La mar pitiusa, que en la quietud del verano refulge e hipnotiza con esa gama de turquesas y esmeraldas, en los temporales del invierno se torna plúmbea y violenta, y arrasa todo lo que encuentra a su paso. Los pescadores de antaño construyeron los primeros refugios marineros para que el oleaje embravecido no arrastrara sus frágiles embarcaciones de madera y las reventara contra los escollos. Pero, cada pocos años, Poseidón desataba los infiernos con una tempestad de proporciones épicas, que también devastaba aquellos rústicos varaderos y a todo lo que daban cobijo.
La necesidad de descubrir rincones más resguardados llevó a aquellos ibicencos a examinar la costa palmo a palmo, en busca de paisajes moldeables que ofrecieran soluciones adecuadas ante la inclemencia. Lo que la naturaleza les arrancaba por un lado, se lo devolvería por otro. Y en ese tránsito por la supervivencia, evaluaron vientos, corrientes y mareas, tallaron refugios en la arenisca, aprovecharon el resguardo de los rompientes y determinaron los rincones más abrigados de las calas.
En ocasiones, descubrían que el paisaje les daba el trabajo prácticamente hecho y se limitaban a aprovechar la ofrenda. Así tuvo que ocurrir en sa Figuera Borda, un cabo horadado de lado a lado por la acción ininterrumpida del agua durante millones de años. La contundencia del cráter vertical y su forma circular parecen el impacto de una colosal bala de cañón, que hubiese atravesado el precipicio para proporcionar este refugio inaudito a los pescadores.
La oquedad aguarda entre Platges de Comte y Cala Codolar, a continuación del Cap des Bou, a los pies de un acantilado. Un paraje llano y ligeramente elevado, desde el que se divisa s’Illa des Bosc a lo lejos, que casi parece lunar. Justo antes de alcanzar el cabo aguarda un tramo abrupto de costa, con afilados farallones que apuntan al cielo y al islote de s’Espartar, que desde aquí se divisa imponente. Y a los pies del acantilado de sa Figuera Borda, siguiendo la misma línea de roca, un puente natural de piedra que recuerda al de Albarca.
Para alcanzar el hueco hay que descender por una escalera recortada en la roca, con una baranda improvisada, que aterriza sobre la cubierta de cuatro casetas varadero alineadas que ocupan todo el ancho del boquete. Luego hay que andar por los tejados hasta el extremo opuesto, donde aguarda un último tramo de escalones que bajan a la inclinada orilla. Es la rampa por la que se deslizan, sobre guías de madera de sabina embadurnadas con sebo, los llaüts cuando salen a pescar. Además de estos cuatro refugios a la sombra del arco de piedra, hay otro a la intemperie, perpendicular y ladeado al mar. Casi todos los años, un ‘artista’ del spray utiliza su fachada más visible para colorear con estridencia un rincón que parece concebido únicamente para albergar las tonalidades suaves de la naturaleza.
Esta plataforma empinada constituye la única planicie sobre la que plantar la toalla. Como playa, Sa Figuera Borda no pasará a la posteridad. El acceso al mar es dificultoso y los fondos son de rocas y grava, salvo unas pocas manchas de arena hacia el interior de la bahía, donde en verano fondean las lanchas. El espectáculo ineludible lo aporta el horizonte que aguarda a cada lado del agujero. Quien otea en dirección a Cala Codolar observará como se asoma es Vedrà, tras el cabo de enfrente y, al otro lado, mucho más próximo, S’Espartar. Desde el interior de la cueva, en determinados momentos del año, puede contemplarse una puesta de sol junto a este islote, recortada por la circunferencia de la roca horadada. Todo un espectáculo, sin acompañamientos de chill out ni coreografías de malabaristas. Únicamente, el sonido del mar.
Artículo publicado en El Dominical de Diario de Ibiza. Es parte de mi ‘Imaginario de Ibiza’