En las casas payesas de Ibiza el agua constituía el bien más preciado. Por eso, las mayores infraestructuras que se construían, junto con las majestuosas almazaras, estaban destinadas a garantizar el suministro. Los tejados escalonados recogían cada gota que caía del cielo y la derivaban a la cisterna, a la que habitualmente se accedía desde el porche. Los hogares que además tenían una era, disponían de aljibe aledaño. Pese a todo, cuando llegaban las sequías del estío, las reservas se consumían enseguida y la casa payesa se veía abocada a subsistir sin su recurso más importante.
La única alternativa, salvo para las familias privilegiadas con tierras de regadío cerca de fuentes o manantiales, eran los pozos. Se ubicaban en fincas particulares, cerca de las caminos, pero su uso era público. El origen de la mayoría es incierto pero, sin duda, constituyen el legado de los zahoríes de la antigüedad; hombres especialmente dotados para percibir el agua. Armados habitualmente con un péndulo o una rama en forma de “Y”, eran capaces de detectar las arterias y ramificaciones de los manantiales subterráneos, y así elegir puntos estratégicos para excavar en vertical hacia vetas superficiales.
Hoy en día los zahoríes siguen existiendo y utilizan las mismas técnicas. La gente del campo acude mayoritariamente a ellos para que les marquen el punto exacto donde perforar. Dado el elevado coste de la operación, la precisión es imprescindible y algunos zahoríes cuentan con un historial de aciertos elevadísimo.
Uno de los pozos legendarios de la isla, es Pou d’en Benet, está rodeado por una corona de piedra y aguarda en la carretera de Benimussa, casi llegando a Sant Josep, en la finca del mismo nombre. Su origen constituye un misterio, aunque nadie pone en duda su antigüedad. Aquellos que hemos nacido con grifos en casa nos resulta insólito imaginar una vida sin agua corriente, pero en Ibiza buena parte de los esfuerzos cotidianos se destinaban a obtenerla, acumularla y gastarla con la mayor de las austeridades.
A diferencia de lo que ocurría en vergeles como es Broll de Buscastell o es Torrent des Berris, en Sant Josep, donde los tiempos del agua estaban repartidos con precisión milimétrica y hasta se reconocían en las escrituras de propiedad, en el pozo de Benimussa no había turnos ni se establecían cantidades máximas. El primero que llegaba era el primero que llenaba, y el siguiente aguardaba su turno. El agua se extraía a cubos, que se subían con una polea. Algunos campesinos de Benimussa eran increíblemente habilidosos en el arte de izar el cubo. Mientras tiraban con las manos, se enroscaban la cuerda en el pie y de una patada arrastraban con fuerza, haciendo que el balde subiera en un instante.
El agua se transportaba en jarras o en pequeñas barricas, que se cargaban en el carro. Y, en lugar de trasladar agua a los corrales para que el ganado bebiera, se hacía al revés: mulas, cabras y ovejas eran conducidas al abrevadero anexo al pozo. El 25 de julio, día de Sant Jaume, antaño festivo, un vecino diferente –se rotaba entre las familias– organizaba el baile y se ocupaba de elaborar buñuelos y traer fruta y vino payés. Se vendía todo a precios económicos y lo recaudado iba a parar a la familia organizadora.
En la actualidad, la fiesta se traslada al domingo más cercano a esta festividad, es decir, hoy mismo, al atardecer. Una tradición que agradece la bendición del agua –el regalo que nos brindaron aquellos zahoríes–, y que nos mantiene conectados a la Ibiza que fuimos; esa que aún late bajo la superficie, fluyendo a través de los manantiales.
Artículo publicado en El Dominical de Diario de Ibiza. Es parte de mi ‘Imaginario de Ibiza’