punto de desmoronarse y, en las tertulias de los bares del entorno, casi se admiten apuestas desde hace décadas.
El curso del tiempo y el edificio derrumbado en los acantilados próximos de Vista Alegre, en sa Caixota, han acabado dando la razón a los vecinos. Hay quien dice que cualquier invierno de lluvias intensas podría volver a ocurrir lo mismo. No obstante, ahí siguen estos dos majestuosos chalets, con sus piscinas de horizonte infinito, sus inmensos y frondosos jardines –de puro verde incluso en estos años de sequía–, y sus escaleras que desembocan en la orilla, conformando lo que sus propietarios denominan “una playa privada”. Un estatus absurdo y falso que los terratenientes de es Niu de s’Àguila esgrimen para ahuyentar a quien osa invadir ‘su’ edén. A veces, incluso con amenazas y malos modos, según lamentan algunos bañistas de la zona.
Decíamos que es Niu de s’Àguila se vislumbra inaccesible desde la cima, pero hay un truco. Para alcanzarla, basta con costear diez minutos hacia el sur, a ras de agua, desde ses Boques. Una vez allí, el paisaje compensa sobradamente el paseo y le leve escalada de la parte final. A pie de orilla, el agua es tan transparente y turquesa como parecía desde arriba, aunque los fondos no son arenosos, sino de cantos rodados del color de la tiza. Los escollos que le dan nombre, desde la cercanía, se observan más grandiosos, especialmente aquel en cuya cima el águila plantó su nido. Nada más hay en la orilla, salvo un chill out desvencijado construido por los hacendados. Ni una mala sombra donde parapetarse a mediodía, cuando el sol hierve.
El caminante que pone rumbo a es Niu de s’Àguila debe, por tanto, ir provisto de parasol, agua y paciencia, y saber que aunque una cuadrilla de nórdicos le salga al paso al grito de “propiedad privada”, está en su derecho de disfrutar de este rincón insólito, tal y como sucede en todo el litoral pitiuso. Antes de que ellos construyeran su palacio, el águila ya había plantado el nido.
Artículo publicado en El Dominical de Diario de Ibiza. Es parte de mi ‘Imaginario de Ibiza’