En el mundo hay un puñado de genios, con una imaginación que alumbra ideas colosales y una fe inquebrantable que les permite llevarlas a término. Construyen universos virtuales, teléfonos inteligentes, nuevas energías, revolucionarios métodos de transporte y, en ocasiones, incluso arte. Su visión planea por encima del tiempo y el espacio; más allá de convencionalismos y limitaciones. Uno de ellos se llama Andrew Rogers, es australiano y siembra el planeta con esculturas inmensas, que en algunos casos se distinguen más allá de la estratosfera. Ya ha repartido 51 por los siete continentes y una de ellas ocupa un anónimo rincón de la costa pitiusa.
Rogers, como los antiguos nazcas peruanos o los jordanos del desierto Negro, esboza geoglifos. Son geometrías en piedra sobre planicies y laderas, cuyos materiales contrastan en tono con la superficie sobre la que se asientan. Parece como si quisiera llenar el mundo de señales destinadas a quien observa desde lo alto: ¿dioses?, ¿civilizaciones desconocidas?, ¿hombres del futuro? El significado de su obra, pese a sus explicaciones, constituye un compendio de misterios. Desconocemos si su catálogo de megamonumentos son, en realidad, arte, filosofía o versos sueltos de un mensaje inacabado cuyo significado únicamente él es capaz de entender.
Rogers ha trazado espirales enormes sobre los montes bolivianos, geometrías extrañas en la Antártida, siluetas de animales en Islandia y Australia… Algunas de sus obras llegan a ocupar extensiones de 40.000 metros cuadrados y hasta ahora han requerido de la colaboración de más de 7.000 personas. Allá donde va Rogers se movilizan pueblos enteros. En China, por ejemplo, contó con la colaboración de un millar de soldados que le ayudaron a dibujar geometrías abstractas sobre el desierto de Gobi.
Sin embargo, en 2014, cuando llegó a Ibiza, levantó su instalación astronómica en el más absoluto de los silencios, en el llano de los acantilados que preceden a Cala Llentia, frente a es Vedrà. Aunque es una de sus obras más modestas en dimensiones, resulta igualmente sobrecogedora: una suerte de reloj solar compuesto por 12 monolitos en círculo, tallados de una pieza en piedra oscura de basalto. En el centro, el décimo-tercer dolmen, el más alto, que se eleva hasta los veinte metros de altura. Lo corona una lámina de oro, que se enciende con la puesta de sol. La gente ya lo ha bautizado “el Stonehenge de Ibiza”, en alusión al famoso monumento megalítico británico. En realidad, se llama ‘Tiempo y espacio’ y, al igual que las otras creaciones de grandes dimensiones de Rogers, forma parte de su colección ‘Ritmos de vida’.
Las paredes de los dólmenes están salpicados de cortes y grabados, cuyo significado forma parte de los múltiples interrogantes que oscilan en torno a esta estructura. La columna central se alinea con el solsticio de invierno y las dimensiones y peso del resto de monolitos siguen la secuencia matemática de Fibonacci, formada por números que representan la suma de los dos anteriores y que, al parecer, se propaga como un eco en multitud de formas de la naturaleza, desde los pétalos de las flores a la geometría de las conchas de las caracolas.
El autor asegura que representa la alineación de los planetas alrededor del sol, pero expertos en su obra afirman que sus explicaciones representan la punta del iceberg. La cercana presencia de es Vedrà, para quienes buscan matices más esotéricos, no es coincidencia y recuerdan que el islote es uno de los puntos que desprenden mayor magnetismo del planeta, hasta el punto de afectar a brújulas y GPS. Cuando fue erigido, saltaron todas las alarmas entre los grupos ecologistas y el Ayuntamiento incluso abrió un expediente. El mecenas del monumento, el multimillonario fundador del Circo del Sol y uno de los primeros turistas espaciales, Guy Laliberté, sobre cuyos terrenos se asienta, nunca pidió licencia.
El tiempo, extrañamente, ha silenciado el ruido inicial y hoy los dólmenes de Rogers reciben a decenas de personas todos los días. Llegan por una ruta incierta, en busca de un monumento que casi parece un templo y que no figura en ningún catálogo oficial del patrimonio de la isla. Y eso que su relevancia es mundial. Pero en Ibiza a veces somos así: no nos asombra ni lo asombroso.
Artículo publicado en El Dominical de Diario de Ibiza. Es parte de mi ‘Imaginario de Ibiza’