El taoísmo utiliza dos conceptos para representar la dualidad que entrelaza a todo lo que existe en el universo: el yin y el yang. Es la oscuridad frente a la luz, la pasividad frente a la actividad, lo femenino frente a lo masculino… Dos ideas que resumen toda una filosofía de vida creada en el siglo VI a.C. por el chino Lao Tsé y que se esquematizan en un único símbolo: el taijitu. Un nombre poco conocido, pero cuya iconografía resulta tan universal como el logotipo de Apple. El famoso círculo partido simétricamente por una ‘S’ invertida, blanco a un lado y negro al otro, y con dos puntos alineados en el diámetro vertical, ocupando el centro de las áreas cóncavas.
La simbología espiritual asiática, aunque de una forma extremadamente superficial, impregnó la cultura hippie que se instaló en la isla en los años 60 y 70. Dentro de esta moda, el yin y el yang conformaban uno de los motivos de inspiración más frecuentes en la bisutería que se ofrecía en los mercadillos. Hoy, el yin y el yang también nos sirven para ilustrar las múltiples dualidades que tensionan el territorio y la convivencia en el archipiélago: conservacionismo frente a especulación, recuperación frente a abandono, tradición local frente a globalización, silencio frente a ruido, etcétera.
En la isla existen distintos enclaves que, por sí mismos, simbolizan está tensión entre contrarios. Uno de los más destacadas es Cala d’en Serra, más allá de Portinatx –nuestro particular Finisterre–. Un rincón antaño aislado y solitario, con media docena de rústicos varaderos apostados en la orilla más resguardada y arena y codols en el exterior. El agua es cristalina, con tonos esmeraldas en lugar de turquesas, como ocurre siempre en las desembocaduras de los torrentes, cuyo fluir arrastra una procesión de cantos irregulares. En este caso el estuario d’en Serra, que da nombre a la playa y a su vez la parte en dos mitades: la cala conocida y otra sólo accesible desde el mar, denominada d’es Pouet Vell.
El yin de Cala d’en Serra es su abrupta belleza, que ya asombra desde lo alto del acantilado, donde arranca el tortuoso camino que serpentea hasta el mar. Conforma, por cierto, otra más de las ratoneras humanas que aguardan en el litoral pitiuso. La postal resulta tan pintoresca que ni siquiera se inmuta por la desolación de los montes circundantes, que fueron pasto de las llamas en el gran incendio de 2011. Consumió el tupido bosque y lo sustituyó por remolinos de pinos minúsculos y matorrales, que se hacinan sin orden ni concierto, hurtándose el sitio y la fuerza en una alocada carrera en busca de la luz.
El yang de Cala d’en Serra, sin embargo, amarga la visión de una Ibiza casi perfecta. Es el esqueleto de una vieja mole de hormigón, cuya sombra se proyecta sobre la playa como una premonición inquietante. La aberración la proyectó en 1971 un grandioso arquitecto, Josep Lluis Sert, y hoy, por obra y gracia de una burocracia estéril, continúa erguida para nuestra vergüenza. Un monumento a los disparates que fuimos capaces de hacer, en unos tiempos tan bárbaros que ni a los arquitectos inquietaban. Una ruina peligrosa y oxidada, escenario de fiestas alternativas y morada de vagabundos y grafiteros. Un yang del que también forma parte la masificación de turistas que cada año se incrementa, generando caos en el camino y la progresiva sensación de que el paraíso de antaño va transmutando en hormiguero.
Pese a la extrema concentración de yang, el yin aún lleva la delantera en Cala d’en Serra. Y eso no es algo que pueda afirmarse de otros muchos lugares.
Artículo publicado en El Dominical de Diario de Ibiza. Es parte de mi ‘Imaginario de Ibiza’