Mi primera maestra –en el colegio l’Urgell de Sant Josep– se llamaba Montse Garcia Nanot y era catalana. Una mujer vital y risueña que se inventaba mil entretenimientos para que aprendiéramos sin darnos cuenta; que soportaba estoicamente y sin perder el humor a aquella cuadrilla de niños asilvestrados que éramos entonces. Mi familia pronto trabó amistad con la suya. Una Navidad nos invitaron a cenar a la casa payesa donde vivían, en Cala Vedella. Allí probé por primera vez el carbón de azúcar, que me pareció un invento tan revolucionario como la rueda, y descubrí la tradición mágica del Tió de Nadal que caga regalos.
Al cabo de un tiempo se trasladaron a una vivienda de Dalt Vila, que seguí frecuentando a menudo. A su marido, Néstor Pellicer, lo consideraba un artista fascinante. Conservaba una pequeña imprenta y una colección de tipografías de plomo en el estudio, con las que producía grabados. Acababa de editar, en 1980, una colección de recortables de papel con diez edificios emblemáticos de Ibiza. Entre ellos, el Teatro Pereira, el Castillo o la iglesia de Sant Francesc. En el taller acumulaba versiones montadas de todas las miniaturas y la que más me intrigaba, por su realismo y porque la había visto cien veces en su auténtica dimensión, era Ca na Rosa.
Aún hoy, cuando regreso a Sant Josep desde Es Cubells y el paisaje se abre hacia la Venda de Cas Marins, pienso en la maqueta de Néstor. Luego me dejo hipnotizar por el juego de sus asimetrías y comprendo por qué eligió precisamente aquella vivienda payesa, como uno de los diez edificios más representativos de nuestro patrimonio. Los volúmenes escalonados de los tejados –donde no existe la coincidencia en alturas–, la rusticidad de los materiales y la autosuficiencia de su estructura transmiten, como ninguna otra, la compleja sencillez de la arquitectura pitiusa, con su fusión de estética y funcionalidad y esa planeada simbiosis entre hombre y naturaleza.
Como todas las casas payesas, Ca na Rosa fue erigida a palmos y pies, con los materiales que provee el entorno: piedra, mortero de cal, madera de sabina, algas, cenizas, arcilla… No intervinieron arquitectos ni ingenieros, sino campesinos herederos de una sabiduría popular que se transmite de generación en generación desde las entrañas de la historia. El canadiense Rolf Blakstad, que se estableció en Ibiza en 1956 y pasó media vida comparando la casa ibicenca con las construcciones antiguas de Oriente Próximo, aseguraba que nuestras técnicas y rasgos estructurales eran legado directo de la cultura fenicia. Esta, a su vez, recogía y sintetizaba influencias de Egipto y Mesopotania, que en Ibiza se mantuvieron inalteradas durante casi tres mil años.
Ca na Rosa, como establece la tradición, se sustenta en una arquitectura bioclimática a base de muros gruesos, ventanas minúsculas, orientación sur y ubicación en la ladera de un monte que, al estar situado a su espalda, la protege de los vientos del norte y las inclemencias que estos traen consigo. Mantiene, sin embargo, su propia idiosincrasia: sus muros apenas exhiben cal, salvo bajo el porche, en las aristas de tejados y ventanas, y en las chimeneas y la cúpula del horno. Blanco suficiente para que, aún hoy, reluzca en la distancia.
Semejante fulgor, sin embargo, hay que agradecérselo a la familia de Ca na Rosa, que la cuida con tal esmero que incluso la encala varias veces al año. Al vivir a corta distancia, en una casa más contemporánea, se imponen la tarea de conservarla como antaño, sin agua corriente, ni luz eléctrica, ni mutaciones modernas que la corrompan. En perfecto estado de revista. Una joya de las que ya no existen. Casi nadie despliega tanto amor y respeto por la herencia de sus antepasados.
Artículo publicado en El Dominical de Diario de Ibiza. Es parte de mi ‘Imaginario de Ibiza’