Para los niños que crecimos en Sant Josep, ir a Cala Salada era como viajar al fin del mundo. Nuestras familias nos llevaban a playas cercanas –Cala Tarida, Cala Vedella, Porroig, Cala Comte, Ses Salines…–, así que descubrir rincones como aquel únicamente sucedía cuando salíamos de excursión con el colegio o el grupo de catequesis. Nos hacía tanta ilusión que, un montón de días antes, ya nos acostábamos rumiando en cómo lo íbamos a pasar.
Bien temprano, nuestras madres nos embadurnaban de crema y nos obligaban a ponernos la gorra y esas sandalias de goma todo terreno con agujeros, que en el agua te protegían de las piedras y evitaban que te pincharas con algún ‘vogamarí’. En la mochila, el kit básico de supervivencia playera: toalla, bañador de recambio, paquete de kleenex, protector solar, cantimplora, manzana, bocadillo de tortilla…
Algunas de las calas más lejanas, como Es Portitxol, Portinatx o S’Aiguablanca, tuvimos que descubrirlas de mayores, pero Cala Salada estaba relativamente cerca y, a la vez, lo bastante apartada como para resultarnos ignota. Las excursiones solían ser en junio, cuando ya hacía calor para bañarse y el agua, aunque fresca, no provocaba calambres. En esa época, Cala Salada era un oasis de serenidad. Apenas había gente y podías encontrar sitio en el chiringuito aunque fueran las tres de la tarde. Nosotros ni nos lo planteábamos, pero imagino la mueca de disgusto de aquellos bañistas en busca de paz, cuando veían aparecer un autocar repleto de escolares asilvestrados.
Hoy el lugar, salvo por la afluencia de bañistas, sigue más o menos como siempre. Lo primero que llama la atención es su condición de playa dual, al concentrar en la misma bahía dos zonas de baño radicalmente opuestas. La orilla principal, Cala Salada, es más bien abrupta y, en función de la ruleta de los temporales invernales, oscila entre la roca pura o la alternancia con tramos de arena. A la izquierda, como antaño, están el chiringuito y el restaurante, y una sucesión de casetas varadero horadadas en un acantilado que alterna el almagre con el verdor de los pinos.
A su derecha, ejerciendo de equinoccio entre ambas playas, junto al torrente, una gigantesca y escalonada casa particular, de un color que oscila entre tierra y púrpura, con inclinados muros de piedra que, según el ángulo, le confieren el aspecto de una fortaleza. Alguien debió de erigirla cuando en Ibiza aún no se habían establecido límites.
Y más allá, separada por un tramo de escollos que sortea un irregular sendero, aguarda Cala Saladeta, uno de esos rincones paradisíacos que definen la belleza de Ibiza. Toda la arena que el invierno hurta a Cala Salada se acumula a la entrada de la avariciosa Cala Saladeta, conformando una orilla suave, casi blanca, bañada por un mar turquesa y con voluminosas rocas aquí y allá, que definen los entrantes. Tras ellas, una sucesión de varaderos que desemboca en una playa minúscula e idílica, junto a un bosque tupido que desciende a ras de mar.
El enclave es ahora tan conocido que en primavera ya parece un hormiguero. Ambas orillas se llenan de vendedores de baratijas y en Cala Saladeta incluso se apostan cocteleros pirata, que interrumpen siestas al grito de mojitos y margaritas. Durante años, los coches se han acumulado en los márgenes de la estrecha carretera que desciende hasta la ribera. En caso de incendio, como el que tuvo lugar en Benirràs en 2010, habría sido una trampa mortal.
El Ayuntamiento de Sant Antoni y el Consell d’Eivissa por fin le han puesto remedio, al limitar el acceso de vehículos desde el 1 de junio al 30 de septiembre. Ahora hay que estacionar en Can Coix y coger el autobús, que pasa cada 15 minutos, o ir en barca desde el puerto. Con suerte, esta medida provoque un efecto colateral y, dado el carácter indolente y cómodo de la gente, Cala Salada vuelva a parecerse de vez en cuando a aquel paraíso que explorábamos cuando éramos niños.
Artículo publicado en El Dominical de Diario de Ibiza. Es parte de mi ‘Imaginario de Ibiza’