Me atrevería a asegurar que a Vicent Torres Font, Don Vicent, fallecido el pasado martes en Can Misses, le habría disgustado enormemente abrir el periódico y encontrar una semblanza sobre su persona. Lo refrenda la anécdota ocurrida cuando el Ayuntamiento de Sant Josep –su parroquia durante 23 años–, le concedió la Medalla al Mérito en 2010. En lugar de acudir a recogerla, le pidió el favor a su hermano Antoni y le entregó un mensaje de agradecimiento. Su ausencia no incomodó a nadie, pues todo el pueblo reconoció en el gesto su sencillez, humildad e incapacidad para alimentar el ego.
Como Don Vicent ya no está entre nosotros, no podemos ofenderle ni contrariarle. Sólo aliviar la pérdida recordando su manera de ser y rememorar las cosas que hizo. Además, el mayor rasgo que le definía era su capacidad para reconfortar a las personas. Por tanto, lo habría perdonado.
La inmensa mayoría caminamos por el mundo coleccionando imperfecciones, así que hallar personas generosas y afables en un grado máximo de pureza, constituye una auténtica rareza. Don Vicent es uno de los ejemplos más rotundos que he conocido en mi vida, sino el que más.
Hay tantas historias sobre él como personas se han cruzado en su camino. Relatarían distintas anécdotas, pero estoy convencido de que todas tendrían un denominador común: su bondad. Cuando fue destinado a la parroquia de Sant Josep, en 1979, yo tenía seis años. Creo que sólo había visto un capellán, ‘mossenyer Coques’, que cruzaba la plaza todo de negro, con su boina y su sotana. A los niños lo primero que nos llamó la atención de Don Vicent era su vestimenta, que era como la de nuestros padres, y la forma que tenía de tutearnos y hablarnos en confianza, siempre con una sonrisa y un gesto cariñoso.
Nada más llegar captó que en el pueblo no había ninguna atracción para los más pequeños y, de la nada, nos construyó un universo. Arregló parte de la avejentada casa del vicario y nos hizo un salón de juegos. Reunió, a saber de dónde, una colección de libros, tebeos, juegos y, con el tiempo, hasta una mesa de ping pong, que constituía la gran diversión del pueblo para la gente menuda. Con frecuencia se dejaba caer por allí, cogía la paleta y nos echaba unas partidas.
Poco después nos trajo el primer reproductor de vídeo que llegó a Sant Josep, un Betamax con el que todas las semanas nos proyectaba películas de alquiler. Los domingos por la tarde siempre aguardaba una distinta. Desplegábamos sillas de plástico por todo el vestíbulo de la casa parroquial y los niños del pueblo, fuéramos o no de familias practicantes, nos dejábamos hipnotizar por la magia del cine. No crean que nos ponía ‘Los diez mandamientos’ o ‘Ben Hur’. Veíamos producciones protagonizadas por Bruce Lee y luego practicábamos kung fú en los soportales de la iglesia.
Tuvimos momentos inmensamente felices gracias a Don Vicent, incluidos aquellos que en su casa pasaban dificultades. Y nos ofreció ese regalo a cambio de nada; sin sugerir siquiera un atisbo de sumisión religiosa. Luego fuimos creciendo y algunos nos marchamos fuera una larga temporada. Cuando regresábamos y nos lo encontrábamos, seguía transmitiendo el mismo afecto franco y una fe inquebrantable en nosotros, que te traspasaba y proporcionaba una reconfortante sensación de seguridad.
Los vecinos de otras generaciones subrayarán anécdotas diferentes y valores que a nosotros entonces nos pasaban desapercibidos: el día que regaló su coche a alguien que no tenía cómo ir a trabajar, la procesión de necesitados a los que ayudaba prácticamente en secreto con su exiguo salario, su visión abierta y progresista de la Iglesia, su hábito de prestar siempre más atención a los humildes que a los importantes, su don de la palabra o su ausencia de hipocresía. También aquel comentario tan suyo de que una sola persona es más importante que toda la Iglesia.
Muchos aludirán además a las penalidades que experimentó en sus tiempos de misionero en el Congo (1968-1975), de los que apenas hablaba. Allí conoció la verdadera miseria y se alimentó día tras día con una lata de sardinas, incapaz de ingerir otra cosa ante aquel despliegue de hambruna y necesidad. Enfermó de malaria y estuvo tan grave que llegó a olvidar quién era y de dónde venía. Los silbidos que ocasionalmente proferían sus pulmones durante las homilías eran herencia de esa experiencia devastadora. Todos estos años mantuvo una estrecha relación con la gente del Congo y hasta el último día les envió cada céntimo que pudo reunir.
En mi caso, sólo puedo decir que los niños del pueblo experimentamos una infancia en común especial y repleta de felicidad, gracias a él. Y pienso que ninguno podremos olvidarlo. En Ibiza, al hombre sabio y benigno, al que proporciona consejo, consuelo y justicia, antaño se le conocía como ‘home bó’. Él fue uno de los más grandes. Gracias Don Vicent.
Artículo publicado en las páginas de Opinión de Diario de Ibiza
(*) Imagen publicada por Diario de Ibiza en su edición digital, obra de Pep Ribas