Lo dejó bien claro el insigne empresario Abel Matutes ante esa jauría de diputados de colmillo afilado y lengua blasfema, que pretendían vincularle a las marrullerías que bajo su aviesa mirada ensombrecen la obra más histórica y monumental de cuantas se han acometido en Ibiza: las autovías, que tantas vidas humanas han salvado (y animales probablemente también). “Yo soy el último mono”, proclamó el laureado ex político ante esa traílla de perdedores, haciendo gala de una modestia que nada tiene de falso, sino que le humaniza y contribuye a engrandar su leyenda.
Mientras las hienas de la comisión de investigación del Parlament balear trataban de arrinconar al egregio pitiuso, éste, desde la soledad del estrado, ofreció una declaración pormenorizada, que no dejó cabo suelto ni atisbo de duda. El injusto vía crucis moral que tuvo que padecer sirvió, sin embargo, para que los historiadores del futuro dispongan de valioso material biográfico con el que redactar las extensas laudatorias que, sin duda, inspirará su figura.
Se percibía que no quería reconocerlo, pero la asfixiante presión le obligó a confesar las verdaderas razones que le empujaron a la política: el bien común y el progreso social. Frente a las perversas insinuaciones de haber combinado política e intereses personales, él, con gesto compungido pero sin perder un ápice de gallardía, negó la mayor: “Vengo dispuesto a decir la verdad”, anunció, para luego apostillar que “nunca” se había beneficiado de la actividad política.
La insistencia de los porfiados parlamentarios, que ladraban desde los escaños, fue tal que se vio obligado a revelar que todos los sueldos y emolumentos que percibió como político los donó a actividades benéficas y clubes deportivos. A más de uno se le humedeció la mirada. A otros, sin embargo, les hirvió la sangre al ver cómo se erigía en nuestro particular Donald Trump, quien también comandará el destino de Norteamérica y el mundo por un dólar de salario.
Como apunte de su complicidad con los desfavorecidos, cabe recordar aquellos viajes de sus tiempos como parlamentario europeo y ministro de Asuntos Exteriores a países como la República Dominicana y Cabo Verde. Prefirió países pobres de solemnidad, en lugar de coquetear con las grandes urbes financieras del mundo. Aún así, sus enemigos quisieron utilizarlo en su contra por una insignificante coincidencia: la presencia de delegados de sus empresas familiares en paralelo a esas expediciones para hacer negocios. En política, la maledicencia no tiene límites.
Como esquivaba con habilidad de púgil de peso mosca las puñaladas que le lanzaban desde las bancadas del rojerío, los diputados trataron de arrinconarle con esa rocambolesca y absurda polémica de los depósitos de tierra. Las alimañas le acusaron de querer apropiarse del material sobrante de la autovía para el campo de golf aledaño que proyectaba y así ahorrarse un dineral. Declaró que no sólo no se benefició, sino que le produjo “un perjuicio económico”. Los parlamentarios le salieron entonces con que el Tribunal Supremo ya había dictaminado la existencia de un pacto con esa intención, entre su empresa y la promotora de la autovía. ¿Acaso alguien que juega en el tablero de la más elevada política internacional se preocupa por un puñado de camiones de tierra?
Ya para colmo, nuestro eximio estratega tuvo que soportar la visión de unos parlamentarios en camiseta, que lucían mensajes críticos con las inocentes actividades de ocio y esparcimiento que se desarrollan en sus hoteles de Platja d’en Bossa y que tanto han contribuido a dinamizar el modelo turístico en Ibiza. Así lo reconoce un informe rubricado por dos eminentes especialistas de nuestra escuela de turismo, que se publicó en la prensa el mes pasado y que, en un alarde de objetividad, concluye que “el grupo Fiesta y sus marcas han sido los principales impulsores del cambio de modelo turístico”. Un análisis extraordinario que pasará a los anales, pese a las críticas que vertió en su contra la habitual pléyade de rencorosos en los colutorios virtuales. Su endeble argumento: que el turismo de lujo lo iniciaron antes otras discotecas, hoteles de cinco estrellas, restaurantes de alto standing, cabarets y beach club, y que Fiesta se subió al carro.
Los ruines diputados también le acusaron de connivencia con su hija Stella –consellera ibicenca de carreteras cuando las autovías se impulsaron contra el viento y la marea del populacho ignorante–. Entonces pudimos ver al empresario levitar por encima de la cochambre, en un alarde de modestia y docilidad: “No tuve ninguna relación con el proyecto. Las mujeres de mi casa son las que mandan”, confesó, con una mirada beatifica que derritió los objetivos de las cámaras.
Toda la razón para aquellos que le defienden con tantos arrestos desde sus púlpitos mediáticos y que critican la desfachatez de andar haciendo preguntas sobre asuntos del pasado que no interesan a nadie. En lugar de someterle a interrogatorios, habría que hacerle un monumento. Y la iglesia, ir rumiando cómo ascenderle a los altares, a ser posible en vida.
Artículo publicado en las páginas de Opinión de Diario de Ibiza