Hace unos días, un familiar me envió por WhatsApp una imagen viral. Estaba dividida en dos mitades. A la izquierda, una anciana con la derrota impresa en el rostro y un texto que decía: “La Fiscalía Anticorrupción no ve engaño en la venta de las preferentes y considera que ancianos de 70, 80 e incluso 90 años, sin apenas estudios, sabían perfectamente lo que firmaban”. A la derecha, un retrato de Cristina de Borbón, con otra frase que apuntaba: “La Fiscalía Anticorrupción considera que la infanta Cristina no sabía lo que firmaba y pide que no sea imputada”. Conclusión: “En un país democrático la justicia es igual para todos. ¿Te parece que es igual para todos”.
Independientemente de la exactitud jurídica del mensaje, la percepción que tienen la mayor parte de los ciudadanos, al menos aquellos con los que me relaciono, que son de toda ideología, es idéntica. La casta sin escrúpulos que nos gobierna se ha adueñado de las instituciones y la corrupción campa a sus anchas. La justicia se muestra incisiva con el débil, mientras encuentra mil resquicios legales para favorecer al poderoso. ¿Cuántos condenados se habrían comido el turrón en casa de haber solicitado el mismo indulto que Matas?
Sobra la respuesta. En los mismos términos podemos hablar de los banqueros rescatados y su acoso judicial a las familias hipotecadas, arrancadas de sus hogares a la fuerza por policías momentáneamente asqueados de serlo. O referirnos a las empresas puestas boca abajo por Hacienda en busca del más leve tropiezo, mientras los más insignes políticos se reparten sobresueldos en negro o se autoadjudican subvenciones.
También en las Pitiüses podemos hallar contradicciones de idéntico calado. Basta con fijarnos en las tremendas dificultades para construir un hogar en la tierra legada por nuestros antepasados, mientras las todopoderosas constructoras asolan la costa y las grandes cadenas plantan sus naves en nuestros pueblos, bendecidas por las instituciones con planeamientos y recalificaciones a medida. Ahora lo vemos en Benirràs, Sant Antoni…
Refirámonos también a los intereses petrolíferos que pisotean impunemente la voluntad de todo un pueblo e hipotecan su futuro o a la vil estafa legalizada a la que nos someten la compañía eléctrica y la del agua. La crisis nos ha abocado una pesadilla económica, pero también nos fuerza a quitarnos la venda y mirar a de frente la podredumbre moral que nos rodea. En parte, es también responsabilidad nuestra. Por callar, por no exigir, por ejercer tanto tiempo de sordos y ciegos.
Parece improbable que algún día volvamos a sentir respeto y confianza hacia quienes gobiernan las altas instituciones del Estado, los sindicatos o las corporaciones. Ya sean monarcas, presidentes del gobierno, líderes de la oposición, fiscales o banqueros. Únicamente podremos volver a creer, si es que merece la pena, en lo que tenemos cerca. En esos representantes que conocemos, vemos por la calle y demuestran fe en la comunidad, por encima de partidos y prebendas. Tal vez así, pasados los años y regenerados los nombres, esa confianza vuelva a ascender, escalón a escalón.
¿Qué puede hacer un cargo local para mejorar la situación de todo un país?, me preguntaba un político. He ahí la respuesta: ser más honesto que nunca, dar ejemplo, mirar por el interés de todos por encima de partidismos… En definitiva, conseguir que volvamos a creer.
Artículo publicado en el diario Última Hora Ibiza