Charlton Heston cabalga sin destino por una playa solitaria, hasta que una sombra oscura se proyecta en el horizonte. Al aproximarse a ella, desmonta, se arrodilla atónito y, con lágrimas en los ojos, golpea furioso la arena mientras grita: “He vuelto. Estoy en mi casa otra vez. Durante todo este tiempo no me he dado cuenta de que estaba en ella… Maníacos. La habéis destruido. Yo os maldigo a todos. Maldigo a las guerras. Os maldigo”. El plano se abre y la pantalla exhibe un inmenso busto tendido sobre la orilla: los restos de la estatua de la libertad.
Siempre que asciendo hasta las ruinas del Festival Club, en un monte entre Sant Josep y Sant Agustí, y contemplo este paisaje post apocalíptico, me acuerdo del final simbólico y desgarrador de ‘El planeta de los simios’ (Franklin J. Schaffner, 1968), que se rodó en plena guerra fría tras la crisis de los misiles. De esta antigua sala de fiestas, concebida como la más lujosa e impactante boîte de la Ibiza de los setenta, hoy sólo queda un armazón de hormigón y varillas oxidadas, carcomido por la erosión, emboscado y surcado de grietas.
El Festival Club abrió en 1972, en un paraje tan insólito como apartado. Su ubicación constituye un ejemplo paradigmático de ineficacia y obligó a sus promotores a acometer una inversión inédita para adquirir los terrenos, abrir camino, transportar materiales, erigir la estructura y llevar la línea de la luz hasta tan inhóspito lugar. En los ilusionantes albores de esta discoteca, arribaban autobuses cargados de turistas procedentes de toda la isla, que se adentraban en el bosque tras la estela de la fiesta más glamurosa que entonces se podía concebir.
Al interior se accedía por un monumental vestíbulo, en la cima del monte, decorado con falsas pinturas rupestres al estilo de las cuevas de Altamira. Hoy aguarda sin techo y sus mosaicos han quedado reducidos a un sombrío anonimato, asediados por incontables pintadas y mamarrachos. A renglón seguido, el antiguo salón de baile, con unas vistas panorámicas de los valles del interior, donde orquestas y pinchadiscos hacían sonar los hits de la época.
Desde el cénit de la discoteca descendía un graderío imponente, repleto de mesas y bancos de obra. Allí se cenaba barbacoa y se ingerían cantidades industriales de sangría de garrafón. Además, se contemplaba el espectáculo de la plaza de toros, abajo, donde turistas envalentonados por el alcohol toreaban vaquillas mansas como si fueran miuras, y también las actuaciones de danzas regionales, que acontecían en una platea paralela. El summum de la modernidad se fundía con la España más folclórica y casposa, en una isla que era esencialmente hippie. Si nos paramos a reflexionar en que el mayor acontecimiento que se vivió en la extinta plaza de toros de Vila fue un concierto de Bob Marley, tal vez podamos comprender por qué el Festival Club apenas duró dos temporadas.
Ahora la mole aguarda inerte hasta derrumbarse o ser engullida por el bosque. Apenas sirve como improvisada guarida de amores fugaces o agotado lienzo sobre el que han experimentado varias generaciones de grafiteros. A mí, sin embargo, me parece la metáfora perfecta de la relatividad del tiempo. Un giro literario y conceptual a la principal teoría de Einstein, que proclama que el tiempo no es constante sino variable, afectado por otros condicionantes. Cuando contemplo las murallas de la ciudad, siento una cercanía casi palpable con la Ibiza del renacimiento. Por el contrario, al escrutar el esqueleto desnudo del Festival Club, la Ibiza de los setenta, la que me vio nacer, me parece infinitamente lejana. Efectivamente, el mayor engaño es el tiempo.
Artículo publicado en El Dominical de Diario de Ibiza. Es parte de mi ‘Imaginario de Ibiza’