Es probable que no exista en la península ibérica una comarca más enigmática y recóndita que la Ribeira Sacra ourensana. Este territorio abrupto, que sigue el curso del cañón del río Sil, se halla salpicado de iglesias y monasterios, cuyo origen se evapora en los entresijos de la historia. Tierra adentro, oculto bajo un manto de robles y castaños, aguarda un templo rústico y modesto llamado San Pedro de Rocas. Fue excavado en la piedra a modo de cueva, en el siglo VI. Se trata, por tanto, del cenobio más antiguo de Galicia.
En tan eremítico escenario, la cotidianeidad de los monjes transcurría a golpe de martillo y cincel, dedicados en cuerpo y alma a esculpir su propia tumba a la medida de su cuerpo, en el suelo granítico. Hoy, las pasarelas de acceso al recinto aún sobrevuelan la oquedad de aquellos sepulcros vaciados por siglos de inclemencias y cubiertos únicamente por un manto de verdín. Quien se atreve a sortearlos en estricta soledad percibe, más allá de dogmas o incredulidades, un lastre sordo en el ánimo que a más de uno le ha hecho salir corriendo. Una pesadumbre tan ancestral e inexplicable como la que se masca en la cueva ibicenca de Santa Agnès, en Portmany, que aún es más arcaica.
Nuestro único templo paleocristiano conocido –hay historiadores que lo enmarcan en los siglos III y IV–, acecha en una caverna de escasa profundidad, en las inmediaciones de Can Coix, protegida por una rejas que ya sólo se cruzan el día de Sant Bartomeu. Pocos enclaves de Ibiza concentran semejante cantidad de leyendas.
Los primeros cristianos pitiusos, anteriores a los árabes o en convivencia con estos, rendían culto en estas entrañas de la tierra a Santa Inés. La hagiografía revela que fue una niña romana de familia noble que, a los doce años, renunció a una pléyade de pretendientes para seguir los caminos del evangelio, en los tiempos en que los cristianos eran sacrificados en masa por las huestes del emperador Diocleciano. Entre los candidatos rechazados, el vástago del prefecto de Roma, que la denunció. Fue encerrada en un prostíbulo, donde el único hombre que trató de ponerle la mano encima se quedó ciego al instante. Fue decapitada en el 304.
Según la tradición, la primera efigie de la niña mártir llegó inesperadamente a bordo de un velero. Sus tripulantes, en medio de una tempestad, juraron que si sobrevivían entregarían la imagen que transportaban en el primer puerto. Y así ocurrió en la bahía de Portmany, un 24 de agosto, festividad de Sant Bartomeu. Desde entonces, se acude a la cueva en fecha tan señalada para rendir homenaje a la santa.
Se cuenta también que un párroco se empeñó en trasladarla a la iglesia de Sant Antoni, en los albores del siglo XVII. De allí se esfumaba cada mañana, para reaparecer de nuevo en su húmeda guarida. En el XVIII comenzó a erigirse a su lado un templo en homenaje a Inés, pero las obras avanzaban con cuentagotas y el obispo Abad y Lasierra acabó poniéndole la puntilla cuando ya estaba cubierta. La parroquia de Sant Antoni se encontraba demasiado cerca y se proyectaba un nuevo templo en el Pla de Corona, dedicado a la santa. Aquella iglesia fallida acabó reconvertida en casa particular y desde hace décadas alberga el restaurante Sa Capella.
Ya en el siglo XIX, un mal fario se propagó como la pólvora entre los parroquianos: la cueva iba a derrumbarse, desgracia que debía ocurrir en la festividad de Sant Bartomeu. Las supersticiones se sumaron al limitado espacio y los oficios se acabaron trasladando a la explanada exterior.
La Sociedad Arqueológica Ebusitana realizó las primeras excavaciones en la gruta al despuntar el siglo XX. Se hallaron los restos de la primitiva iglesia, con su altar, sendas oquedades laterales a modo de capillas y una sucesión de sepulturas cubiertas con lápidas, donde fueron desenterradas ánforas, monedas romanas y cerámica de Sagunto. En los ochenta, el templo fue remodelado y perdió buena parte de la estructura original.
Más allá de estos someros retazos, el verdadero origen de la cueva-iglesia de Santa Agnès sigue enterrado en un pasado remoto, de donde difícilmente podrá ser rescatado. Mientras tanto, en los momentos esporádicos en que se puede acceder a ella, merece la pena el descenso y experimentar en el ánimo el peso tirante de la historia.
Artículo publicado en El Dominical de Diario de Ibiza. Es parte de mi ‘Imaginario de Ibiza’