Siempre he pensado que el de torrero no tuvo que ser un oficio fácil: largas y tediosas jornadas escrutando la monotonía del paisaje que de pronto transmutaban en estresantes picos de actividad, no exentos de riesgos. Me imagino, por ejemplo, al artillero de la Torre d’en Rovira, allá por el siglo XIX, sacar brillo y engrasar su pareja de cañones en lo alto, sin dejar de otear de reojo s’Espartar, s’Illa des Bosc o sa Conillera, por si de repente aparecía alguna goleta enemiga, o tal vez preparando pescado para secarlo al sol y así tener reservas los días de mala mar.
El d’en Rovira debía de ser uno de los puestos vigía más peligrosos, pues se hallaba pegado a la costa, prácticamente al nivel del mar, a corta distancia de los islotes. Los piratas norteafricanos navegaban a escondidas hasta situarse tras sa Conillera, para luego aproximarse a la costa en un santiamén. Si cogían al torrero con la guardia baja podía costarle la vida tanto a él como a los pitiusos a los que protegía. Así que probablemente escudriñaban el horizonte de manera obsesiva. Si el vigía percibía algún movimiento extraño, probablemente corriera a despertar al compañero, que dormitaba en un jergón de paja bajo sus pies, en la cámara alta de la torre. Luego ascendían la claustrofóbica escalera con agilidad gatuna y, sin esperar a cerciorarse de las intenciones aviesas de la nave sospechosa, comenzaban a armar los cañones por si las moscas.
Cuando se identificaba presencia enemiga, según la hora del día, encendían una hoguera o hacían rebotar en un espejo los rayos del sol hacia la torre de la iglesia fortificada de Sant Antoni, también armada con cañones. Las campanas alertaban a los vecinos, que corrían a guarecerse en el templo u otro lugar seguro. Si el galeón enemigo se aproximaba lo suficiente, detonaban la artillería con escasas probabilidades de acertar en el blanco y la congoja de que los filibusteros –argelinos, turcos o de dónde quiera que viniesen–, decidieran cambiar de rumbo, ir a por ellos y, en el mejor de los casos, capturarlos para luego venderlos como esclavos en algún mercado africano de humanos.
Imagino que lo habitual es que los piratas los ignoraran, pasaran a suficiente distancia para que las balas resultaran estériles y centraran su objetivo en la cercana bahía, donde el riesgo merecía la pena, pues siempre se podía capturar a alguien o encontrar comida y animales. Sí así ocurría, los torreros d’en Rovira no tenían más remedio que quedarse de brazos cruzados y seguir vigilando los islotes por si aparecían nuevos bucaneros. Pero, si por el contrario, les veían enfilar hacia ses Roques Males, entre Platges de Comte y Cala Bassa, justo donde se asienta la torre, disparaban tantas veces como les era posible hasta que ya no quedaba más remedio que asegurar la torre. Replegaban la escalera del exterior, que permitía acceder a la fortaleza por la segunda planta, descendían al polvorín de abajo para aprovisionarse de armas y se preparaban para resistir hasta que los invasores renunciaran a acosar a dos torreros de poco valor. Contaban con lo necesario para aguantar durante días: agua y alimentos en la despensa, pólvora y munición, leña para hacer fuego y una de las torres más inexpugnables de la isla, de primera categoría, con mayor altura y diámetro, construida en 1763.
A buen seguro los torreros vivían días buenos y malos, que pasaban frío y penurias, miedo y abatimiento, que apenas veían a sus familias y rumiaban a diario cambiar de oficio… Pero, pese a todo, creo que me habría gustado ser vigía en la Torre d’en Rovira por una temporada y pasar los días bajo el tedio de escrutar el mar frente a uno de los horizontes más conmovedores del universo.
Artículo publicado en El Dominical de Diario de Ibiza. Es parte de mi ‘Imaginario de Ibiza’