En Ibiza, bajo los cimientos de los edificios y el asfalto de las carreteras, yacen mosaicos romanos, alfarerías púnicas, tumbas árabes y una sucesión de infraestructuras arcaicas que atestiguan el peso de las civilizaciones antiguas en nuestro pasado. A consecuencia del furor urbanístico del siglo XX, buena parte de este legado fue destruido o enterrado en silencio, dejando a los arqueólogos sin piezas fundamentales con las que reconstruir el intrincado puzzle de nuestra historia.
En el transcurso de tantas décadas de crecimiento desenfrenado, se ha esfumado una porción tan ingente de nuestro patrimonio que resulta imposible de valorar. Lo demuestra la reiterada aparición de restos arqueológicos, en cuanto se remueve un poco de tierra. Es Pla de Vila, de hecho, constituye un yacimiento en sí mismo.
Sin embargo, durante este desarrollismo anárquico también se han producido algunos milagros, que hay que agradecer, más que a la sensibilidad colectiva, a la divina providencia. De todos ellos, el más evidente atañe a las murallas de Ibiza, que a punto estuvieron de ser cercenadas en más de una ocasión en pro del crecimiento de la ciudad.
La fortaleza renacentista no es el único ejemplo. En la costa de S’Argamassa, a las afueras de Santa Eulària, aguarda otro paradigma que encierra los dos extremos: por un lado el favor del destino, que quiso que conserváramos parcialmente un monumento insólito en la isla, y por otro, la voracidad depredadora del territorio, que en este caso culminó con la construcción de un hotel literalmente pegado a un acueducto de 2.000 años de antigüedad, sin que a nadie –ni autoridades ni promotores–, le preocupara el estropicio.
Según apuntan los historiadores, este canal elevado y descubierto, perpendicular a la playa de S’Argamassa y separado tan sólo unos tres o cuatro metros de la fachada lateral del hotel, formaba parte de una industria conservera de pescados del siglo I d.C. De aquella fábrica quedan 400 metros de acueducto, con una altura que oscila entre los 30 centímetros del interior a los casi 3 metros de la costa. Se cuenta que la canalización que lo corona conducía agua dulce de un manantial cercano y la redistribuía por el resto de la explotación a través de otras ramificaciones.
En primera línea de playa, donde ahora se ubica el jardín del hotel, y en otros sectores, se hallaron restos de depósitos impermeabilizados con yeso, en los que se podía conservar vivo el pescado que se capturaba en las almadrabas o mediante otras técnicas. En este tipo de fábricas, los romanos fileteaban lomos y los conservaban en salazón. También producían un condimento esencial en la gastronomía romana: la salsa garum. Se utilizaba de la misma manera que hoy los asiáticos emplean la soja: incorporándola como sazonador mientras se cocina. La fabricaban con vísceras de pescado fermentadas. Todos estos productos se exportaban en ánforas a todo el Mediterráneo.
Hace un par de años, cuando el vetusto hotel se transformó en el actual establecimiento de lujo, las autoridades nos vendieron como un gran logro el derribo de un viejo y minúsculo almacén de lavandería, que se apoyaba en el acueducto y que le provocó daños irreparables. Sin embargo, más allá de este guiño y de la colocación de unas placas informativas, no se adoptaron medidas serias de protección del monumento y a la promotora incluso se le permitió semi-privatizar un amplio segmento del frontal de la playa, con un nuevo beach club.
Los turistas que se tumban a la bartola en las cómodas hamacas del jardín del hotel no sospechan que bajo el césped se hallan los restos de una piscifactoría romana y que, a sus espaldas, ese muro rústico y desguarnecido, por el que trepan sus hijos o donde ponen las toallas a secar, forma parte de un acueducto de la misma época. Casi mejor que lo desconozcan porque difícilmente le encontrarían explicación.
Artículo publicado en El Dominical de Diario de Ibiza. Es parte de mi ‘Imaginario de Ibiza’