Mi abuelo, Pep Marí, de Can Botja d’en Serra (Sant Josep), adquirió uno de los primeros camiones de carga que llegaron a Ibiza. Un vehículo pequeño, que se encendía a manivela y que él cargaba hasta los topes, con sacos de almendras y otros productos del campo. De aquellos tiempos, el abuelo solía contar una anécdota que, por el mero hecho de rememorarla, le provocaba unas carcajadas tan intensas que irremediablemente contagiaba a quien tuviese alrededor.
El protagonista de la historia era un comerciante de Sant Agustí, con fama de tacaño, que adquiría productos a los payeses para luego revenderlos en Vila. Eran los años 50 y, a la entrada de la ciudad, a la altura de Vara de Rey, se apostaban los consumeros, funcionarios uniformados que cobraban la alcabala a los viandantes. Se trataba de un impuesto muy impopular sobre los bienes de consumo, que provocaba continuas disputas. Los ‘consumers’ eran el gremio más odiado de la ciudad y todo el mundo los llamaba ‘punxa-sàrries’, porque atravesaban los serones de esparto que cargaban las mulas con unos pinchos de metal, para comprobar que los campesinos no escondían sobrasadas bajo el carbón u otra carga exenta.
Aquel día, el comerciante le pidió al abuelo Pep que transportara hasta Vila una partida de sacos de algarrobas. El hombre dejó un hueco entre los bultos y escondió allí un cajón a rebosar de huevos, para pasarlo de tapadillo ante las narices de los ‘punxa-sàrries’. A medio camino, en una curva, los sacos se desplazaron, el recipiente volcó y los huevos se rompieron, quedando desparramados por el suelo. Cuando el comerciante vio el desastre, compungido como estaba, sólo atinó a decir: “He visto muchas desgracias en el mundo, pero ninguna tan grande como esta”. El abuelo era incapaz de terminar esta frase porque se desternillaba de risa.
De no haberse arruinado los huevos, muy probablemente habrían acabado en un puesto del Mercat Vell, en La Marina, que era dónde se vendían la mayor parte de los productos que llegaban del campo. Este edificio abierto, con pinta de templete griego, al pie del Portal de Ses Taules, fue construido en 1872 por el maestro de obras Jaume Riera, en la Plaça de Sa Constitució. Este lugar antaño se llamaba Plaça de la Verdura y era donde los campesinos ya acudían, desde tiempos inmemoriales, a ofrecer su género a los ‘vileros’.
En aquellos años 50 y 60, el Mercat Vell constituía el corazón del barrio de La Marina y hasta aquí bajaban también las familias acomodadas de Dalt Vila para aprovisionarse. Mientras el abuelo trajinaba con el camión, mi padre, Joan Prats, estudiaba en el instituto del Convento de los Dominicos, que compartía espacio con el Ayuntamiento y la prisión. De aquella época, guarda dos recuerdos vividos. Uno referido al único cautivo que había en la cárcel y al que el guardia dejaba salir a la calle un rato cada día. “Nunca escapaba. Pasado el tiempo, el guardia volvía y le decía: venga, para adentro”. El otro, la carrera cuesta abajo, a la hora del recreo, para llegar a tiempo al Mercat Vell y comprar un bocadillo de atún con aceitunas y alcaparras, “el más bueno de Ibiza”. Se lo comía cuesta arriba, mientras volvía a clase.
Ha transcurrido más de medio siglo y, sorprendentemente, cuando toda Ibiza ha cambiado y La Marina amanece cada día repleta de tiendas de moda y tabernas con rótulos en extranjero, en el Mercat Vell se siguen vendiendo flores, verduras y bocatas de atún con alcaparras, con idéntico sabor a los de antes.
Ahora que apenas nos quedan retazos de la Ibiza que fuimos, sería fundamental revitalizar el Mercat Vell. Que mantuviera su esencia y siguiera ejerciendo de espejo del pasado.
Artículo publicado en El Dominical de Diario de Ibiza. Es parte de mi ‘Imaginario de Ibiza’