En esa Ibiza rural en la que, salvo cuando nos encaramábamos a los algarrobos, se vivía a ras de suelo, subir a Dalt Vila era como atravesar las puertas de la dimensión desconocida. Los niños de entonces sólo visitábamos la ciudad áulica cuando íbamos de excursión a contemplar los tesoros del Museo Arqueológico, con aquellas ánforas gigantescas y esos pasadizos enterrados bajo el baluarte de Santa Tecla, en los que siempre estábamos a punto de cruzarnos con algún muerto.
De vez en cuando sucedía también que las conjunciones astrales se ponían de acuerdo y, al quedarse la familia sin planes dominicales, bajábamos a dar un paseo Vila con el Seiscientos. Y una vez allí, como si un poderoso imán tirara de nosotros, acabábamos irremediablemente enfilando hacia el Portal de Ses Taules y ascendiendo, sin prisas, hasta la explanada de la Catedral, que aguardaba casi tan desangelada como hoy en día. Para la gente del campo, acostumbrados a las plazas encaladas de los pueblos, un espacio radicalmente pétreo como aquel resultaba onírico y hasta fantasmagórico.
Primero nos asomábamos al mirador para contemplar la bahía desde lo alto del Puig de Vila, aún medio despoblada, y luego recorríamos el callejón de la Universitat, el más estrecho por entonces conocido, hasta desembocar en el baluarte de Sant Bernat. Atravesábamos el terraplén hasta su vértice en forma de punta de flecha y, tras echar un vistazo hacia Formentera, nos volvíamos para disfrutar de una amplia panorámica del Castillo, con la torre del Homenaje más o menos en el centro y esos muros de colores tenues –amarillos, rosados y almagres–, surcados de desconchones que traslucían el rosario de tonalidades que los habían adornado en el pasado.
Luego nos asomábamos a los parapetos sobre las casamatas y nos fijábamos en la altura pavorosa del lienzo de muralla cuya base arrancaba en Es Soto. No sé a los demás niños, pero a mi me venían a la mente las historias sobre la Guerra Civil que susurraban los adultos entre ellos, cuando creían que los niños no les escuchábamos. Episodios crueles de venganzas en los pueblos y fusilamientos en el Castillo, a los que algunos prisioneros sobrevivieron al tener el coraje de arrojarse al vacío desde el adarve y, en caso de sobrevivir a la caída, huir como alma que lleva el diablo, aunque fuera con algún hueso quebrado.
Hoy, el Castillo sigue aguardando su transformación en Parador, congelada desde hace años por los recortes y la desidia madrileña. A mí me resulta igual de espectral que antaño, aunque sus muros luzcan restaurados. Los mismos colores pero con unas tonalidades tan chillonas y saturadas que laceran la vista. Me resultaba más acogedor el Castillo de los desconchones, achaparrado y con algunas piedras derruidas. El virus de la nostalgia, imagino. Fue un edificio colosal y de gran trascendencia desde los albores de nuestra historia. Fenicios y romanos ya establecieron allí una fortaleza ovalada. Luego la ampliaron los árabes, protegiéndola con una docena de torres y estableciendo el alcázar y la almudaina (la residencia del Gobernador). Pero esa es otra historia, mucho más antigua, cuyos fantasmas ya hemos olvidado.
Artículo publicado en El Dominical de Diario de Ibiza. Es parte de mi ‘Imaginario de Ibiza’