En Ibiza no existe catarsis más intensa que descender en solitario hasta Ses Balandres, zigzagueando a través de los acantilados escarpados de Corona. Esta cala recóndita y subyugante obsequia al caminante con el contundente espectáculo de la verticalidad de su naturaleza, atravesada por bruscos pliegues horizontales. En paralelo, la bajada transmuta en un involuntario viaje interior hacia la forma de vida de las generaciones de antaño, al experimentar las duras condiciones de vida que imponía el medio natural y los esfuerzos que los payeses ibicencos afrontaban a diario para domarlo a su manera y adecuarlo a su subsistencia.
La cala aguarda entre la Punta d’en Petroell y la Llosa de Ses Balandres y hoy es accesible gracias a la intrincada vereda que desbrozaron los pescadores del llano de Santa Agnés. Aquellos supervivientes de la antigüedad más reciente –Ibiza fue medieval hasta anteayer–, hoy casi parecen héroes o superhombres. La misma fortaleza que les permitió escalonar los montes emboscados con bancales de piedra seca o navegar hasta África en minúsculos botes a vela para hacer contrabando, les convirtió aquí en barranquistas. Abrieron una ruta al mar desde las alturas y así obtuvieron pescado fresco, en una zona tan aislada como Santa Agnès.
De aquella necesidad extrema es fruto esta ruta inverosímil por el precipicio, a la que fueron incorporando escaleras de madera y cuerdas, que hoy nos permiten seguir sus pasos sin despeñarnos. Ellos, sin embargo, no concibieron estas mejoras por su seguridad, pues trepando eran como felinos, sino para poder escalar hasta el llano sin necesidad de usar ambas manos. Así les quedaba una libre para cargar el saco con la pesca que había quedado atrapada en las redes o en los anzuelos de los palangres.
Doscientos metros de altura que, desde lo más alto, parecen un disparate y que se van superando paso a paso como en un viaje al centro de la tierra, con la diferencia de que aquí la luminosidad es casi tan hipnótica como los abrumadores retazos de costa que se abren entre el verdor de los pinos y las matas. Milagrosamente, árboles y matorrales han echado raíces en pequeños puñados de tierra que los siglos han ido acumulando entre pliegues, grietas y recovecos, en la piedra viva del acantilado.
La verticalidad adquiere su significado más literal en la última etapa del descenso, donde sólo un tramo de asimétricos salientes fruto del capricho de la naturaleza permite conquistar el suelo. Abajo aguardan las casetas varadero, a veces semi horadadas en el acantilado, atípicas por sus curvas y el manto de piedras que las camufla. Formas suaves, sin ángulos ni brusquedades, concebidas para esquivar en la medida de lo posible la violencia de las tempestades del invierno. Sólo por contemplarlas, ya merece la pena el esfuerzo.
Y en el horizonte, las dos Margalides: el islote grande, más próximo, con forma de media luna y atravesada por una enorme oquedad, que cruzan sin contratiempos embarcaciones sin mástil como si se adentraran en una gruta marina con forma de boca. Y más alejado el pequeño, semioculto tras el hermano mayor. Ses Balandres es, efectivamente, otra Ibiza.
Artículo publicado en El Dominical de Diario de Ibiza. Es parte de mi ‘Imaginario de Ibiza’